«Nadie puede ser sensato con el estómago vacío»
Mary Ann Evans
—Todas llegáis aquí con un ojo morado —dice el querubín.
Es una criatura rechoncha, de piel dorada, con el pelo negro ensortijado enredado en sus orejas. Adorable. Su rostro queda a la altura de mi coño, ese que según Antonio tantos problemas me está dando. El querubín se contonea por el pasillo, unos pasos delante de mí. Las dos pequeñas alas negras se amustian en su espalda, como si se hubieran podrido. Está desnudo, como todos los querubines. La ausencia de genitales me ha perturbado cuando ha abierto la puerta, ahora casi prefiero que se muestre así ante mí. No tengo el cuerpo para ver más pollas.
Camino por el pasillo, un par de pasos detrás del querubín. A cada paso que doy mis zapatos de tacón, esos que Antonio me regaló por mi cumpleaños, se hunden en el suelo enfangado con un desagradable chof chof chof. Las paredes rezuman un líquido denso, blancuzco, que hiede como la primera vez que mi madre vomitó en la habitación del hospital. Que las luces del techo no sean más que muescas amarillentas es una bendición. No quiero ver más de lo que debo. Ya me advirtieron las chicas que visitar a la Matrona no sería agradable, pero no me quedan muchas más opciones. Como ha canturreado el querubín, con esa voz que parece que se haya tragado una flauta dulce, aquí todas venimos con los ojos hinchados, y no solo de llorar.
—Tendrás que esperar aquí —dice el querubín.
Hemos llegado a una sala de paredes negras, viscosas, con rostros que se debaten tras el papel pintado y un murmullo continuo que parece brotar de los cimientos. En la sala solo hay dos sillas, y en una de ellas se sienta una chica joven, delgada, con un vestido de flores, que sostiene un pañuelito contra su nariz. Está sangrando. Quiero acercarme a ella y decirle algo. No lo hago. El pequeño angelito sin genitales tironea de mis pantalones y me lleva hasta la otra silla, enfrente de la chica. Nos separa un océano negro, viscoso, de dolor, de impotencia, de olvido. Ella ni siquiera levanta la mirada. Gimotea. Murmura en voz baja. Cuando el pañuelo de papel, blanco, se cubre de color rojo brillante, lo deja caer al suelo, entre sus piernas, y busca otro en su bolso. Hay una montañita de papeles entre sus piernas. Rojos, brillantes.
—¡Tu turno! —grita el querubín.
Del sobresalto casi me meo encima. Transitar por las Casas de la Locura me tiene en vilo. Quiero preguntarle a esa pequeña cosita juguetona si no debería esperar a que entrara ella, la chica que sangra, pero él ya tironea de mí, me arrastra hacia otro pasillo, hacia la puerta abierta, dentada, que temo que nos mastique, que nos devore antes de poder hablar con la Matrona.
Nada de eso ocurre. La Matrona nos espera en su cuarto. No sé cómo me la había imaginado, pero no es así. Debe pesar dos toneladas. Su cuerpo se desparrama por todo el cuarto. Yace desnuda en el suelo como la maja que es. Y sonríe con una boca enorme, entreabierta, que muestra encías sonrosadas sin atisbo de diente alguno.
—¿Has comido? —dice.
Su voz se desprende de su garganta como un alud de fondo. La Matrona se pasa la lengua, gruesa y negra, por las encías, y se rasca sin pudor uno de sus pechos desproporcionados.
—No —digo—. Todavía no.
Ella gira la cabeza y busca el reloj de la pared, uno de esos cacharros de madera con cuco que te sobresalta cuando menos lo espera tu marido.
—Ya es hora de comer, niña —dice.
Yo asiento. Quiero contarle que precisamente estaba empezando a hacer la comida cuando Antonio me ha dado el bofetón. Que no ha sido el primero, claro, y que si estoy hoy aquí es porque quiero que sea el último. Que podía haber pensado las cosas, como siempre dice Antonio, y haberme tragado esa torta. Lo he hecho otras veces. O haber llamado a la policía. Sé que había respuestas más lógicas a lo que ha ocurrido, o quizá solo más sensatas. Más obedientes. No abro la boca porque sé que ella ya sabe todo esto. Es la Matrona y esta es una de las Casas de la Locura. Ella sabe todo lo que nos pasa y se preocupa por nosotras. A su manera, pero se preocupa.
La Matrona se incorpora como puede. Mover todo ese cuerpo es un ejercicio de voluntad. Intuyo los músculos bajo toda esa grasa, intuyo odio y malevolencia. Verla en movimiento es como contemplar a una sirena del tamaño de una ballena tratando de salir de un acuario lleno de aceite.
—Así que quieres que vaya por allí, niña, y hable con él —dice.
Que te lo comas, pienso. Nada de eufemismos, quiero que te lo comas. Que las chicas me han hablado de ello. Te desparramas a través de las paredes de nuestra casa, reptas hasta él y te lo comes vivo. Ni un mordisco, claro, por eso careces de dientes. Los sorbes como si fueran fideos en una sopa aguada. Los devoras a lametones.
—Sí —digo.
Cuánto cuesta esa sílaba, dos letras de mierda. Cuánto cuesta aceptar que tu vida se ha descuajaringado porque un cabrón mal educado se solivianta con cualquier excusa que le permita golpearte. Porque no han sido días. Han transcurrido años hasta que he logrado venir hasta aquí, hasta que he aceptado que necesitaba la ayuda. Hasta que he abrazado la locura. Todas esas llamadas desconsoladas a mi madre para recibir un ya pasará, un es normal, un te acostumbras. Todas esas noches con las luces apagadas, tumbada en mi lado de la cama, deseando que el partido acabara como debía. Cuánto tópico, cuánta mierda.
—Vamos allá entonces —dice la Matrona.
Y se marcha bamboleándose como una ciudad bombardeada. Me deja allí con el querubín, adorable cosita que sonríe y mueve su culo desnudo hacia mí y me pide que lo acompañe. La Matrona se encajona en el pasillo, algunos pasos por delante de nosotros, y se desparrama de nuevo al llegar a la salita. La chica que esperaba ha dejado de sangrar, y nos mira con ojos en blanco.
—Asumimos que lo hemos perdido —le dice la Matrona a la chica al deslizarse a su lado—. Mira el lado bueno, has dejado de sangrar.
Dejamos la sala atrás y nos internamos en ese pasillo fangoso y mal iluminado. El angelito se ha quedado en la sala y yo camino tras la Matrona en silencio, contemplándola. Es un ancla de salvación y una promesa de muerte. Ella gira la cabeza como si fuera una lechuza, me mira.
—¿Quieres verlo, niña?
—No —respondo si pensar.
No, no quiero ver lo que vaya a ocurrir. Solo quiero volver a casa cuando todo haya terminado. Quiero estar segura de que esto no es una demencia absurda, que no estoy con la cabeza partida tirada en la cocina mientras ese cabrón llama a la policía y abre la ventana para tirarse al vacío.
—¿Cuándo podré volver a casa? —pregunto.
—Dame unas horas, cariño. Vuelve esta noche, a la hora de cenar.
La Matrona abre la puerta y se desparrama bajo la luz del sol. Su cuerpo se desvanece sobre la acera, se pierde en la boca del alcantarillado, en el arcén, bajo los vehículos aparcados. Yo me quedo en el pasillo un instante, y salgo a la calle, al día, casi de un salto. Cuando me vuelvo, la puerta, la casa, ya no está allí, solo una verja cerrada, una enredadera negra atrapada entre el metal y el ladrillo. Oigo el claxon de un camión en el cruce. Camino hasta el final de la calle. Cruzo a la otra acera y me siento en un banco. Y espero.
Si algo he tenido todo este tiempo es paciencia.
Relato nominable al I Premio Yunque Literario.
Santiago Eximeno (Madrid, 1973) ha publicado novelas como *Carne y Hueso* (El Transbordador, 2021) o *Lancolía* (Dilatando Mentes, 2022) y libros de relatos como *Umbría *(Dilatando Mentes, 2021), además de numerosos relatos y microrrelatos en diferentes antologías y revistas. En todos sus textos hay algo horrible y algo maravilloso. Su obra ha sido traducida, entre otros, al inglés, francés, búlgaro y japonés.
En la red vive en http://www.eximeno.com y en
Twitter @SantiagoEximeno.
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Buenas noches
He visto en Twitter el vínculo a este cuento. Me ha gustado mucho. Muy bien descrito el ambiente sórdido y amargo.
Un saludo.
Juan.