Llueve. Lo hace de manera intermitente como el ritmo de mi respiración.
He fracasado, como cada noche desde hace veinte días. El agua moja mis esperanzas y su repiqueteo quiebra las pocas certezas que me quedan. Mejor eso que el sonido de sus palabras.
Mis pisadas retumban por el camino que lleva a mi casa. Su sonido es el único que me acompaña, ya que el silencio me come por dentro.
Hace mucho que apenas hablo y si lo hago es para formular la pregunta que me carcome. Incluso mi propia voz me resulta ajena, rasgada por la falta de comunicación, rota como yo.
El frío se mete en mis huesos que junto con la lluvia alivian a mi pena y mi pesar. El llanto queda disimulado gracias a las gotas que caen por mi rostro, aunque no hay nadie que me pueda ver, ni en la calle ni en casa.
Estoy sola. Terriblemente sola.
Ella, la soledad es mi fiel amiga y compañera.
Alcanzo el portal de mi vivienda. Está abierto. Alguien con sentido común lo arreglaría para evitar que cualquier persona subiera a robar. Pero aquí nadie quiere subir, nadie se atreve.
Cuando doy las luces de la escalera, su fulgor titila; la oscuridad es tan profunda que las bombillas no se arriesgan a iluminar por miedo a que la penumbra acabe comiéndoselas.
Mis pisadas rechinan en las escaleras de madera carcomidas por el tiempo y las ilusiones perdidas.
Creo escuchar voces, pero nadie vivo habita en ese edificio. Seguramente sus fantasmas aguarden el momento propicio para hablarme, pero aún no ha llegado ese instante, o eso creo.
Subo el primer piso y giro hacia la derecha. Mi casa es la primera puerta en el rellano de la derecha también. En frente hay otra puerta. Pertenecía a una mujer mayor que la partió por la mitad, con un hacha, en uno de sus múltiples ataques de esquizofrenia.
—Tú me espías por la mirilla, maldita. Así que te dejo las puertas de mi casa abiertas de par en par para que cotillees lo que te plazca —dijo, antes de arrojarse por la ventana.
En algunas ocasiones, escucho el crujido de su mecedora al moverse. Me sigue vigilando, lo sé, no tengo duda alguna.
Empujo la puerta de mi casa. Un olor pútrido irrumpe en mis fosas nasales haciendo que una arcada suba por mi esófago. Aguanto el vómito y consigo que vuelva a su lugar de origen. La garganta me arde y un sabor entre ácido y amargo se queda en el fondo de mi paladar.
Voy directa al baño.
Me miro al espejo y cuando escupe mi reflejo lloro y grito de rabia. Golpeo el cristal y sus esquirlas se clavan en el dorso de mi mano derecha.
Con las gotas de sangre danzando por la pila de agua, alzo mi rostro y me veo en los miles de cristales rotos: un rostro desfigurado por la tristeza y la desilusión.
Me doy cuenta de que ni el maquillaje ni los mejores ropajes ni el mejor peinado ni la más cara pintura sirven de nada para agradar a los demás. Y mucho menos a él.
Sus palabras vuelven a mi cabeza, aunque nunca se han marchado:
—No. No te quiero y nunca lo haré. Eres un despojo, incluso la basura tiene más valor que tú.
Su aliento apestoso a alcohol recrea la crueldad de esa afirmación.
Desde hace veinte días le pregunto si me quiere, porque yo lo hago desde el primer instante en el que lo vi. No lo entiendo, pero seguramente el amor sea así.
Me he convertido en una muñeca rota.
Estoy rota por fuera, pero sobre todo lo estoy por dentro.
La sangre se diluye con las lágrimas que vierten mis hinchados ojos.
Tengo que llamarle la atención, tengo que llamarle la atención, tengo que llamarle la atención, tengo, tengo…
¡Ya basta!
Me ahogo en mi propio llanto, en mi propia pena, en la angustia que atenaza mi pecho y destroza mi alma. Probablemente este grito ha sido la respuesta que tanto espero.
Tiro todo lo que tengo a mi alrededor al suelo.
Con la mano llena de sangre, acaricio el rostro y las esquirlas de mi reflejo. En él veo a un payaso que no quiere salir al escenario, que ya no puede hacer reír consumido por la tristeza y la desilusión.
Y por más que he querido que me mirara, nada le parecía suficiente.
—¿Te gusto? —Recuerdo que le pregunté la tercera noche, sabiendo que iba directa a un pozo sin salida con su contestación.
Su mirada fría me respondió. Y sentí cómo mi corazón se rompía.
Y así veinte noches seguidas.
Ahora que me miro al espejo, lo he comprendido todo.
Es imposible que alguien me quiera así. Detesto mi reflejo, me odio, no quiero verme más.
Salgo del baño y mis pasos se dirigen hacia el salón.
Entre el desorden busco un objeto que hace mucho tiempo que no uso y que durante años fue el pilar de mi vida, aunque los temblores de mis manos truncaron mis sueños.
Me siento en lo que antes de tener asientos destrozados, roídos, fue un sofá.
Estoy rota, sí, pero si me coso podré remendar mis heridas sangrantes.
Ya no necesitaré un espejo para verme.
Tomo la aguja entre mis dedos y cierro mis ojos. Cuando la punta roza mi párpado izquierdo, un dolor lacerante atraviesa mi alma.
Pero es la única manera de unir mis jirones descosidos por la vida y por el dolor.
Continúo cosiendo. Cada puntada es una puñalada en mi alma, noto como la sangre cae por mi rostro y aunque parezca contradictorio, lo que estoy haciendo me va a salvar.
Ya no sufriré más viendo mi cara desprovista de toda luz.
Sigo con mi ojo derecho. Rabio ante las heridas que me acabo de hacer pero mi empeño es firme y mi tristeza es más.
Hay un momento que, a causa de los temblores de mi mano, la aguja se hunde en mi ojo. Grito rabiosa.
Las lágrimas hacen que las heridas escuezan como si miles de espadas se clavaran en mis globos oculares.
Caigo al suelo, agotada, con el ojo derecho a medio coser llorando desconsolada.
Otra vez más.
Este es mi castigo, esta es mi penitencia.
Suspiro y agarro con mi mano izquierda la diestra para que el temblor no frene mi empeño.
Doy las últimas puntadas.
Mi corazón late desbocado.
Lo he conseguido, lo he conseguido.
Por fin me he cosido.
Ya no estoy tan rota, o al menos no del todo.
Aunque mi alma no hay Dios que la una.
Soy una muñeca a medio coser desprovista de todo y llena de oscuridad.
Ahora es ella la que me va a acompañar.
Al menos ya no estaré sola.
La oscuridad, la soledad y yo.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Sandra Gómez Moreno
Lectora tardía, reseñó durante varios años en el blog literario La Revolución de los Libros. Desde el año 2018 comenzó su andadura como escritora participando en diferentes concursos de relato corto de la Fundación Fuentetaja. En 2019 autopublicó su primer relato en Amazon, titulado Aguja. Participa con sus relatos en varias antologías de terror: Misterios en el estanque del grupo literario Team Pato; Esqueleto en el Sótano de la editorial Esqueleto Negro; Vestido negro con la editorial Donbuk y Microterrores con la editorial Diversidad Literaria. Ha sido redactora en la web Espiademonios escribiendo varios cuentos de terror. Tiene una sección de terror en el podcast el Templo de las Ánimas de Alejandro Carmona. Ha escrito una novela de terror y una antología de relatos para publicar a finales de este año.
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Muy bueno. Pensaba que iba a terminar de otra manera, pero increiblemente toca la cumbre. Enhorabuena
Me dolió mucho leerlo, me recordó a esa desesperación de amor adolescente.
El final, inquietante e inesperado.