No recuerdo cuándo empezaron las burlas. Desde que tuve memoria fui el hazmerreír del colegio. Tomé el paso al instituto como una oportunidad para terminar con aquella pesadilla. Allí nadie me conocía. Nadie sabía de mis motes ni de mis episodios más vergonzosos. Pero desde el primer día advertí miradas y cuchicheos hostiles. No era mi ropa ni mi forma de hablar, pero algo me convertía en una presa fácil. El apestado al que los demás debían martirizar para reafirmarse. “El retardado”.
Intenté defenderme, claro, pero no sabía pelear. Cada golpe y cada derrota hacían que mi cabeza se inclinase un poco más al salir de casa. Llegó un momento en el que mis ojos no se despegaban del suelo al caminar y por eso, por no levantar la mirada, no los vi aquella mañana. Eran más de una docena y me esperaban a mitad de camino. No tenía dónde ir. No tenía a dónde huir. Corriese hacia dónde corriese, me atraparían. Aun así, lo intenté. Mi corazón comenzó a latir con fuerza y a bombear sangre a unas piernas que se movían como nunca lo habían hecho. Ellos me seguían de cerca, reían. Debían haberlo planeado así pues comenzaron a sacar piedras de sus mochilas y a lanzármelas una a una. Noté los impactos. Algunos leves. Otros directos y dolorosos. Intenté ir más rápido hasta que las náuseas hicieron acto de presencia. Seguían chillando y riendo, iban a atraparme y a darme la mayor paliza de mi vida. Entonces vi lo que podría ser mi salvación. Un tren de mercancías se movía por las vías auxiliares que cruzaban la parte vieja del barrio. Las arcadas no me derrotaron. Apreté los dientes y seguí en dirección a la sirena y las luces intermitentes que advertían del peligro. Ya no los oía. El miedo había desaparecido. Las mujeres que salían del mercado intentaban que me detuviese. No lo hice. Giré la cabeza, necesitaba saber a qué distancia estaban mis perseguidores para calcular de cuánto tiempo dispondría para ponerme a salvo y entonces, cuando comprendí que ya no me seguían y que les había vencido, tropecé.
Amputación traumática del brazo. Un adolescente, jugando con sus compañeros, cayó junto a las vías del tren y una rueda seccionó su brazo derecho por encima del codo. Eso fue lo que entendieron las mujeres del mercado, lo que recogió la policía en su atestado y lo que publicaron los periódicos que me tacharon de imprudente y ensalzaron el heroísmo de una vendedora de rosas que me salvó la vida haciéndome un torniquete con un jirón de su falda.
Has tenido mucha suerte, me dijo el médico cuando desperté. No sólo por lo cerca que había estado de la muerte, también por el hecho de que gracias al cariño que le tenían a mi madre, limpiadora de ese hospital, había sido seleccionado para ser sometido a una intervención innovadora. Iban a insertarme un brazo artificial. Serás como los superhéroes de los cómics, me dijo. Serás famoso, pero necesitamos que tengas paciencia y seas valiente.
Fui sometido a dos intervenciones. Tras la primera, salí del quirófano con un nuevo miembro de acero azulado. Un trozo de metal inútil que no respondía a mis impulsos.
Para la segunda no me durmieron. No sé cuántas horas duró, pero fueron demasiadas. Los médicos entraban y salían continuamente. Se pasaban el testigo como en una carrera de relevos y yo sólo podía ver sus pies. Me tuvieron despierto boca abajo, necesitaban comprobar continuamente las respuestas de mi cerebro ante los distintos estímulos a que era sometido. Tampoco sentí dolor mientras hurgaban en mi nuca. Experimenté sin embargo, aunque sus voces me acompañaran, soledad y miedo. Pero nadie dijo que convertirse en un superhéroe fuese fácil.
Tras las pruebas pertinentes, dictaminaron que el experimento (ya no lo llamaban intervención) había sido un éxito. Y pasaron los meses. Comencé la rehabilitación y cuando logré controlar las señales que el implante de mi cerebro enviaba a mi nuevo miembro, me convertí en una celebridad. Los periodistas se agolpaban en la sala de conferencias del hospital. Reporteros de todo el planeta querían hablar conmigo. Mi madre y yo salíamos en periódicos y cadenas de televisión. Ya no era un imprudente, ni era “el retardado”, era el futuro. Era el símbolo de un futuro mejor.
Poco a poco me fui acostumbrando a la nueva situación. Practicaba constantemente. Jugaba con esa mano acerada que ya sentía como mía. Aplastaba cosas para medir mis fuerzas e imaginaba que disparaba rayos láser por los dedos. Todos en el hospital me llamaban por mi nombre y me apreciaban. Todos publicaban fotos conmigo en redes sociales y todos querían estar cerca. Había pasado casi un año desde el “accidente” y apenas recordaba mi vida anterior hasta que decidieron darme una fiesta sorpresa. Una de aniversario-despedida a la que invitaron a mis compañeros de instituto.
Allí estaban todos, sonrientes y bien vestidos. Todos bromeaban y me abrazaban como si siempre me hubiesen adorado. Coreaban mi nombre y no se apartaban de mí en ningún momento. Incluso algunas chicas me besaron cerca de los labios.
– Estarás deseando volver a casa ¿verdad?
A mi regreso, una pancarta con mi nombre rodeaba la valla del instituto. Me habían reservado un sitio junto a la ventana. Los primeros meses, todos los profesores me prestaban atención y reían amistosamente cuando me hacían alguna pregunta que no sabía responder. Nunca estaba solo en el patio y mis compañeros me acompañaban a casa a la salida. Pero eso ocurrió en los primeros meses.
Después, las sonrisas se tornaron en muecas de condescendencia. En el patio me fueron abandonando y las burlas regresaron. El retardado se convirtió en “el hojalata”. Lo acepté como quien despierta de un sueño maravilloso y, pasados unos minutos, comprende que no tiene más remedio que volver a su realidad. Ocuparon mi mesa y volví a la última fila. Poco a poco, broma a broma, volví a apretar los dientes y bajar la mirada. Olvidé que había conseguido ser alguien fabuloso… Hasta hoy:
Me estaban esperando otra vez, pero no cerca de las vías. Esta vez no escaparía. El impacto de una piedra me hizo elevar la vista y advertir que estaba rodeado. Reían, gritaban y apostaban a que podrían desmontar mi brazo de “hojalata”. Empezaron los empujones y los escupitajos. Alguien me sujetó del cuello con su antebrazo y me retorció el codo izquierdo contra mi propia espalda. Otros dos agarraron mi implante y comenzaron a tirar. Al principio no sentí dolor, pero el pánico se apoderó de mí cuando imaginé que la carne se desprendía del acero. Chillé, me sacudí desesperadamente hasta que, girando el tronco con brusquedad, logré soltarme y aprovechando la inercia, volví hacia mi derecha y golpeé a uno de ellos con el dorso de mi mano artificial.
Cayó a plomo. La cabeza le sangraba y se hizo el silencio hasta que una de las chicas que observaban, unos metros por detrás, comenzó a llamarme asesino. Aquella voz se multiplicó en docena. Otra vez gritaban. Otra vez me odiaban. Arremetí contra quienes pude con aquella arma que ellos me habían dado y que ahora querían quitarme. Me convertí en el monstruo que decían que era. Sentí la necesidad de purgar tantos años de dolor y herí a cuantos pude, pero no fue suficiente. Me fallaron las fuerzas. El brazo izquierdo sólo me servía para sujetar y, mientras pegaba a uno los demás me apaleaban con todo lo que encontraban.
El sonido de las sirenas de policía puso el punto final a la batalla. Todos corrimos. Todos menos el que yacía con la cabeza abierta. No he vuelto a casa, sé que irán a detenerme. Tampoco volveré al instituto. No hasta que pueda acabar con todos y cada uno de ellos. No soy ese Superhéroe que me dijo el doctor cuando desperté en el hospital. No uno completo. Pero eso va a cambiar. Ya viene el tren, puedo oírlo. Me tumbaré junto a las vías, cerraré los ojos y extenderé mi otro brazo. Nunca más volveré a ser derrotado.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Soy un apátrida cultural.
Un paranoico orwelliano confeso.
Un hombre de mediana edad sin raíces y sin futuro.
Un ser huraño permanentemente cabreado.
Disculpen que no muestre mi rostro. No quiero que reconozcan mi mirada de odio.
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