Comprar una pequeña isla en el archipiélago, a un batir de alas de la ciudad. Una isla paradisiaca, perfecta hasta en su redondez artificial. Mándala de paz y sosiego, de arenas blancas y aguas turquesas. Árboles divi divi que, como sombrillas de palos curvos, se asoman al océano, oteando un horizonte siempre soleado.
Es mía. Cada grano de arena, cada ola de espuma que rompe en su costa, los cocos, cada tucán, iguana, garza o serpiente, el coral que la ciñe en diadema, el pequeño muelle, los caminos veteados de césped y rodeno. Y la casa.
Pagué un alto precio por ella. Contabilizo nueve mil horas de trabajo, doscientos turnos dobles, cuarenta fines de semana en el tajo, la pérdida de la custodia de mi hija Selene, cero citas en tres años. Privaciones en todos los órdenes que un hombre cuerdo solo puede mantener por un tiempo prefijado en pos de su codicia.
Es mía. En la oficina de Milton & Milton Junior, desde el nonagésimo piso en el que se ubican los seis metros cuadrados de mi despacho, la observaba a través del vidrio polarizado del ventanuco. Si el día era claro y la polución remitía, tras las torres de Branson, del State Building General y los pináculos neoregóticos de la catedral de san Patricio, más allá de la marea de edificios-colmena y calles apretujadas en manzanas podridas por densidades humanas de locura, allá la distinguía. Una moneda de corcho flotando en el azul borroso de la línea gruesa de mar. Mi isla. Mi refugio.
Todo llega en esta vida, incluso la felicidad.
No soy marinero. ¿Quién lo es? Fuera del cordón sanitario de las aguas jurisdiccionales de Nueva América el mundo es un parque de atracciones sin licencia de apertura: montañas rusas escarpadas de violencia, tómbolas del desahucio y la miseria, casas del terror y océanos de choque surcados por piratas.
Como no soy marinero me mareo en el trayecto. El cuadrante E queda algo apartado hacia el este. Hay que atravesar las parcelas C y D, bordear las gigantescas cuadrículas de las piscifactorías estatales y sondear despacio, con mucho tiento, un pequeño campo de minas submarino herencia de la última contienda. Para entonces, mi color rivaliza con el de las algas, pero, al fin, el ferri semanal me deja a salvo en el muelle privado de mi amada Pléyade. No reuní lo suficiente para costearme una embarcación propia. Tiempo al tiempo.
El clima es suave en mi atolón, a excepción de la estación ciclónica y los meses en los que sopla el viento Virú y la playa se amuebla con todo tipo de restos de naufragios. Cuando aprieta demasiado el sol los mosquitos engordan como pelotas de ping-pong y las gaviotas enloquecen en picados suicidas. Pequeños inconvenientes que no empañan una atmósfera exótica y agradable sin duda.
No he mencionado la casa porque es una sorpresa por descubrir en este instante, mientras el dron doméstico graba la entrada triunfal de Marco Gómez de Uriarte en la mansión domótica de la Pléyade 254. El Teycar, parecido a esos viejos cochecillos de golf del pasado, solar y autónomo, me ha transportado a la casa en un abrir y cerrar de ojos. Tan solo nos detuvimos un par de veces para apartar cascotes de obra sobrantes.
Ya estoy aquí. El edificio de dos plantas y trescientos veintinueve metros cuadrados refulge como un diamante tallado en infinidad de caras. Deslumbra tanto que hiere las pupilas. Entrecierro los párpados y, con la lengua adobada en sal, pronuncio enérgico.
—Abre Pley 25 (nombre de la inteligencia domótica de mi casa).
—Abre Pley 25, soy Marco Gómez de Uriarte, tu nuevo dueño —repito.
—No consta tal nombre en mi titularidad. Váyase o tomaré medidas al respecto —dice una voz masculina, cobriza y oscura, que surge de las esquinas de mi edificio. Que no me reconoce.
Un contratiempo, nada más. Tengo la boca seca, el sudor perla mi frente y dibuja feos círculos bajo las axilas de mi mejor traje. Extraigo del maletín el procesador portátil con el que comunicarme a las malas con la inteligencia de mi casa. Olvidárseme el cambio de nombre en el menú de inicio ha sido un error de bulto.
—Tardaré dos minutos en cambiar la titularidad, un poco de paciencia. ¿Por qué eres un tío? ¡Pedí expresamente una inteligencia femenina de voz juvenil y sensual!
—Irrumpe usted en propiedad ajena y además es homófobo. Salga de este porche. Le concedo treinta segundos.
Ignoro el órdago y sigo tecleando en la pantalla la consigna de cuarenta y siete números y doce letras. De repente, un chaparrón helado, denso y a traición, circunscrito al diámetro circular del porche que estoy pisando, me cae encima, empapándome entero.
—Primer aviso —dice.
Oigo un sonido a mi espalda, me giro intentando despegar las pestañas empapadas. Es el pequeño dron grabador, que se balancea con su zumbido molesto arriba y abajo como si se carcajeara.
Salgo del porche a ponerme a cubierto. Seco con un brote de césped artificial el portátil que, gracias al cielo, no ha sufrido un cortocircuito, y termino, caliente como el infierno, embutiendo en el cartucho virtual la dichosa clave tras siete tentativas fallidas.
— ¡Abre la maldita puerta Pley 25! ¡Te habla Marco Gómez de Uriarte! —grito a pleno pulmón.
—Verificando datos. Espere fuera del porche. Repito, espere fuera del porche.
Respiro a grandes bocanadas. Es apenas medio día. Queda tiempo para relajarse y gozar. Después llamaré a la inmobiliaria y les cantaré las cuarenta por haberme cambiado el modelo 3.27 de inteligencia domótica femenina estipulado en el contrato. Pasan diez minutos. Estornudo. La gran puerta niquelada se desliza hacia dentro despacio y rechinando.
—Marco Gómez de Uriarte, bienvenido a su hogar. A su servicio, Pley 25. Pase, le enseñaré la casa.
Paso, y el espacio interior me deslumbra de nuevo, tal vez porque faltan paredes y sobran cristales y el sol se ha coronado rey en cada rincón, esparciendo un calor sofocante que huele a cerrado y a pintura.
—Pley 25, activa el aire acondicionado. Tengo muchísima sed, quiero un vaso de agua.
—Me congratula informarle de que contamos con nuestra propia desaladora. El agua de mar de Pléyade 254 contiene múltiples beneficios para su organismo: purga, sirve de dentífrico y colutorio, alcaliniza, es isotónica, desinfectante, antibiótica…
—Estupendo, Pley 25. Sírveme un vaso de agua fría, por favor —digo aprovisionándome de paciencia.
—Combate el mal aliento, cura la anemia, mineraliza, cicatriza, es reconstituyente, adelgaza…
— ¡Pley, ¿dónde están los malditos vasos?!
—Calma el hambre y nutre las células.
La nevera empotrada, completamente invisible entre el resto de los paneles grises del mobiliario de cocina, abre un rectángulo del tamaño de la pantalla de mi Upad y escupe un vaso. Lo rellena mediante un chorrito de agua que sueño helada, como gélido es el aire que sopla desde las vías enmascaradas de ventilación. Lo agarro con ansia en el instante en que un estornudo violento me asalta provocando el accidente: el vaso se me escurre entre las manos y derrama el líquido elemento sobre mis zapatos de firma.
—¡Mierda! Pley, sírveme otro vaso.
Silencio. Tiemblo ostensiblemente bajo la ropa mojada. Pley ha programado el climatizador a temperatura lapona.
—Esta unidad domótica no responde al nombre de Pley. Utiliza usted un nombre genérico que bien podría servir para referirse a cualquiera de las 898 viviendas del cuadrante E. Especifique, por favor.
Contengo el aliento antes de que otro monumental estornudo me deje en evidencia.
—Pley 25, sírveme otro vaso de agua y atempera el clima o terminaré decorando esta cocina como escultura de hielo.
El mecanismo ejecuta de nuevo la misma acción y un vaso de agua es depositado en el rectángulo. Bebo con fruición. Siento los ojos congestionados, lagrimones espesos ruedan por mis mejillas, pero respiro aliviado. Camino por la casa, dejando diminutos charcos a mi paso en el suelo radiante, burbujean un segundo antes de evaporarse. Paseo calibrando los escasos muebles de la sala y el comedor. Es todo tan minimalista y frío como la consulta de mi médico. Supongo que habré de añadir un toque femenino, ahora que dispongo de algo más de tiempo para regresar al mercado de contactos en la red.
—¿El vestidor? Quisiera cambiarme y tumbarme un rato. —Silencio—. ¡Muéstrame el camino, Pley 25!
Obedece a la segunda. Me conduce a una suite masculina y espartana en tonos tabaco. Pley selecciona para mí un pijama de algodón del mismo tono que las paredes. Me seca el pelo, envolviéndome entre chorros de aire cálido frente al espejo integrado del cuarto de baño. Calentito y a gusto, me tumbo boca abajo sobre la cama de dos por dos y al cerrar los ojos vencido por el sopor tengo la sensación de que unos brazos de movimientos enérgicos me arropan con diligencia.
Me despierta un pinchazo en la nalga izquierda, un dolor intravenoso que asciende y desciende por mi torrente sanguíneo como el despliegue de un batallón de lanzallamas. La habitación está en penumbra, yo en posición fetal. Una corriente fresca y desagradable se arremolina al final de mi espalda. Me contorsiono sobre mí mismo, ahí está, mi culo al aire, y los brazos robóticos de Pley, extraíbles y retráctiles desde un hueco en la pared, continúan a la faena: uno retirando la aguja hipodérmica de mis carnes blandas, el otro subiéndome el pantalón y propinándome una ligera palmadita en el cachete dolorido.
—¡Qué demonios haces!
—Su temperatura corporal ha excedido de los treinta y ocho grados. Le he administrado un antitérmico.
Salto de la cama a la velocidad del rayo. El pantalón del pijama queda enganchado a una de las pinzas metálicas de las garras de Pley, rasgándose de arriba abajo. Trastabillo y caigo de bruces sobre el suelo térmico. Al levantarme estoy desnudo de cintura para abajo, frente a dos brazos articulados y sin cabeza de un tipo llamado Pley 25.
—¿Quién te ha dado permiso? ¡Esto es intolerable! —Mis piernas son de gelatina, no hallo mueble ni asidero donde agarrarme y me derrumbo de nuevo sobre un suelo ardiente como las brasas.
—Sus niveles de ira son desaconsejables. El corazón le late a 160 pulsaciones por minuto. Sus gritos exceden varios puntos los decibelios de los parámetros de regularidad. Lo adecuado sería efectuar el test psicológico Dawson para evaluarle al completo y diagnosticarle de forma conveniente. Como medida de choque, en primer lugar, dispongo de un programa de relajación que…
—¡Olvídalo! —vuelvo a gritar, antes de avergonzarme un poco y contenerme—. Pley 25, ¿qué hora es?
—Las veinte cincuenta y dos. Anochecerá en veintiún minutos y cuarenta segundos.
Rebusco en el vestidor y consigo una camisa hawaiana, un pareo con delfines estampados y unas chanclas con las que evitar abrasarme los pies.
—Salgo al jardín, entretanto prepara la cena. Me apetece un buen bistec a la plancha con patatas fritas.
Me siento dolorido, mi cerebro es una zarza enmarañada cubierta de espinos, pero estoy en casa, tengo un jardín de flores caribeñas, orquídeas y madreselvas, un estanque biológico, con nenúfares y hasta ranas, un jacuzzi exterior hirviendo de burbujas y un par de tumbonas acolchadas bajo los divi divi. Tiro del pomo de la puerta de la calle, lo giro con fuerza. Nada. Cerrado a cal y canto.
—Pley 25, abre la puerta.
—Marco Gómez de Uriarte no está usted en condiciones de salir. Podría perjudicarle el relente de la noche. La cena pertinente en su estado, lenguado menier con guarnición de brócoli y zanahorias, aguarda sobre la mesa del comedor.
—¡¿Es esto el maldito Gran Hermano ciento veintiocho, en el que todos se descojonan del pobre Marco?! ¡Abre la dichosa puerta!
—Como le decía, el programa de relajación aconsejado para estos casos…
Me dirijo envalentonado al comedor, cojo en volandas una de las sillas de patitas cromadas y con fuerza sobrehumana, esa misma fuerza que solo emerge en casos de necesidad imperiosa, como cuando un auto ha volcado con un familiar atrapado dentro, con esa fuerza y ese ímpetu la arrojo contra uno de los cristales panorámicos del salón.
Y rebota.
—Señor Gómez de Uriarte, los cristales de las ventanas son blindados.
Subo chancleteando las escaleras como si pudiera vencer en carrera a la velocidad del sonido de la voz, profunda cual agujero negro, de Pley. La terraza del segundo piso será mi vía de escape. Me asomo. El aire es fresco pero vigorizante. No hay mucha altura, unos tres metros. Coloco una pierna sobre la baranda, la descuelgo hacia el exterior.
—Señor Gómez de Uriarte, procedo a comunicarme con los servicios de urgencias sanitarias del continente por si los necesitara. Tardarán hora y media en llegar a puerto si el tráfico y el barrido de minas lo permiten. Mientras, el programa antiestrés sugiere que charlemos sobre su infancia. Piense en un recuerdo agradable.
Deslizo la otra pierna. La situación es la siguiente: sentado de cara al exterior sobre el alféizar, con los pies colgando, el cuerpo tenso y alerta, como una valla electrificada.
—¡No llames a nadie, Pley! ¿Me escuchas? ¡No llames a nadie!
—Le repito que no atiendo a esa denominación genérica, que podría corresponder a cualquiera de las 898…
Salto.
No me he roto nada. Me quedo panza arriba como un nuevo parterre de flores simuladas en mi camisa hawaiana. Ha anochecido. Escucho el ulular de un búho. Debe ser una simulación acústica puesto que los búhos se extinguieron hace décadas y no se aclimataban a ambientes tropicales. El césped artificial es mullido y seco. Siento paz.
En ese instante de fugaz abandono, cae sobre mi vientre un bulto pesado y oscuro, un golpe seco que me retuerce de dolor y me produce una arcada tremenda.
—¿Qué coño? —mascullo mientras me enrollo como un bicho bola.
Enfoco hacia arriba y una especie de garfio asomado al mirador se retrae en movimiento robótico hacia el interior de la casa.
—Señor Gómez de Uriarte, si se empeña en pasar la noche al raso, ahí tiene la tienda de campaña. ¿Desayunará en el interior?
—No me esperes levantado —respondo poniéndome en pie con esfuerzo.
Arrastro la bolsa de la tienda hasta un rincón apartado del jardín, junto a un divi divi leñoso y retorcido, tan natural que me entran ganas de acariciarlo y besarle el tronco. Lanzo la tienda y despliego el saco de dormir. Lo extiendo sobre la tierra húmeda y real. Cruzo los brazos bajo mi cabeza improvisando una almohada.
Contemplo el cielo distraído en el bendito silencio de la noche. Mi mente pronto retorna a las viejas costumbres: hago números, sumo intereses, resto créditos hipotecarios por vencer, calculo los precios actuales de mercado buscando una salida digna al desastre inmobiliario inversor.
Millones de estrellas, el chal entre púrpura y blanco de la vía láctea, la Osa Mayor y la Menor, en algún lugar Alfa Centauro, una de esas cabecitas de alfiler, brillantes y eternas. Jamás, en mis cuarenta años las había visto resplandecer, sembrar un negro rabioso y aterciopelado de diminutas luces opalescentes. Nada que ver con los lilas desvaídos de los cielos nocturnos sobre la ciudad. Esto es mejor que el telescopio orbital de la Torre Kemel, mejor que el planetario de la octava avenida.
Estoy llorando, lloro mientras un dron doméstico zumbón y molesto graba la emoción con que vierto estas lágrimas.
FIN
Relato cedido por la autora. No nominable al I Premio Yunque Literario.
Descubrí la literatura fantástica de niña de la mano de Ende, Tolkien, Stoker y tantos otros, la ciencia ficción llegaría más tarde. Tal vez por ese halo de misterio que envuelve el pasado más remoto me especialicé en arqueología en mis estudios universitarios. No ejercí demasiado tiempo como tal, pero sí trabajé varios años en un museo y fui profesora de bachiller otros tantos.
La vocación de escribir la tuve siempre, pero la abordé con interés hace una década, cuando el colegio libera a una madre de la atención plena sobre sus hijos. Asistí a talleres literarios generalistas para después tomar contacto con escritores y escritoras del género en el taller de Bibliocafé impartido por Juan Miguel Aguilera. A raíz de esta experiencia conocería a mis compañeras de Proyecto Artemisa y del video-podcast Artemusas 2020, con las que también creé el Club de lectura de lo extraordinario. Y todo lo extraordinario que ofrece la literatura de género comenzaría a llenar mi vida.
Twitter: @Evagarguerrero
Facebook: Eva Garcia Guerrero | Facebook
Instagram: @nesmareva
Próximamente reseñaremos su última novela, Huella 12, en www.elyunquedehefesto.blogspot.com . Mientras, podéis leer lo que escribimos sobre El corazón de las máquinas no late, uno de sus magníficos relatos, pinchando aquí
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