Tras estar una larga temporada en seco ¡Al fin las musas han hablado! Se detuvieron a susurrar a mi oído como siempre hacen; reconozco que no soy yo el que escribe, me limito a realizar un dictado de lo escuchado.
Llegaron en un buen momento, vengo del funeral de mi madre. Creerán sin duda que soy macabro, pero la escritura me resulta terapéutica, en especial si sirve como colofón a una relación por demás larga y difícil. No soy normal, eso lo sé. Nunca he sido de los que cantan loas a su madre pues, aunque reconozco su labor y los sacrificios que hizo para cuidarme, siempre los hube de tener presentes ya que me eran sacados en cara.
− Cómetelo todo, el dinero no crece en los árboles−.
− ¿Ensuciaste de nuevo la ropa? Como no eres tú el que la lava−.
Cuando no se trataba de reclamos directos, eran suspiros resignados ante la pesada carga que yo representaba. El arrastrar de sus pantuflas bastaba para que mi espalda se tensara como un violín a punto de ver rota una de sus cuerdas. Éramos como dos leones viejos sin fuerzas para atacarse y resignados a morir juntos porque no tienen un lugar mejor al que ir. Hasta que llegó la enfermedad.
Al principio, olvidos y confusiones insignificantes, lagunas mentales que le dicen. Avanzamos a conversaciones disparatadas, como estar en un perenne teatro del absurdo. Que si tu padre está sentado en el sofá y no se quiere ir, (cuando hace años que falleció). Que si me han robado la vajilla buena, (cuando hace siglos se vendió).
Una sarta de disparates envolventes como las serpientes que rodean el báculo de Esculapio, pero no para sanar, sino para enloquecer. Confieso que traté de llevarle la corriente, pero la impaciencia me ganaba, día tras día de insania desatada desequilibra al más pintado.
Una de mis pesadillas más recurrentes era abrir los ojos y creer que estaba en la cama acostado con ella. La fetidez de los desechos humanos me envolvía provocándome ganas de vomitar y las sábanas se convertían en lianas con las que debía luchar para salir de esa cama infecta y repulsiva.
No fueron meses sino años bajo esa situación. Al principio las chismosas del barrio venían dizque a visitarla y a saber de su salud, pero podía ver en sus ojos desorbitados cómo comentarían entre ellas su estado deplorable, la hediondez que no había jabón o agua que quitara y cómo parecía que por cierta alquimia parasitaria ella engordara y yo bajara de peso hasta sumirme en un estado cadavérico.
Hubo una ocasión en que las paré en seco. Una de las más atrevidas me reclamó
− No puedes evitá que veamos a tu madre chaval, somos sus amigas y nos necesita (como si hubieran colaborado en algo, ni con un mendrugo de pan)
− Pues les digo que no está en condiciones de recibir visitas y es mi última palabra
− Claro… si… Tú, tan fino y culto que parecías, pero eres un desalmado y un mal hijo ¿De qué te sirve todo lo que has estudiao en tus libros con esa alma podrida? Te vamos a denunciar en la comisaría.
− Adelante, vayan y, por cierto, lo que he ES TU DIA DO en los libros me es mucho más útil que su ignorancia. Buenas tardes.
Fue memorable poder tirarles la puerta en la cara. El acento que notaron en ellas es porque mis padres eran españoles y tras años en un país suramericano que no quiero recordar, me trajeron junto con sus bártulos a su tierra natal. Menos mal que lo hicieron, he de reconocer que la seguridad social española es muy conveniente.
Aunque vivíamos apartados en esta granja, debía procurar no gritar mucho pese a lo frustrante de mi vida con ella. No niego que un “Me cago en la virgen y en Dios” era bastante liberador, pero las brujas esas podían estar al acecho con su espada de Damocles pendiendo sobre mi escuálido cuello. ¿Pensé en matarla? Sí, pero la perspectiva de la cárcel me aterraba aún más, o la posible ironía de que la matara faltándole pocos días para fallecer de muerte natural. ¿Pensé en matarme? También, pero mi proverbial cobardía me lo impidió. Cortarse duele, por más ganas que se tengan. Lo sé porque lo intenté.
En ocasiones me invadía la melancolía. He aquí un torpe intento de poema que hace referencia a esos días:
Parte de mí, Soledad
Tu tiempo ha llegado a su fin
No me lleves a la tumba fétida en donde tú estás
Los lazos se han convertido en grilletes
Las horas pesan, el tiempo muere
Despídete de este lugar, Soledad
Nos hemos convertido en peonzas de un bucle sin final
Mi corazón se ha vuelto un hoyo negro
En donde el perdón no es más
Que una utopía sugerida
Por un soñador de cielos
Ponle fin a la agonía, Soledad
Tus últimos días de existencia
No pueden ser escritos con tinta de demencia
Merecemos más que esto
Compartamos los recuerdos del amor
No de este odio irredento.
Pero la encontré muerta una mañana en que le llevaba el desayuno. Sentí pena, para no dudarlo, mas el alivio también fue inconmensurable, luego descubrí que esta es la última etapa del síndrome del cuidador; no hay nada nuevo bajo el sol, como dice el Eclesiastés. Se preguntarán por qué no hui de una situación tan enfermiza, en parte por sentido del deber y en parte por la cobardía que ya comenté. Un hombre soltero, y a las claras amanerado, en ocasiones busca excusas que le impidan afrontar al mundo por su propio pie.
Busqué durante todo ese tiempo abrirme camino como escritor y logré publicar una que otra cosa. La manutención de ambos corría por cuenta de la pensión de sobreviviente que recibía mi madre. Las musas musitaban de forma un tanto críptica, o yo era incapaz de traducir con palabras los mensajes que recibía, pero… ¡Ahhh! Ahora estaban hablando con una claridad meridiana y no iba a perder la oportunidad que se me presentaba.
¿Les dije que enterré las cenizas de mi madre bajo un limonero? Como era viejo, no me vi tan afectado por las espinas, además me pareció simplemente perfecto. Ácido y espinoso como ella lo había sido. La situación en general me brindó el contexto perfecto para narrar la historia, pero procuré que mi personaje masculino fuera un hombre casado y libre de los tormentos de su mujer.
La escritura se me hizo febril, casi maníaca. Estaba feliz con la calidad de los párrafos que fluían como inspirados por los dioses:
«Alguien tiene que hacer las cosas», respondía; y, haciendo acopio de fuerzas, se entregaba a la fatigosa rutina de las innecesarias tareas que ella misma se obligaba a realizar, día tras día—, a lo largo de interminables y monótonos años.»
Mi personaje y yo éramos lo mismo, me pregunto si el haber enterrado las cenizas de mi madre bajo el limonero me dio la idea sobre el manzano que atormenta a mi personaje o fue al revés. Mi personaje contándome lo que le había pasado y dándome ideas a mí. Solo que las cosas empezaron a tornarse un tanto extrañas.
Verán, a mi personaje le repugnan las manzanas que da el árbol que tanto le recuerda a su esposa muerta. Por pura curiosidad, arranqué unos limones y probé a hacerme un jugo con ellos, el resultado fue repugnante, entre ácido y agrio. No hubo la suficiente cantidad de azúcar para ocultar o borrar ese sabor que ni el dentífrico era capaz de quitar.
En aras de la experimentación, y en analogía a la trama que venía creando, arranqué unas cuantas ramas al árbol y las lancé al fuego del hogar. Sucedió lo mismo que previamente había escrito en el cuento:
«El fuego llevaba poco tiempo encendido y la chimenea humeaba. Había en el salón un olor extraño, casi nauseabundo. Abrió las ventanas y subió la escalera para cambiarse de zapatos. Cuando volvió a bajar, el humo llenaba la habitación y el olor era más intenso que antes. Imposible de definir. Dulzón, extraño. Llamó a la asistenta, que estaba en la cocina (…)»
Juro que lo escribí antes de lanzar las ramas a la chimenea ¡Lo juro! Quizás nadie lea esto y por eso no tengo por qué mentir y si lo hacen tal vez no me crean.
Vale decir que todo siguió desarrollándose en mi vida en paralelo al cuento que ya había escrito, excepto que no cuento con empleados de servicio ni emprendí viaje alguno. Pero por lo demás, el maldito limonero parecía haber tomado un nuevo aire, estaba ahí, tan cargado de limones en las ramas que parecía a punto de romperse por el anormal peso. Como si con eso quisiera compensar su fealdad.
«Era curioso hasta qué punto destacaba aquel árbol. Era un perpetuo recuerdo del hecho de que él…, bueno, que le ahorcaran si sabía decir qué… Un perpetuo recuerdo de todas las cosas que más aborrecía sin llegar a entender cuáles eran»
Probé a hacer una tarta de limón con los frutos del aborrecible árbol. A las viejas crápulas les supo a gloria mientras que a mí su solo olor me era repugnante. No corté el limonero porque ya había escrito el final de la historia:
«Una vez más, volvió a debatirse para librar su pie, maldiciendo y sollozando mientras lo hacía. Era inútil. No podía moverse. Exhausto, apoyó la cabeza en los brazos y lloró. Se iba hundiendo cada vez más profundamente en la nieve, y cuando una ramita suelta rozó, húmeda y fría, sus labios, le pareció que una mano vacilante avanzaba tímidamente hacia él en la oscuridad»
Pese a lo miserable que es mi vida, no quería morir así, por medio de la venganza de mi madre a través del limonero. No así.
Publiqué el cuento y mi vida dio un giro inesperado. Recibí un gran pago por él y un contrato con una casa editorial que garantizaba mi futuro por muchos años. Al fin la diosa fortuna me sonreía, su rueda parecía estar girando hacia arriba después de permanecer por tanto tiempo detenida en el pozo de la desesperación. Al fin, o al menos eso creía.
Luego vino la demanda, mi cuento era una copia exacta del de Daphne Du Maurier titulado «El Manzano». Cada coma, cada letra y cada punto era exactamente igual a las de ese cuento y yo no podía más que farfullar que no entendía cómo eso era posible, jamás había leído nada de esa autora. Es más, ni siquiera la había oído nombrar en mi vida, yo ni siquiera había nacido cuando Alfred Hitchcock versionó el cuento de «Los Pájaros» para el cine… Yo no, pero mi madre sí.
Subí desesperado, con un arrebato fulgurante de ira, a su cuarto. Revolví todo, de arriba abajo, ya sabía de dónde venía la voz que me había susurrado el cuento al oído palabra por palabra. Volaban gavetas, sábanas, hasta que di con un cajón de madera labrada. Lo estrellé contra el suelo y ahí estaba lo que debí saber que estaría: «Los Pájaros Y Otros Relatos». Lo abrí en la primera página sabiendo también lo que leería:
A mi amado hijo Alfredo, para que consiga inspiración y consuelo a través de estas páginas cuando el señor me haya convocado a su seno.
De su madre, Soledad
Endemoniada vieja inmunda, me tendió una trampa. Felicitaciones mamá, arruinaste mi vida con tu vida y con tu muerte. Bajé hecho una furia hacia el limonero, decidido a cortarlo y a desenterrar las cenizas de mi madre para orinarlas, pero mientras destrozaba el árbol también di con el hacha en uno de mis pies, amputándolo. Por más que grito nadie viene y está nevando, la nieve se tiñe de rojo con mi sangre y poco a poco la hipotermia me va calmando. Las cenizas vuelan ya desenterradas y parecen formar una silueta que me llama. Está bien mamá, ya sé que es la hora de tu cena y las sábanas deben estar sucias, dame un minuto e iré para allá.
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Damaris Gassón Pacheco, venezolana, nacida el 16 de diciembre de 1970. Participante Participante en el Taller “Introducción a la Escritura Creativa” dictado por la Escuela de Escritores, junio 2016. Mención de Honor por el Cuento “EMET” en el Concurso Solsticios- Venezuela. Diciembre 2017. 63 cuentos publicados en diversas revistas latinoamericanas como: El Narratorio (Argentina), Penumbria (México), El Callejón de las 11 esquinas (España), Editorial Cthulhu (Perú), entre otras
Podéis encontrar a Damaris en Twitter como:@damarisgasson
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Uffff…mucha calidad en cuatro lecturas, estoy desbordada.
Nota mental: revisar la cómoda de mi madre si las musas me hablan.
Nos enamoramos de este relato inmediatamente. Damaris Gassón demuestra una elegancia literaria inmensa.