Un cuchillo pequeño había sido clavado hasta el mango en la tierra húmeda delante de la mansión encantada. Lo que se veía del filo, entre la gravilla y las malas hierbas, parecía estar recubierto de sangre seca; pero una mirada más atenta —y menos asustada— se percataría de que sólo era el óxido del acero, tan usual bajo la intemperie lluviosa de la primavera conquense.
Porque yo no estaba asustada. Al menos mientras esos cuervos siguieran posados en los árboles raquíticos. Ellos aseguraban que no había peligro, lo recordaba de la instrucción: «Si hay animales por la zona…»
Y allí iban los cuervos, volando hacia la niebla del camino; sus graznidos se perdieron como el remedo de compostura que intentaba buscar en los muchos trastos de mi bolso.
—Joder…—musité.
Mientras cogía el espectrómetro —el que me estaba deformando el lápiz de labios rosa,— oía la voz severa de mi padre:
«Caterina, no seas necia».
La única descendiente de cazadores de la familia Lucerna sin ningún tipo de don sobrenatural. «Ésa soy yo» me dije con sarcasmo.
El dinero de mi padre y sus contactos me habrían permitido llevar una vida plácida en algún secretariado de esos de nombre rimbombante y bolsillo hambriento; tan sólo hubiera tenido que trabajar poco y disfrutar mucho. Pero no, yo tenía que demostrar que era como mis primos los prescientes, como mis hermanos kinéticos que murieron como héroes, o como mi padre, el sangre pura, el fundador del CNIS (Centro Nacional de Investigación Sobrenatural) cuando la Revelación amenazó los cimientos de la existencia. No tengo nada para compararme con ellos. Padre, en cuanto me ve, me lo recuerda.
Y yo, por puro despecho, tenía que hacerme agente de campo.
Ningún cuervo regresaba. La niebla empezó a empaparme el abrigo… y peligraba la estabilidad de mi pelo.
***
Mientras dejaba al espectrómetro hacer su trabajo, repasé mentalmente el informe que me dieron en la central.
«Mansión Beloscura, Belleza por antaño, oscuridad por hogaño» como decía la rima infantil de los pueblos próximos.
Dos muertos en el siglo XIX: María de las Nieves Beltranos, casada con su primo, Jorge Armando Beltranos: una relación sanísima. No se sabe quién mató a quién; ambos cadáveres llevaban pistolas de duelo en sus manos y balas en sus corazones. No tuvieron hijos, pero se decía en los romances de ciego que robaban los retoños de su servidumbre.
¿Por qué el CNIS se preocuparía de un caso tan antiguo? No se preocupaba: fui yo quien solicitó venir cuando desapareció un chico de trece años a unos kilómetros de la mansión.
«Es un caso prosaico, déjaselo a las autoridades locales —me dijo mi superior, un capullo profesional—. No te manches tus zapatos de tacón ni tu falda elegante y, sobre todo, no pierdas el ritmo del papeleo».
Pedí mi astra reglamentaria. Me fui antes de que avisara a mi padre.
El espectrómetro se iluminó: su pantalla parpadeaba llena de ondas anómalas.
***
Silencié la alarma, conecté los auriculares. Caminé a duras penas —me negué a cambiarme los zapatos de tacón y mi falda a juego. Mirando al suelo y escuchando el espectrómetro, no me concentré en ninguna de ambas tareas, y tropecé con el cuchillo oxidado; el filo de sierra desgarró la punta de mi zapato izquierdo, su color crema se despellejó y se pintó de óxido. El mango quedó liberado en el suelo por la fuerza de mi patada. No terminé mi maldición: en la parte plana había algo escrito en un rojo más oscuro.
Eso sí que era sangre seca. Y reciente.
Cogí el cuchillo ignorando todos los procedimientos y leí lo que ponía. Estaba en castellano, aunque no tenía mucho sentido.
Decía así:
Dios no escucha la Flauta.
El Flautista hace lo que le place.
Iba a volver a mi Fiat y consultar en el ordenador la base de datos —no me sonaban de mis estudios entes flautistas, aunque no creí que fueran absurdos tras la Revelación— pero, en ese momento, oí un grito en el interior del inmueble.
Un grito sentido por mis oídos naturales. Esos carentes de poder alguno.
Me guardé el cuchillo en el bolso, cogí la astra como pude. Amartillé el riel de la pistola anti-entes con los dedos que el espectrómetro me dejaba libres. Me dejé el zapato izquierdo en el barro del camino, el otro lo lancé hacia unos arbustos. Escuché el desgarro de mi falda al forzarla con las piernas. La gravilla dolía a través de mis medias rotas. Llegué a la puerta, me quité los mechones apelmazados que me estorbaban y pegué la oreja en la tabla a medio pudrir: oí voces de personas.
Con el auricular pude escucharlo mejor:
—…Lo juraste —dijo una voz de mujer—, juraste que al séptimo niño robado nos devolverías al nuestro.
Una carga estática se reformó en una voz de extraño acento (me pareció alemán):
—Juré que os daría vida más allá de la muerte para cumplir vuestros deseos, no que yo los cumpliera.
—Miserable…—La voz de otro hombre saltó a escena, y al punto se transformó en un grito horrendo que me taladró el tímpano.
Con la otra oreja detecté —débil, casi imperceptible— el sollozo de un niño. Intenté empujar la puerta por el picaporte… lentamente… La pesada hoja carcomida se movió con un chirrido inexorable y acusador. Por el espectrómetro, las voces callaron.
—Novata de mierda…—me reprendí.
El salón principal era un montón de polvo en suspensión, moho y escaleras de mármol desmenuzado. Una lámpara de araña se había roto hacía décadas; sus cristalitos puntiagudos cubrían el suelo y las malas hierbas, muy crecidas en los parches de luz bajo los agujeros del techo.
Me acordé de Bruce Willis, por un instante, antes de escuchar otro grito, esta vez de mujer.
Y luego, la flauta.
***
De las escaleras ruinosas descendió un hombre alto y delgado. Con sus dedos largos y huesudos sostenía una flauta brillante. Desde las hendiduras —agujeros profundos e insoldables— brotaba una melodía de una suavidad infantil y terrorífica.
Bajo un pico de viuda canoso de cabellos lacios e interminables, sus ojos me observaban como los de mi michi cuando atrapa una langosta del descampado. Alcé mi arma… no pude.
En cambio, caminé. No sentí dolor en los pies, pues no pisaba los cristales, sino la tierra que brotaba a chorros por entre las baldosas rotas y en la que crecía hierba espesa al ritmo de la música. Subí por las escaleras, solté la pistola para asir la mano del flautista, que seguía tocando con la otra sin perder la cadencia.
Llegamos al piso superior. El espectrómetro me estaba maltratando el oído, lo tiré también. Contemplé sin ni siquiera parpadear los dos cadáveres que se descomponían en cuestión de segundos. Eran un hombre y una mujer vestidos a la usanza del siglo XIX: Él con traje de lana apolillada, ella con vestido blanco y un aparatoso corsé hecho un manojo de cordaduras roídas. Ambos rostros eran increíblemente parecidos. En el hueco de sus corazones manaba sangre mezclada con una sustancia sulfúrea.
Entre los dos cuerpos, sentado en un sillón devorado por carcoma y ratas, un niño de trece años, pálido como si tuviera anemia, observaba ausente hacia delante. Detrás de él, en la zona donde debía estar el balcón que vi desde afuera, un vórtice espiral del diámetro de una persona giraba con luces azules y ardientes… Gritaba con la misma voz que me maltrató antes el oído.
En el remolino reverberaba un mundo de inmensas llanuras. Esferas de mil colores se mecían sobre los prados tiñéndolos de un arcoíris digno de un viaje de LSD. Bajo las luces, figuras humanoides blancas y cegadoras caminaban por entre unas flores de aserrada belleza; no veía sus rostros, aunque supe que me estaban observando.
La flauta dejó de sonar. El Flautista me agarró por el brazo; su tacto a través de mi grueso abrigo era helado.
—La última cosecha parece que ha sido provechosa —dijo con su extraña entonación, poco acorde al movimiento de sus labios—. El infante es poca cosa, pero por una virgen tan vieja puede que mi Amo me ofrezca años de libertad.
El Flautista dejó la flauta en su cinto y puso la mano en el hombro del muchacho, éste se levantó como un autómata y se encaró al vórtice.
Ya estábamos a punto de atravesarlo, cuando de mi boca surgió una palabra:
—Hamelín.
***
El Flautista se paró; sonreía con dientes picados y amarillos; su aliento nauseabundo me provocó lagrimeo en los ojos.
—Me alegra que todavía se recuerde en esta tierra mi cosecha más notoria.
Algo en su mirada se relajó. Pude mover el dedo que tenía más próximo al bolso.
Logré razonar ligeramente. En una fracción de segundo, recordé una de las miles de frases dichas a los cadetes sin poderes del CNIS en el curso sobre defensa contra lo parafísico:
«Muchas criaturas usan la hipnosis para controlar a las personas. Mediante sonidos, palabras, incluso gestos y el movimiento de los ojos…»
Las palabras siguientes —el método para contrarrestar el trance— no me vinieron. «Bravo, Caterina» pensé.
El Flautista siguió hablando de Hamelín. El vórtice sonaba abrumador, como si se estuviera impacientando por la remolonería. El Flautista me soltó y me colocó a un lado para que pudiera oírlo mejor. El niño se quedó de pie, quieto junto al abismo.
—Fue mi mejor cosecha —continuó—: los vendí casi todos. Niños tudescos ¿Se llaman así en esta época? Son muy preciados por las reinas de la Buena Gente.
»Pero mi mejor postor fue aquel que seguía al Caído. Si yo te contara…
Ignoré su relato terrorífico de la dimensión del vórtice: tenía que usar todas mis fuerzas mentales en dirigir mi mano. La arrastraba por el bolso de piel agarrándome a cada estría del cuero natural con mis uñas de cutículas despellejadas.
—…fueron muchos encargos, mucho oro y mucho…
Por fin encontré la cremallera. Bajé los dedos a una profundidad familiar buscando… ¿qué?
En una fracción de segundo, el Flautista me quitó el bolso y me volvió a agarrar del brazo.
—No necesitarás tus afeites en la Tierra de los Jóvenes —me dijo, dirigiéndose de nuevo hacia el vórtice— vas a ser el juguete favorito de ciertos príncipe y princesa a los que debo sangre de una doncella vieja.
Tiró el bolso al suelo, pero ya tenía agarrado el cuchillo por su lado afilado. Gotas de sangre humedecían en el polvo. Gotas de mi sangre.
Parpadeé. El Flautista se transformó en mi padre.
***
La mirada de mi padre me causa más miedo que cualquier monstruo de las guerras de la Revelación; y allí lo tenía, justo cuando la cagaba en mi primera operación de campo, con el abrigo desgarrado, el maquillaje borroso, las medias rotas, sin zapatos, sin arma y oliendo al sulfuro que exudaban los cadáveres de María y Jorge Beltranos.
«Vamos» dijo. Su voz no correspondía con el movimiento de sus labios.
Bajé la cabeza. Mis cabellos polvorientos cubrieron las lágrimas que se me escapaban. En el suelo vi las gotas de mi sangre sobre el mármol deslucido.
Mi sangre de virgen vieja.
Era la misma sangre que corría por la antigua rama de la familia Lucerna en el tiempo de las cruzadas, cuando combatían los monstruos surgidos del Norte Solapado. Esos monstruos que no fueron muertos con los poderes y las artes oscuras adquiridas por sus descendientes, mi padre el último de éstos.
No, porque esos monstruos casi omnipotentes fueron cazados a fuerza de espada, valentía y sacrificio.
La vieja sangre.
Alcé el cuchillo y de un rápido descenso lo incrusté en la clavícula de mi padre. Éste volvió a transformarse en el Flautista, que me miró con un gesto retorcido más semejante al de un animal que al de un hombre falso.
—¡Siempre con las doncellas viejas!—Me gritó.
Quiso abalanzarse sobre mí, yo poco podía hacer para evitarlo. Pero, de repente, el torbellino enrojeció.
«¡Claro!: ¡La inscripción!» pensé. Y arrojé el cuchillo al vórtice.
El Flautista gritó y se lanzó al remolino luminoso. Reapareció en el plano del reflejo. El vórtice se cerraba rápidamente; el ancla que lo sujetaba —el cuchillo— no estaba allí para sostenerlo.
«De eso sí que te acordaste de tus clases, ¿eh, Caterina?».
El Flautista me miró con odio, arrodillado en el prado, pisando las hojas perfectas, asustando a las luces juguetonas. Las figuras brillantes se acercaron a él. Finalmente, el vórtice desapareció.
El niño de trece años gritaba de nuevo, horrorizado al ver los cadáveres descompuestos de sus captores; yo me lo llevé de allí con manos firmes y palabras de cariño que nunca escuché en mi infancia.
Rebusqué en mi bolso para encontrar el teléfono, pensando en lo freudiano que había sido todo.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Sobre el autor: Carlos Pellín Sánchez. Novelda, 1986. Licenciado en matemáticas. Profesor de secundaria.Desde siempre ha querido escribir historias. Tras dejar de estudiar, lo intentó con más ganas.Diestro común de espada larga. Todavía empuña el acero en su corazón.Tiene escrito un relato en esta página: «La soñada», así como el poema «Me has encontrado, detective» en la revista Pulporama.Fue mención de honor el el concurso de Fabulantes «Más allá de la muerte» Con el cuento «El baile binario».En Lektu tiene publicado el «Cantar de Fayna y el Forastero».En twitter está intentando escribir poemas de sus universos favoritos.
Su perfil de Twitter es: @heriseus
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Muy buen relato, me imagino a Barbie en esa situación