La enfermera gritó.
Los ojos muy abiertos, se percibía miedo en ellos.
Mientras, se llenaba el vial que había soltado y colgaba de la palometa clavada en el brazo de la niña. Le había costado ponérsela, porque si bien las venas se le notaban al tacto, no se le veían. Ahora entendía la causa.
Se personaron al momento el doctor y otra enfermera, sobresaltados por el alboroto. Y se quedaron quietos, inmóviles; nadie sabía qué hacer.
En el vial, en vez de sangre, había agua.
Aún no lo sabían, pero era agua de mar.
***
Se encontraron con la niña en un islote del Pacífico.
En realidad fue ella quien salió a saludarlos.
Surgió, desnuda y caminando despacio, de entre las palmeras, del follaje espeso que cubría la zona en la que terminaba la orilla del mar.
La recogió un grupo de científicos alemanes que se habían detenido en la isla para examinarla. Aunque la cartografía la realizaban por satélite, solían, en la medida de lo posible, hacer una exploración in situ para estudiar la deriva costera de sedimentos.
La niña no hablaba, pero daba muestras de entenderlos a la perfección. Calcularon que tendría unos doce años.
Las investigaciones que siguieron, realizadas con las autoridades desde el barco científico, sobre desaparecidos, no aportaron ninguna información que explicase qué hacía allí: ni accidente, ni viaje, ni fallecimiento. Ni reciente ni teniendo en cuenta la edad aproximada de la pequeña.
La llevaron al puerto más cercano y, tras una rápida revisión, la enviaron al centro de menores en Berlín para un chequeo completo y con la intención de buscar familiares.
No tenía parentesco.
Con nadie.
***
—Esto es imposible —soltó el Dr. Meyer.
Había interrumpido las pruebas de la niña —la llamaban Nereide por haberla encontrado cerca del mar— porque no sabía cómo continuar. Era el responsable del área de pediatría. Estaba reunido con todos los miembros de su equipo.
Nadie dijo nada.
Volvió a mirar la pantalla. Mostraba el resultado de la analítica: 3,5% de sales disueltas.
Comprobó de nuevo la lista. Era interminable: sodio, magnesio, calcio, potasio, bromo, estroncio, sílice…
—¿Seguro que esta es la composición del agua de mar?
La pregunta quedó suspendida en el aire. De nuevo el silencio. Se oían los ventiladores de las neveras. Todo el personal estaba de pie, esperando instrucciones. Meyer se dejó caer en una de las sillas.
—Esto escapa a nuestra capacidad de análisis. —Se pasó la mano por la cara, con gesto cansado—. Voy a llamar al Centro de Enfermedades Infecciosas.
Meyer estaba sentado con la responsable del CEI. Era una americana contratada hacía años por el Gobierno alemán. Una doctora muy capaz. Ella y su equipo se habían presentado unas horas atrás y habían procedido a aislar a todas y cada una de las personas que habían tenido contacto con la niña. Al parecer nadie mostraba síntomas de ningún tipo. Pero era el protocolo.
Aunque no fuera infeccioso, tener agua de mar en las venas no era normal.
—No es un problema de salud respiratoria —dijo la doctora en un perfecto alemán. Miró a Meyer a los ojos y comentó en un tono de voz casi imperceptible—: No tengo ni idea de lo que pasa.
***
La niña estaba en la arena.
Miraba el horizonte sentada, con las piernas estiradas. Las olas parecían buscar sus pies.
La gente llegaba y se sentaba a su lado; llenaba la playa.
Así durante horas.
Durante días.
***
Meyer no entendía. Nereide era un completo misterio.
La niña ni bebía ni comía ni dormía.
Tampoco hablaba, aunque asentía o negaba con la cabeza a las preguntas.
Por si establecerse en un hábitat similar a donde fue hallada pudiese servir de ayuda, aportar nueva información, decidieron crear un centro de investigación al lado del mar. Trasladaron a la niña a una isla. Desmantelaron un complejo hotelero y allí instalaron un laboratorio. Con un personal de más de cuatrocientas personas para indagar qué era Nereide.
No entendían cómo podía sobrevivir con agua de mar en las venas. No obstante, a todos los efectos y estudios, su organismo era normal.
Llevaban un año estudiándola.
En aquellos momentos, la base del reconocimiento era cognitivo, por medio de pruebas cada vez más complejas. Habían empezado con los tests de Stanford-Binet. Desde entonces cumplimentaba otros cuestionarios que desarrollaban única y exclusivamente para ella.
Todos los solucionaba.
Escritos en cualquier idioma de la Tierra.
***
Nereide estaba sentada en la arena.
La gente sentada con ella ocupaba toda la costa de la isla. Por la tarde la ribera se llenaba de personas y por la mañana el litoral amanecía vacío.
A excepción de Nereide.
Se desconocía el paradero de los que habían estado en la playa.
Desaparecían sin más.
Comenzaba a ser un problema la llegada de barcos repletos de gente de todo el mundo: era inconcebible que todos los pasajeros decidieran ir a sentarse con Nereide.
Miles y miles de personas.
Meyer continuaba sin entender. Llevaba dos años allí. No sabía qué pasaba. De los más de cuatrocientos científicos que le acompañaron al comienzo, ninguno quedaba ya. Se sentaron un día en la orilla, junto con los que llegaban, y a la mañana siguiente habían desaparecido. Los nuevos investigadores, antes o después, también acababan sentándose en la playa.
Mientras, Nereide permanecía allí, mirando el horizonte
Y las olas seguían buscando sus pies…, sin alcanzarlos.
***
Meyer revisaba los resultados acumulados.
Nadie tenía ese cociente intelectual. No era posible tal cantidad de conocimientos en un cerebro humano.
Humano.
Por primera vez desde que empezaron las pruebas pensó en el significado de esta palabra.
Ya no importaba.
La población había ido desapareciendo poco a poco según arribaba a la isla. Una fiebre colectiva, una llamada incompresible. La gente buscaba, por todos los medios, la manera de llegar a Nereide, de sentarse a su lado y esperar.
Esperar.
Al principio investigaron el fondo marino cercano a la orilla, buscando los cuerpos de los desaparecidos. Dejaban cámaras grabando, personal de guardia. Pero a la mañana siguiente nadie quedaba. Las cámaras no grababan nada. A pesar de tener visión nocturna, los fotogramas eran negros. Lo mismo cuando pusieron focos: se fundían de forma inexplicable.
Además, todos los técnicos recién llegados perdían interés en sus asignaciones transcurrido un breve tiempo tras su desembarco. Sólo querían sentarse con Nereide. Apenas se podía llevar a cabo la observación.
La isla se llenaba de día y se vaciaba de noche.
Meyer se acercaba por la mañana y miraba a Nereide, ella contestaba a su silenciosa pregunta con una sonrisa.
Cada día.
Durante tres años.
***
Meyer se sentó en la orilla, al lado de Nereide.
Se acomodó en la arena y miró el horizonte. El aire de la tarde le trajo el olor del mar. El sol le molestaba un poco y entrecerró los ojos.
Aquel día estaban los dos solos. Nadie más había en la playa. Ni en la isla.
Después de cinco años con la arena abarrotada, encontrarse así era inusual.
Miró a Nereide. Desde que un día se desplazase al borde del mar y se sentase, no se había movido del lugar.
Ahora importaba poco.
Cerró un instante los ojos y se dejó cautivar por el hipnótico sonido de las olas. A diferencia de Nereide, el agua le acariciaba los pies: era muy agradable sentirlo. Lo mismo que el sol en el cuerpo, la brisa y el olor a mar.
Por primera vez en mucho tiempo se sintió en paz. Pensó en lo ocurrido, en cómo, a medida que habían pasado los meses y los años, las personas habían desaparecido, desmoronando los gobiernos, los poderes, la sociedad. Cada uno de estos pilares, estos fundamentos que sostenían su vida, se habían esfumado. «Demasiados pilares», supuso. Era cierto que nunca había sido una persona muy sociable. No obstante, ¿quién lo era en realidad? Entendiendo el concepto real, su verdadero sentido: esa inclinación natural a la relación. No existía. No lo hallaba. Y el mundo lo pagaba.
Abrió los ojos. Seguían los dos solos.
Meyer había concebido con frecuencia que era todo un sueño, quizás estaba en coma, o infectado por algún virus que portaba Nereide. Esto acabó descartándolo porque nadie podía mantener una alucinación tanto tiempo. También porque lo habían comprobado mediante experimentos para desechar una ilusión colectiva. Hasta ese punto habían llegado por la desesperación de no comprender a Nereide ni lo que estaba sucediendo.
Tampoco le importaba ya. Quizás era un paso en algo mucho más complejo, fuera de su alcance como humano.
Sintió una mano. Nereide lo miraba con una sonrisa. Habló por primera vez, con una voz que no tenía nada de infantil:
—Es la hora.
Juntos se levantaron y, cogidos de la mano, se adentraron en el mar, donde se inició la vida.
Entonces Meyer entendió todo.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Libertad García-Villada ha autopublicado dos novelas (Nostalgia y El final de Melancolía) y tiene una tercera novela en valoración por editoriales. Ha participado con relatos en: Legado (antología); Sueños, Visiones, Terrores (antología), y en la revista Literentropía.
Ha publicado poemas y relatos escritos a cuatro manos con Jesús Durán en: Droids and Druids (fanzine); La Savia de El Bosque (antología); Melodías de papel (antología); Una biblioteca sin libros (antología); Huellas (antología); La bastarda postmoderna (revista); Pulporama (revista); Mordedor (revista); el III concurso de Libélulas Negras (antología); Lo Desconocido (revista); la II antología Show Your Rare; La magia de la primavera (antología); en De Rebeliones Va La Cosa II (antología); Altavoz Cultural; Revista Exogénesis; El Yunque de Hefesto; y en el concurso de «Historias de Europa» de Zenda.
Publica también relatos y reseñas de libros en el blog Relatos y mentiras.
Twitter: @LibertadVillada
Jesús Durán ha participado en diversas antologías y revistas literarias. Con poemas, en: Legado (antología); Sueños de Nieve (antología); Recuerdos de Tinta (antología), y Pulporama (revista). Con relatos, en: Droids and Druids (fanzine); Hay Otros Mundos (antología), y Sueños, Visiones, Terrores (antología).
Ha publicado poemas y relatos escritos a cuatro manos con Libertad García-Villada en: Droids and Druids; La Savia de El Bosque (antología); Melodías de papel (antología); Una biblioteca sin libros (antología); Huellas (antología); La bastarda postmoderna (revista); Pulporama; Mordedor (revista); el III concurso de Libélulas Negras (antología); Lo Desconocido (revista), la II antología Show Your Rare; La magia de la primavera (antología); en De Rebeliones Va La Cosa II (antología); Altavoz Cultural; Revista Exogénesis; El Yunque de Hefesto; y en el concurso de «Historias de Europa» de Zenda.
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