Hay una pequeña máscara goblin perdida en el tiempo.
Fue forjada cuando el mundo era más blando y maleable. Cuando el sol quemaba y la luna era un ojo sobre un manto alquitranado, la arena sedosa y el agua pegajosa como líquido amniótico.
Fue forjada en un mundo cincelado toscamente, lleno de trolls sombríos, hadas pelágicas rondando los océanos y gigantes comiendo corteza de árbol.
Una cosa pequeña y emética se arrastraba entre barrizales hediondos y montañas de escoria. Como era pequeño y, sin duda, era despreciable, forjó algo pequeño y despreciable. Una máscara de un rojo desgastado como los eccemas en la piel moribunda, plana como su rostro contrahecho, tres sencillas aberturas para la nariz ganchuda y los ojos saltones. Algo pequeño, manchado del odio preternatural que te da nacer sin nada bello, sin nada brillante en un mundo de dioses.
Aquella criatura vomitó esa maldad primitiva que parasita la inseguridad y la mala fortuna y se la colocó. Y el mundo se volvió más duro, más filoso y desconfiado. Las cosas que poblaban el mundo primigenio huyeron a las tinieblas de la existencia, a los recovecos de la mente.
De lo que ocurrió, de la sangre que se derramó y las mentiras que tronaron, ni el mundo recuerda ya.
Tan solo una pequeña máscara goblin rodando, solitaria y manchada.
Una esclava romana, hija de panadero y prostituida desde los seis años, se la colocó en su rostro infantil, brotando en ella las ideas. Al decimocuarto cadáver entre los libertos encontraron a la cría, sangre en sus manos y una tripa caliente bajando por su esófago cual anguila aceitosa bajo una roja máscara.
Le dieron muerte allí mismo, pues aquellos ojos eran algo huido del Hades.
Eso creían, eso decían.
Un juglar acondroplásico la encontró donde cagaban los cerdos, en los establos cercanos al castillo señorial. El medievo era duro con los suyos y, al ponerse la máscara en una actuación, pensó que era una injusticia tan gloriosa que merecía ser compartida por cuantos pudieran saborearla.
Un par de días después lo encontraron desnudo y manchado de excreciones, el cuchillo aún lleno de sangre azul. Lo apuñalaron allí mismo, sin prestarle mayor atención a las risas enfebrecidas y a su pequeña máscara rojiza.
Y continuó la pequeña máscara goblin rodando colina abajo en el tiempo, esperando el obsídeo fin de los tiempos.
Todo toma un giro cuando un niño pequeño pretende cogerla entre dos cubas de basura. La roza con sus dedos rechonchos antes de que su madre lo aleje de un tirón, asqueada. Aquel ignoto material antediluviano no toca el rostro del infante, pero el mero tacto momentáneo revela puertas atrancadas en la psique del niño.
Esa misma noche, de luna menguante y llorosa, el padre encuentra a su primogénito con la yugular de su esposa entre los dientes y sangre caliente en el gaznate. Ojos perdidos lo observan con una inocencia inesperada.
Lo aparta con un golpe de la lámpara que yacía sobre la mesilla de noche. El niño tropieza y cae de la cama al ventanal abierto. Baja los seis pisos en dos parpadeos sin emitir sonido alguno. Golpea el suelo con un crujido húmedo y, cuando su padre mira, tiene el ensangrentado pelo apelmazado sobre el rostro, casi como una máscara.
El hombre, destrozado y mudo, se sienta junto al cadáver aún palpitante de su mujer.
Cuando el sol matinal le araña la mirada seca, decide levantarse y, en su propio salón, aparta la alfombra y comienza a dibujar con tiza en el suelo desnudo. Su mente queda aclarada mientras bloquea el trauma. Piensa en su logia de hechiceros y en toda la gente que aún recuerda algunos de los secretos de la existencia. Y coloca símbolos cuneiformes a distancias regulares y círculos concéntricos. Dibuja sobre ellos una estrella de nueve puntas para cerrar aquel ritual arcano.
Se coloca en el centro y permite que su interior pase al exterior y, entre la sangre, las tripas y los gritos de pesadilla, llega a La Oscuridad Total.
Un estado de la mente, una faceta del alma, un lugar físico.
La Oscuridad Total.
Allí algo terrible mora, algo que surge de los pliegues del destino para mostrarse ante el hombre. El hechicero exige y el ser desmiembra su alma.
Y luego obedece.
Entre sus zarpas de incontables dedos, en un reflejo de puras sombras danzantes en la bruma, hace aparecer una pequeña máscara goblin. En aquel lugar fuera del todo, en el corazón de la más incomparable nada, la máscara centellea con un millar de espíritus escarlatas cargados de odio y envidias acomplejadas. Cumpliendo su parte del trato, el dios impío permite al hechicero contemplar cómo la deshace como azúcar ante una lluvia fina y constante. Después, el alma inmortal del hechicero se retuerce en el incomprensible vacío entre las estrellas al tiempo que la deidad desaparece en su palacio de simple inexistencia.
La máscara queda hecha polvo, flotando en el oscuro y acuoso espacio de la mente. En ese rincón espera a que alguien sea consumido por la ira que rompe, por la envida que hace saltar lágrimas.
Todo para que, en un parpadeo peregrino, puedas verla.
Igual que un fantasma en el rabillo del ojo se muestra. Algo rojo y expectante, listo para dar un suave empujón, para alimentarse, para arrastrarse al rojo que todo lo quema y lo corrompe.
Una carcajada goblin se escucha a veces, como un eco de otro tiempo, justo antes de la crueldad.
Nominable al III Premio Yunque Literario
Mi nombre es Carlos y soy escritor, director y guionista. Tengo formación como realizador de audiovisuales y espectáculos por mis estudios en el IES Néstor Almendros, en Sevilla. Mis escritos se han publicado tanto de manera independiente como con editoriales, en el ámbito nacional e internacional. Tengo tres novelas (Salvación Condenada, Peregrinos de Kataik y Ceniza en las venas). También soy redactor en Dentro del Monolito.
Su instagram: Carlos Ruiz Santiago (@darko06) • Fotos y videos de Instagram
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Estremecedor.
De lo mejor que leí esta temporada.