La luz de la lámpara titiló sobre sus cabezas, y un ruido a su espalda hizo que Tomás frenase de golpe.
—Tú…
El aire se le congelaba en la garganta, llenándola de cristalitos. Escuchaba una respiración muy cerca, pegada a sus escápulas, como si aquel soniquete, áspero en sus oídos, agarrase sus extremidades.
Lo primero que movió fueron las pupilas, explorando con ellas cada azulejo. El ruido se volvía más y más intenso a medida que se daba la vuelta, palmo a palmo. Luego su cuello siguió a sus ojos, tirando del resto de su cuerpo.
—Tú…
Y la encontró.
—¿Estás listo?
Tomás suspiró, pensando que tal vez así expulsaría de su cuerpo todo el fango que lo mantenía fijo a la sala de espera. Le escocían los ojos, pero aun así lagrimeó un poco más antes de volverse hacia Benito.
—Vamos.
El guardia civil asintió con la cabeza, giró sobre sus talones y se encaminó a la puerta, mientras Tomás se levantaba del asiento con las extremidades todavía pesadas y caminaba tras sus pasos. Benito le sujetaba la puerta abierta, y tras el umbral lo esperaba una luz fría que impactaba sobre azulejos blancos, como si la sala de autopsias fuera parte de otro edificio y lo hubieran adosado al cuartel sin más. Se sintió sucio allí metido con su camisa de felpa, sus pantalones de pana, su faja desgastada y la boina apretada dentro de su puño. Todo estaba impoluto y olía a productos químicos. Una sucesión de cajones metálicos tapaba por completo la pared del fondo, junto a la cual una mesa, también de acero, sostenía una sucesión de botes y herramientas. No había nada más allí salvo una camilla en el centro, sobre la que reposaba un cuerpo tapado por una sábana blanca.
Violeta.
La puerta se cerró a su espalda y notó la mano de Benito sobre su hombro, pero Tomás no podía centrarse en nada que no fuese aquel bulto bajo la tela. Las manos empezaron a temblarle y de nuevo suspiró para llamar a una calma que no llegaba.
—¿Estás listo? —repitió el guardia civil.
Tomás quiso contestar, pero un tapón de aire se le formó detrás de la lengua. Lo único que fue capaz de hacer fue asentir con la cabeza.
El día que apareció su cuerpo Tomás estaba con Marciano, acordando el precio por herrar a los machos que acababa de traer de Encina.
Fue el propio hijo del herrero quien entró de una carrera atropellada en el taller, gritando.
—¡Padre! ¡El somatén ha encontrado algo en el río! ¡Han…!
El niño enmudeció en cuanto sus ojos hicieron contacto con Tomás. Marciano se quitó el delantal y salió a su paso, mudo. Luego imitó a su criatura y se volvió hacia él con la misma expresión dibujada en su cara, como dos réplicas sacadas de distintos puntos del tiempo.
Las semanas, en su galope, habían reposado unas cosas y alborotado otras, al igual que los caballos levantaban nubes de polvo a la vez que aplastaban la tierra bajo sus cascos. Tomás había pasado por un rosario de noches con una pena distinta en cada cuenta. Nadie había puesto por palabras nada que lo involucrase con Violeta, ya fuera por pudor, por miedo o por respeto al Sabino, pero antes de que ella desapareciera ya se sentía bastante observado.
Y mientras tanto él seguía sin dormir, viendo su silueta entre las sombras cada vez que apagaba la luz de su alcoba. Sus ojos brillantes, abiertos y rojos. Su cuerpo rígido y su voz muda, acusándolo de haberla dejado sola por su cobardía. Llegó a pensar que el demonio subía desde el infierno a visitarlo cada madrugada para burlarse de él. Muchas veces le preguntó qué quería, por qué lo atormentaba, pero aquella figura solo decía una cosa.
—Tú…
Bajaron juntos a la ribera, donde los hombres del somatén habían extendido una red desde una orilla a la otra. Tomás sentía en su pecho los oscuros remolinos que salpicaban la superficie del agua, mientras su cabeza le suplicaba a todo volumen, tan alto que las paredes de su cráneo temblaban, que se fuera de allí, que por favor no lo viera.
Desde la bajada del lavadero sus ojos se detuvieron sobre un corro de gente que rodeaba una figura emborronada, tendida sobre la arena, y allí lo frenaron sus alpargatas, al tiempo que Marciano y su hijo seguían su curso hasta mezclarse con la muchedumbre.
Fue cuestión de segundos que algunas cabezas comenzaran a girarse hacia él.
—Pensé lo mismo que casi todos. Que se había hartado y se había ido.
Le costaba creer que el cuerpo que tenía delante, destapado sobre la camilla, fuera el de ella. La carne se había retraído y estriado. Parte del hueso ya era visible en las muñecas, los tobillos o los pómulos, y de su melena negra ya solo quedaban unas pocas hebras, pegadas a la piel macerada.
Quiso gritar. Sentía el pecho lacerado por granos de arena caliente que arañaban sus entrañas. Pero su cuerpo ya no temblaba y su voz se negaba a retumbar en las paredes.
—Pensé que nos había dejado allí al Sabino y a mí para que nos odiásemos y nos peleásemos, harta de esperar —siguió, con su mente flotando lejos del cuartel—. Que nos abandonaba para aguardar hasta que nos comiera la vergüenza. Me la imaginé en la capital, sirviendo en casa de un señorito, paseando por la calle de Alcalá del brazo de un mozo que diera menos problemas mientras se le hinchaba la barriga. Que cada noche se acordaría de nosotros y se reiría, aliviada por haberse largado. Y mientras tanto…
Su voz se quebró. Benito lo miraba desde el otro lado de la mesa, con las manos a la espalda y los labios apretados. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Solo estuvieron allí de pie, delante de lo que quedaba de Violeta.
—El Sabino lo sabía —dijo al fin, incapaz de contenerse más—. Nunca dijimos nada, pero él lo sabía.
—¿Qué pasó el último día? —habló Benito, sin variar su postura.
Tomás calló, mirando a Violeta. Se imaginó en silencio cómo su conciencia se había refugiado dentro de ella, escondida para hacerse lo más pequeña posible mientras se abría aquel agujero en su cabeza. La sangre había escapado por la herida, caliente y densa, antes de que su corazón se detuviera del todo y esta empezara a coagularse. Sus ojos habían tenido tiempo para atrapar un instante de sorpresa antes de velarse para siempre. Y aquel último resto, escondido entre sus tripas, había comenzado a trepar por las venas rotas, luchando por llegar al exterior para no pudrirse junto con el resto de su carne.
Sus hombros se agitaron una vez más, conteniendo un sollozo.
—Era el día que nos íbamos a ir del pueblo.
Las mujeres rodearon a Violeta a la salida de la iglesia.
—El Sabino te anda buscando —le dijo una de ellas, casi temblando—. Y llevaba una cámara de fotos.
—¡Sí, nunca había visto una! ¡Es enorme!
Pero Violeta no estaba emocionada. Sabía que Tomás la esperaba detrás de la ermita, cerca del apeadero de las vías del tren. Durante toda la tarde anterior no habían hablado de otra cosa. Ella iría a la misa con el Sabino, y cuando salieran y él se fuera con los otros hombres a sacar a la Virgen, se marcharía por el patio de la sacristía y desaparecería. Esa misma mañana, antes de que dejara su alcoba, Violeta besó a Tomás y le dijo que no se preocupara, que pronto estarían juntos paseando por Madrid.
—Me muero por que llegue ese momento —respondió Tomás, viendo cómo su melena negra se agitaba en su camino a la puerta.
Violeta se giró y le sonrió.
—Venga, me voy a misa antes de que el Sabino se ponga nervioso.
Pero el Sabino no había ido a la iglesia, por primera vez en treinta años.
Tomás esperó, dejando pasar el tren de mediodía y el de la tarde. Aguardó pegado a la pared de la ermita hasta que la luz del sol desapareció del cielo. Hasta que su cabeza terminó de explicarle que Violeta no iría con él.
Dejó sus cosas en casa y se fue al bar, vacío de sensaciones salvo por un escozor que no se iba. Escozor que pensaba apagar con una botella de orujo.
—El Sabino estaba allí, bebiendo. Llevaba la cámara de fotos que le habían dejado y gritaba cada dos por tres que su mujer lo había abandonado. Todavía recuerdo cómo me miraba con los ojos rojos como un demonio. Echándome la culpa, pero sin decir nada.
Benito tapó el cuerpo con la sábana.
—La disparó en la cabeza —murmuró, al tiempo que dirigía sus pasos hacia Tomás—. La pistola aún seguía en su casa. La ató a unas rocas y la tiró al río. Lo ha confesado todo esta tarde.
—Así que volvió con él…
No pudo evitar romper a llorar, igual que las palabras se le deshacían en la boca. Sintió la mano del guardia civil una vez más sobre su hombro, tratando de serenarlo, pero no pudo frenar el llanto. Aguardaron así hasta que él se quedó sin lágrimas que derramar, y Benito rompió el silencio.
—Salgamos de aquí, amigo. Ni siquiera debería haberte traído, pero creía que tenías que saberlo.
—Muchas gracias, de verdad, Benito.
Caminaron hacia la puerta, arrancando golpes secos a las baldosas con sus zapatos. La luz vibró una vez más sobre sus cabezas, haciendo que Tomás frenase. Benito ya había llegado a la puerta, pero estaba inmóvil, congelado.
—Tú…
La respiración se le congeló en la garganta mientras algo arañaba sus oídos. Dio media vuelta y la vio, de pie junto a la camilla vacía.
—Violeta…
Ya no era una sombra de ojos rojos. Su piel era blanca como su camisón y su melena negra se agitaba tan alborotada como la recordaba. Tomás sintió el impulso de arrodillarse ante ella, pero ya no era capaz de moverse. Reconocía en ella las trazas de la figura del mismo diablo que lo atormentaba cada noche, anunciando que ya nunca se iría de su lado.
—Tú no pudiste evitarlo.
—Violeta… —repitió, con un hilo de voz.
El cuerpo de Tomás se derrumbó sobre las baldosas de la morgue. Su conciencia se arrebujó en lo más profundo de sus entrañas, despegándose de sus tejidos para hacerse muy pequeñita. Antes de que todo se volviera oscuro pudo oír la voz de Benito y sus pasos alejándose de la puerta. Y desde las alturas, brillantes, abiertos y rojos, los ojos de la figura sobresalían en medio de la negrura.
Mirándolo.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Soy David Oritz, casi por accidente, pero esa es una historia para otro día. Soy de Valladolid, estudié Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras y empecé a escribir en el instituto, transcribiendo partidas de rol que jugaba con mis amigos. Mis pasos me llevaron lejos de la literatura, de mi formación y de mi tierra durante un par de años, pero siempre acabamos volviendo donde creemos que está nuestro hogar, así que estoy de vuelta a mis teclas.
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