Siete minutos y treinta y dos segundos antes de concluir la jornada, a Julio le informaron de que su empresa, Rottox, había sido engullida por otra multinacional por medio de un efectivo juego de acciones. Apenas había terminado de descender a la planta baja, cuando vio a dos operarios quitando el cartel corporativo de tonos ocres y poniendo uno nuevo en el mismo lugar, justo en la robusta entrada de mármol gris del edificio. Ahora se llamaban Dazat, una empresa más enfocada al medio ambiente, pensó, con la chaqueta bajo el brazo soportando los rigores del calor veraniego.
Sin embargo, mientras iba en su coche de vuelta a casa, con la noticia en la radio sobre la constitución, esa mañana, de dos países y el comienzo de una guerra al Oeste de Centroáfrica, Julio se olvidó casi enseguida del nombre de su nueva empresa pues, al fin y al cabo, aquellas variaciones formaban parte de la costumbre. Además, tampoco iba a dar demasiada importancia a un suceso cuya significación estaba exenta de rasgos sentimentales o emotivos. Julio no era un hombre muy sentimental, y odiaba aferrarse a algo que iba cambiando a cada momento, de forma invariable.
De un modo u otro, siempre ocurría lo mismo. Al principio había hecho un tímido esfuerzo por aprenderse las diversas iniciales de las empresas en las que se transformaba su propio trabajo, pero luego, con los años, cuando había comprendido la futilidad de semejante propósito, optó finalmente por dejarse llevar por las circunstancias, o adaptarse a ellas sin resistencia alguna.
—Daz… —murmuró distraído, y pronto se olvidó del asunto.
Cuando llegó a su casa se encontró con que al lado habían construido el esqueleto de una casita de dos plantas. Los albañiles trabajaban con un entusiasmo trepidante: gracias a unas grúas, varias vigas volaban de un lado a otro, igual que algunas cuerdas con poleas y grandes cajas metálicas.
—Vaya.
Despreocupado, Julio entró en el interior del vestíbulo pero, al encender el piloto del sistema central, una voz metálica y neutra le informó de que la Dirección Urbana había expropiado la mitad de su edificio por ser un terreno urbanizable que ahora era parte de una obra pública de grandes repercusiones.
—La madre que…
Parece que, por proceso telemático, había habido un juicio de la Administración en el que una parte, su presumible defensa, encarnada por un programa con su mismo perfil sicológico, e inserto en un sistema virtual casi infalible, había tratado de reprimir la ordenanza como fuese, pero sin duda había fallado en el intento ante las sutiles y veloces armas gubernamentales lanzadas por vía electrónica, de modo que al amanecer se había consumado lo inevitable. Tenía doce horas para permitir el desalojo de la mitad de su edificio; no obstante, en su cuenta ya se había abonado una jugosa transferencia de seis mil eurolares para compensar las molestias ocasionadas.
Julio frunció algo el ceño, contrariado. Tras unas pocas reflexiones de rigor, decidió no atormentarse más de lo oportuno, y tuvo unos minutos escasos para pensar qué haría con ese dinero, y si el Consistorio iba a permitir extender su casa en otra dirección posible. Tragó dos pastillas casi de golpe, y mientras se sentaba para fumarse un turbo-cigarro, encendió su televisión de 90 pulgadas.
Ante la pantalla y mientras echaba algún que otro vistazo a los operarios en el jardín, Julio fue testigo de actos que, a fuerza de repetirse, se habían hecho sumamente comunes o previsibles: la guerra de esa mañana en Asia había concluido de la misma forma brusca con la que había comenzado; por otra parte, las finanzas estaban siendo objeto de una nueva subida gracias al sistema de bonos Orbal, si bien un reputado economista ya avisaba de la inflación subsiguiente para mañana, seguida de un cuadro grave de paro en Europa del Sur. De todos modos, no había por qué preocuparse en exceso, aseguraba la eminencia: al día siguiente, o al otro a lo más tardar, el grueso de aquella población parada sería reabsorbida por el Efecto Sastem de los propios Bonos Orbal, de manera que presumiblemente irían a parar al sector servicios. Esto dejaba campo abierto para una telaraña de especuladores que, como siempre, comenzarían a jugar con sus bolas de cristal maravillosas; cuando ya se hablaba del nuevo satélite que había orbitado en torno a Titán, Julio apagó el aparato con un suave rastro de sueño en sus facciones.
Apenas hizo un amago de cerrar los ojos cuando sonó el timbre de la puerta. Sin demora, fue a mirar por la redonda pantallita de entrada. Sobre su felpudo de bienvenida había un caballero fibroso con nariz ganchuda que llevaba un pequeño paquete bajo el brazo.
—¡Buenos días! Le habla el señor Clavel, representante de la marca de unicelulares orgánicos WxO. Vengo a entregarle su pedido número 342.
El señor Clavel, con su sonrisa esculpida en el látex de su cirugía intravenosa, le estrechó la mano para entregarle el paquete que había comprado dos horas antes a través de una respuesta sónica en una subasta presidida por un computador tan justo como el Rey Salomón. Firmó el papel de recibo y metió dentro su compra. Con manos ansiosas, abrió la caja y sacó su nuevo unicelular, pegándolo con una pequeña ventosa detrás de su oreja.
Ocho minutos después Julio salió al centro, y una vez más le pareció hallarse en el escenario de un decorado en permanentes transformaciones, tanto que ya no recordaba su forma primitiva u originaria: en apenas dos semanas habían cerrado calles y abierto otras, y construían y destruían a una velocidad a la que no estaba ya tan acostumbrado unos meses antes. Se preguntó si no se estaría volviendo viejo para sentir vértigo, como el de un trapecista que ha perdido sus facultades y de pronto advierte la profunda oscuridad que hay debajo de la cuerda.
Se acordó del Teorema de Lombark: “lo que no es producto de una aceleración consumada, acaba por detenerse en un estado vegetativo o se disuelve en la entropía más absoluta”. Bajo los pliegues de aquella proposición, Julio miraba los escaparates mientras el sol se desplazaba ahora de tal forma que casi era posible distinguir su viaje por el cielo, y la proyección de sombras que trasladaba al cemento y los cristales. En una tienda se detuvo algo absorto: acababan de recibir un modelo de tecnología posterior al unicelular que había adquirido. Al parecer, el nuevo modelo incluía un sistema solar único, extraordinario pero, según dedujo Julio con cierta perspicacia, debía haber sido comercializado apenas unas horas antes de que el suyo saliera al mercado con el anuncio de la última innovación tecnológica. Se suponía que cosas así era posible que ocurrieran. Pero estaba decepcionado: el aparato que había comprado se alejaba poco a poco por el agujero sin fondo de lo obsoleto, y mañana sería ya casi una reliquia inservible.
Renovar por alquiler los electrodomésticos, su coche, el sistema de limpieza o el acondicionado, eran aspectos habituales de su vida, elementos comunes que servían a la causa de su estabilidad y sus comodidades. No obstante, algo le escocía dentro de la boca del estómago, como una gota ácida y corrosiva. Que en apenas media hora el nuevo modelo de su unicelular se hubiese vuelto viejo, eso ya le parecía casi desconcertante. Pensó en el dinero gastado. Por eso, para calmar sus frustraciones, llamó con rapidez a su novia de esa semana, quien le dijo que acudiera a su apartamento en doce minutos o no podrían verse hasta la semana siguiente.
Julio se dirigió a casa de Ana, una joven profesora de niños con problemas sicológicos, y allí, tras algunos prolegómenos rituales, entre los cuales dejó constancia del agravio sufrido por el unicelular de la subasta, copuló con ella durante exactamente tres minutos y ocho segundos, su tercer polvo más lento en nueve meses, lo que le hizo suponer que acaso se estuviera volviendo algo reposado en su vida amorosa. Cosas de la madurez, tal vez. La charla post-coito duró apenas un minuto y tres segundos más, durante los cuales se dedicaron caricias furtivas, alguna hermosa frase consoladora ante sus pequeños problemas cotidianos, y un beso formal de despedida romántica. A Julio le hubiera gustado confesarle a Ana algo que había empezado a madurar a solas, pero el germen de aquella idea se desmoronó enseguida ante la urgencia de otras actividades.
Poco más tarde, ya de regreso, observó la casa de su vecino: ya estaban con los últimos retoques y muy posiblemente la habitaran al día siguiente. Pero lo que más le llamó la atención fue comprobar que los agentes públicos estuvieran haciendo de las suyas por detrás de su propia casa. Habían trazado con pintura láser la porción de edificio que quedaría en posesión del ayuntamiento, y casi seccionaban con sus miradas ansiosas el recuadro imaginario. Se acercó hasta la franja expropiada, donde un funcionario de ojos nerviosos le dijo que esa noche se procedería a escindir la parte de aquel edificio que ya no era suya. Le recordaban la conveniencia de retirar enseres y objetos personales y trasladarlos hasta donde considerara oportuno. El ayuntamiento no pagaría daños materiales por un triste olvido o negligencia del antiguo propietario, cláusula 23, párrafo 80.
De modo que, encogido de hombros, se metió en el interior resignado. Le llevó poco retirar cuadros o descartar muebles que, de todas formas iba a adquirir de nuevo con el dinero ingresado. No era demasiado sentimental, y eso siempre ayudaba. Como una hora más tarde, mientras hablaba por teléfono con su hermano menor, sintió un pitido agudo aunque breve; al acercarse hacia al ala sur vio que la mitad de su casa se había esfumado del todo y que, en su lugar, habían colocado un compresivo plástico tenso de color azul.
Esa noche durmió seis minutos y doce segundos, durante los cuales tuvo un extraño sueño en el que flotaba con una lentitud imposible, y donde todo se movía a cámara lenta; las hojas de un árbol se balanceaban con una suavidad sobrecogedora, y el sol había vuelto a quedarse fijo en el cielo celeste. Despertó confuso, como un astronauta que pisa la Tierra después de haber estado mucho tiempo en el espacio exterior. Rápido, fue a la cocina y abrió su nevera de alquiler, cuyo piloto digital le indicaba las horas que tenía para renovarla por otra en perfectas condiciones. Puso en una bandejita un plato recalentado de lomo con una copa de hjub con lima y se sentó en su salón, moviendo las piernas con nerviosismo.
Hacía calor con aquella maldita lona que se hinchaba y deshinchaba como las velas de un barco. El hjub color verdoso de su copa temblaba sobre una de sus rodillas inquietas. Por lo general Julio era muy competente en la ingestión de alimentos. Pero pronto se percató de que ahora estaba masticando con más lentitud de lo habitual, de forma que volvió a engullir como casi siempre, con el cronómetro de su reloj para medirse. Luego se asomó por la ventana: en un lapso durante el que le habían cogido despistado, habían abierto en canal el asfalto de su calle y trabajaban en una oscuridad silenciosa. Vamos, debía pensar más rápido, se dijo, y llamó al servicio teleoperador de compras inmobiliarias, atención las 24 horas.
Tras cinco largos minutos de reflexión escuchando las ofertas disponibles, decidió alquilar una casa en el barrio del oeste; pasado mañana se iría. Mañana era mejor hacer otras cosas; entre otras romper con Ana cuanto antes, ya que en el fondo la relación había llegado a un punto muerto, uno de esos que tanto odiaba desde que era joven. Al amanecer, Julio ya había concluido una multitud de tareas oportunas o útiles: sin duda, era necesario ir al ritmo constante de la vida para no precipitarse nunca en el complejo de los perdedores, los vagos o los distraídos. Los llamaban “koalas”, y ni siquiera deseaba oír hablar de ellos de ninguna forma.
Se montó en su coche, orgulloso por aquel ímpetu. Detrás de sus propiedades, el Consistorio ya estaba manos a la obra en algo desconocido, y la brecha de esa noche en el asfalto se había borrado dejando la huella de una cicatriz reseca y grisácea. Nada que decir, salvo escuchar por su dorpexx las rutinas y el nuevo boletín corporativo de su nueva empresa. Durante su ruta a la oficina, Julio se percató de que, por alguna razón, hoy las cosas iban un poco más rápidas que el día anterior, y que incluso la gente se movía casi a la carrera de un lado para otro. En un parque de paso o en la esquina de una calle, sonreían o lloraban con una rapidez fantasmagórica, e incluso los nuevos modelos de autos se desplazaban a una velocidad muy superior a la suya. Atravesó dos calles nuevas, casi recién asfaltadas, y aparcó en una zona lisa de pavimento amarillo que alguien había inaugurado, según parece, dos horas antes.
En Dazat se encontró con su nuevo jefe, un individuo robusto con grandes cejas castañas y un cuidado bigote rubio. Tras darle la mano con entusiasmo, su superior le comunicó que estaba formalmente despedido como empleado de Rotoxx, pero que tras una gran Junta Telemática de doce segundos, se había decidido absorber al 34 por ciento de la plantilla de la anterior empresa; por fortuna, le aclaró con una mueca cómplice, Julio formaba parte de ese hermoso porcentaje, de forma que su desempleo había durado, con exactitud, la friolera de cuatro segundos y doce décimas. Por alguna misteriosa razón, a Julio le impresionó más el hecho de que su nuevo jefe usara ahora una partición del segundo que las vicisitudes de su reubicación inmediata.
Durante toda su jornada, y tras haber cortado con su antigua novia a través del teléfono de la empresa, escuchó a más compañeros hablar del mismo modo.
—Orden de oferta, en nueve segundos y treinta y nueve décimas —había dicho el gerente, el señor Salieri, un hombrecillo con manchas ocres en su calva.
Sin embargo, parecía existir una buena razón para el uso de aquella nueva fórmula: el segundo era ya un inmenso campo de tiempo durante el que se sucedían sin parar demasiados fenómenos físicos. Así pues, ¿por qué no aprovechar su composición, las unidades en las que estaba dividido? En Dazat, la eficiencia era la premisa clave del futuro a corto plazo, y las nuevas normativas versaban sobre escribir en los portátiles a doscientas treinta palabras por minuto, o hablar rápido y sin demasiadas explicaciones. Por la tarde, Julio se vio en la calle entre el rumor de que una multinacional de origen ignoto estaba pujando por comprar su empresa; de hecho, para algunos, la OPA era una realidad consumada.
Al aire libre, se sintió sofocado por un fuego interior que aceleraba sus vísceras, como una droga. Gracias a ciertas señales circundantes, entre ellas la necesidad de adaptación a su empresa, Julio había trabajado a un ritmo que apenas la semana anterior le hubiera parecido imposible. Ahora, notó que el sol se desplazaba como una luminosa pelota de tenis entre las nubes. Hinchó el pecho y se metió en su coche, corriendo a toda velocidad hasta su casa, o mejor dicho, hasta la mitad de lo que había sido su casa. El Consistorio había levantado una torreta de cemento armado detrás de su propiedad, y el nuevo vecino ya había colocado un cartel de alquiler en una de las ventanas.
—Vaya —le dio tiempo a decir.
Salió de la máquina con una sonrisa tensa, casi atrofiada. Bien, lo estaba haciendo bien, se dijo, y entró en su salón. Luego tiró el unicelular a la basura y compró por receptor inalámbrico el nuevo modelo, que había dejado en pañales al que había visto ayer en el escaparate. Al fin, por hidro-pantalla habló tan rápido con su madre que ésta apenas pudo entender nada de cuanto le decía: Mamáestoybiennomepuedoquejaryaveseltrabajoyestascosasaunquelanocheanteriordormínomuchoperoyasabescomosoyconunapastillayestoylistodeltodoporquelaempresacambióyahorasomosotrosynosdedicamosalcomerciodediamantesyalserviciomediombentalturísticodelasislassintéticasporciertocortéconesachicalaquevistelasemanaantesnolaotraerademasiadoabsorbenteynosoportoesasmujeresquenomedejanrespirarperoenfinlascosassonasíestoybienestáclaroquedeotromodonotelodiríaesperoquetuestéstambiénbien,¿sí? Unbeso.
Definitivamente, estaba eufórico, pero no sabía bien el motivo. Tras cumplir con algunas de sus necesidades fisiológicas más básicas, salió de nuevo al exterior con un traje gris, planchado en una máquina casera de importación hironesa; entonces vio a una vecina de su calle, una señora enjuta que se desplazaba en una silla de ruedas con un potente motor de propulsión; la saludó en silencio, como en una película muda, y se volvió a introducir en su coche; a continuación, buscó por el centro una tienda, habló con la encargada, una joven rubia de ojos azules y traviesos; flirtearon, se fueron a casa de ella, copularon a una velocidad meritoria, y, como era previsible, ella le contó su vida, tan extraordinaria como la de las otras mujeres a las que había conocido; casi sin pausa, se fue a un bar, se tomó dos cervezas, discutió tan rápido con el camarero que enseguida ambos habían olvidado la causa de la refriega, y luego se dirigió al norte.
Allí entró en un ultra-cine, donde se proyectó por líneas sensoriales la nueva revolución: una película de dos horas comprimida en apenas cinco minutos. Al principio las imágenes se sucedían tan rápido que era imposible ensamblar la trama o el argumento, pero los nódulos sensoriales de la proyección, instalados en cablecitos que se enchufaban a las sienes de los espectadores, acababan por enviar una serie de mensajes cifrados con los que, en apenas ocho minutos, o sea, tres minutos y doce segundos después de haber visto la película, el cerebro ya había compuesto la estructura final de la obra; así, los fragmentos se ensamblaban por sí solos, como piezas de un curioso rompecabezas, y uno acababa degustando, al menos durante unos minutos más, la composición definitiva.
Cuando abandonó la sala, observó que la esfera ardiente del sol amenazaba con ocultarse muy deprisa detrás de un edificio, lo que le hizo sentirse incómodo. Ahora en las calles se respiraba un mal ambiente, un desorden pasajero: al parecer, había habido un gran atentado terrorista. Ya dentro de su coche, las noticias de la radio contaban que el gobierno nacional había sido usurpado por una junta de militares que imponían el bladuloiro, un viejo idioma regional, como lengua madre y oficiosa. Por el camino, ya en otras emisoras locales o nacionales sólo se hablaba en esa lengua, pero cuando llegó a la mitad de su casa, que ahora era de color amarillo, en base a las nuevas normativas del último segundo, el golpe de Estado había fracasado y eran de nuevo los federalistas quienes gobernaban.
Salió de la máquina sudoroso, sintiendo que algo iba más deprisa que sus ideas o reflexiones. Sobre el cielo azul, unas nubes se formaban para deshacerse casi enseguida, de forma caprichosa. Luego miró a su alrededor: a lo lejos, un edificio se desmoronó mientras otro nuevo se levantaba prácticamente de golpe; las grúas se movían como juguetes, igual que los albañiles y el resto de operarios. Al fin, bajó la mirada: casi era posible oír el rumor de las aguas públicas bajo las aceras, como una corriente sanguínea turbia sin fin ni sentido alguno.
Y de pronto, apenas sin darse cuenta, se fijó en la rama de un cedro adulto: se balanceaba con una suavidad enigmática, de un lado para otro, con un gorrión agarrado a ella. El pájaro mantenía el equilibrio mientras escrutaba a su alrededor con unos pequeños ojos negros y brillantes; los últimos rayos solares calentaban las hojas, encendiéndolas con un verde profundo, pletórico de vida. Era una imagen casi inmóvil, silenciosa, indescriptible. Igual que en su sueño.
Pero todos los espejismos nos devuelven siempre a una realidad menos grata: pestañeó confuso, y el cedro y el gorrión ya no estaban allí. De hecho, ahora todo iba tan deprisa que ni siquiera tuvo margen para intuir los espacios entre un fenómeno y otro. Y así, él mismo se movía ya como una partícula de neutrones, entre una amalgama de aceros y cristales que reflejaban el arco invisible de un sol absurdo o de una luna que crecía o menguaba en la oscuridad repentina.
Sucesivamente, o estaba enterrando a su madre, o firmaba los papeles de su segundo matrimonio, o vivía en otra ciudad, bastante lejos de aquélla donde había nacido. Sin detenerse en ningún momento, se desplazaba de un lado para otro con muecas fugaces, y su lenguaje verbal era ya una serie de sonidos en clave con los que a menudo sostenía comunicaciones instantáneas:
—Zwanajajajaakikdoekdekdppelchaheocmsnss…
Así hasta que se hizo un silencio casi absoluto.
Entonces, cincuenta y cuatro milésimas de segundo después, cerraron la tapa de su ataúd y lo incineraron.
Relato no nominable al I Premio Yunque de Hefesto
Carlos Pérez Jara (Sevilla, 1977) es un escritor español que ha publicado hasta la fecha en diversas revistas de género fantástico, tanto nacionales como argentinas y cubanas. Ha sido seleccionado en varias ocasiones para antologías como «Calabazas en el trastero» (editorial Saco de Huesos) o «Fabricantes de sueños» (2010-2011; 2011-2012; 2012-2013), organizada por la AEFCT. En 2014 publicó su primera novela «Los viajeros del sarcófago» (editorial Gente Nueva), un relato de terror ambientado en una ciudad imaginaria. En 2015 su cuento de ciencia ficción «Cronolisis» fue traducido al francés en el libro «Lectures D’ Espagne» editado por la Universidad de Poitiers.
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Magnífico
Me ha recordado mucho, aunque aparentemente no tengan tanto que ver, a París en el siglo XX, de Verne, y supongo que la elección del nombre del protagonista me ha empujado todavía más a ello. De cualquier manera me encanta, el ritmo está conseguido magistralmente, para leerlo a la carrera, en mortal crescendo, hasta la llegada de la rama de cedro y el pájaro. Solo quería dejar aquí mi enhorabuena al autor, si esto leyere.
Totalmente de acuerdo, Franky. Es un relato magnífico, vertiginoso y angustioso. No lo había asociado con el París de Verne, pero creo que no has errado. Gracias por tu comentario. Estoy seguro de que Carlos Pérez Jara lo leerá.
Muchas gracias, Franky, por tu comentario. Me alegra que te haya gustado este cuento. Un saludo.
Por un momento pensé que la sensación de ir leyendo cada vez más rápido solo me había pasado a mí; este relato es una visión de la vorágine a la que nos enfrentamos casi a diario, todavía no contamos en facciones de segundo ¿cuánto falta para llegar a eso? Afortunadamente parece que bastante, parece.
Sí, es un relato vertiginoso que nos atrapa y no nos suelta. Esperemos que falte mucho, aunque…