«No se puede vivir sin morir por el camino»
Bienvenido a una nueva esquirla de la realidad. Olvida tu narrativa vital aburrida, lineal, derivativa y banal. Wormhole te traslada a otro lugar, uno que no conoces pero estás deseando conocer. Un jardín de las delicias en el que tú —sí, tú—, eres protagonista y víctima. Lo tienes delante y tira de ti con fuerza, te resistes aunque sabes que no deberías hacerlo. No has de temer al espejo que es este agujero de gusano. Enfréntate a ti mismo.
No resulta baladí esta introducción, pues desde el mismo inicio de Wormhole, si es que podemos llamar novela a una obra que en realidad es una reinterpretación de la realidad. Daniel Aragonés, arquitecto de ese otro lado, interpela al lector para que sea parte activa. Y lo hace no con el típico uso de una segunda persona que intenta repetir un truco ya gastado, sino con una verdadera asimilación del lector dentro de las páginas, en un fascinante ejercicio de retroalimentación que no es fácil encontrar en la literatura de nuestros días.
Estructurada en tres partes, encontramos en Wormhole un primer y tercer acto que van de la mano, hilados para conformar la historia principal. Ojo, principal no significa más importante. El segundo acto es un relato que aparece en la novela, un cuento perverso titulado Hateful blues. Y es vertebral. He utilizado la palabra retroalimentación, y aquí la historia principal y la historia vertebral se enredan como si participaran en un curioso y travieso juego sexual.
En ese experimento se desvela una muestra de la falta de misericordia de la que la prosa de Aragonés hace gala, hurgando en zonas cálidas y normalmente inaccesibles de la moral y el ánimo humanos. La truculencia, por momentos exacerbada, se revela aquí tan exterior como interior, escupiendo a la cara del lector la podredumbre del alma humana. En este sentido, ciertos pasajes podrían emparentarse con obras tan extremas como A serbian film, aunque más a nivel conceptual que realmente repulsivo. El efecto, de nuevo, es fascinante.
Pero que no piense el lector que estamos ante una obra splatterpunk o gore, no. Aquí se juega con otros códigos. El autor, trasunto de sí mismo a distintos niveles en la novela, salpica aquí y allá con momentos de un intimismo brutal (aunque parezcan términos incompatibles, se complementan de un modo sensacional en manos de Daniel) que se alza con dos logros importantes: por un lado, aligera la carga de intensidad y de catarsis con lo extraño; por otro, nos ancla a una realidad que podemos reconocer y con la que podemos sentirnos vivos, un estado que nos prepara para la desolación de otros pasajes.
La primera persona lo aglutina todo. Perfecta elección para una obra de este tipo, en la que de vez en cuando hay pequeños saltos de narrador, un narrador que parece siempre el mismo aunque en realidad es otro pero no, es el mismo. El salto se produce entre identidades, entre diferentes aristas de una misma mente. El efecto es magnífico.
Entre lo Inconexo de la narración destacan algunas escenas, o quizá habría que decir imágenes, que poseen una potencia descomunal. No voy a destripar nada, pero algunas páginas contienen momentos tan intensos e inusuales que uno no puede más que abandonarse al asombro —y al espanto a veces.
Me la jugaré diciendo que Wormhole habla sobre el espíritu crítico y que llama a la revolución interior que se está perdiendo en pequeñas pantallas luminiscentes. Pero además, me atrevo a dilucidar que Daniel va un poco más allá y nos describe el dolor del proceso creativo, las tripas abiertas que tratan de digerir ideas, conceptos e historias y las convierten en relatos, en cuentos, en novelas. Esa capacidad de amasar todo lo que existe a tu alrededor y darle la forma correcta en un papel blanco —nos centraremos en la escritura, pero esto es válido para cualquier disciplina— es Wormhole. En este sentido, la novela se transmuta en un manual de instrucciones para creadores. Y como buen manual, se requiere volver a él una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…
Una reseña de José Luis Pascual
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