I
Como cada mañana, Germán atravesó el jardín con paso firme y salió a la calle. Desde hacía poco más de un año, la rutina se había convertido en su mejor aliada. Todo era previsible en su vida y eso le proporcionaba tranquilidad, justo lo que ahora necesitaba. Pero esa disciplina no era, en absoluto, sinónimo de aburrimiento. Su agenda estaba repleta de obligaciones. Enriquecedoras en cualquier caso, ya que habían sido seleccionadas según sus gustos. Y, además, evitaban que su mente dormitara maliciosamente en los problemas. Tal vez la juventud mire estos hábitos con horror, pero, para alguien recién jubilado, aquella actividad bajo control le mantenía conectado con la realidad. Por eso, desde que dejó la empresa, se había propuesto no quedarse en casa más de lo necesario.
Tras recorrer la zona residencial, alcanzó la avenida principal. Allí se encontraban los edificios más cercanos y, por tanto, los establecimientos. Adoraba la ubicación de su chalet dentro de la ciudad. Con los beneficios que ese tipo de urbanizaciones ofrece a sus inquilinos, pero sin ninguna de sus incomodidades. No necesitaba utilizar el vehículo, pues podía llegar en menos de veinte minutos andando a cualquier comercio.
Su primera parada fue en el kiosco. No era el más próximo que tenía en esa acera, pero la amabilidad de la vendedora merecía hacer ese pequeño esfuerzo. Agradecía especialmente que le entregara su periódico antes de que lo pidiera. Esos detalles no tenían precio, se decía Germán a menudo. Tan pronto como su silueta emergía frente al mostrador, Regina ya estiraba el brazo para que no tuviera que esperar detrás de otros compradores algo más dubitativos. Ahora sí. Con la prensa bajo el brazo, ya estaba preparado para su siguiente parada: el bar de Quincho.
II
El despertador sonó temprano aquel día. Demasiado pronto, pensó Rubén. No estaba acostumbrado a esos madrugones, pero el trabajo no entendía de horarios. Al menos el suyo, que le impedía mantener cualquier tipo de sana rutina. Ya tendría tiempo para eso, solía decirse. Ahora, lo primero era ganar dinero. Todo el que pudiera. Y marcharse del país.
Al entrar en el baño enseguida se dio cuenta de que la ducha no sería agradable. Disponía de un temporizador para evitar tener conectado el calentador eléctrico todo el día, pero en esta ocasión había olvidado modificar la programación y el agua apenas estaba templada. Detestaba comenzar así la jornada, aunque ese descuido le ayudó a acelerar el ritmo.
A continuación, abrió la nevera sin muchas esperanzas. Una bolsa de lechuga, tres tomates, cerveza y tónica. Tendría que desayunar en la calle una vez más. Tampoco le importaba. Seguramente el bar de la esquina ya estaría abierto para atender a los primeros trabajadores.
Al descender por las empinadas escaleras de madera se cruzó con la anciana del segundo piso. Subía con lentitud, agarrada a la barandilla. El edificio no tenía ascensor ni posibilidad de instalar uno. Aunque a él ese tipo de inconvenientes no le importaban. Casi los prefería, si eso servía para reducir el precio del alquiler. En esta casa llevaba poco más de un año y no se sabía el nombre de ninguno de sus vecinos. Mejor así, pensó, tras mascullar un «buenos días».
Al salir a la calle le inundó el frescor de la mañana. En una carrera llegó a la taberna y se sentó en la barra, junto a la puerta.
– ¿Qué desea, joven?
– Un café con leche- respondió Rubén-. Y pincho de tortilla.
III
Llevaba meses desayunando en el mismo sitio y aún dudaba de su verdadero nombre. Cafetería Bel mare o Bella marea, no estaba seguro. Él prefería llamarlo el bar de Quincho, que para eso era el propietario y quien le servía el café sin tan siquiera reclamarlo. Otro gran logro de su rutina. Aunque en este caso le había costado más. Antes no tenía problema alguno; tomaba algo directamente en la oficina. Pero, desde que se alejó de allí, su prioridad fue encontrar un lugar que se ajustara a sus necesidades. Y no había duda de que al fin lo había conseguido. La mesa del fondo junto a la ventana siempre estaba disponible a esas horas. Tan sólo en tres ocasiones la halló ocupada. Y cuando Quincho le sirvió el café, le pareció percibir una leve sonrisa que le resultó incómoda, como diciendo, hoy le quitaron el sitio, Don Germán. En algún momento se llegó a plantear pedirle que le reservara la mesa, bajo promesa de no faltar nunca a su cita. Pero nunca se atrevió.
Mientras ojeaba el periódico no pudo evitar recordar la empresa. Añoraba su actividad. La gestión de las tareas. Las presiones. Los enfados. Los despidos. Cómo iba a ser de otra manera. La compañía era suya. Creada con sudor y sangre. Con el tiempo, su cuerpo dejó de aguantar como antes. Los viajes. Las negociaciones. Siempre supo que el final estaba cerca. Pero lo de su hija fue definitivo. Lo convenció de que debía echarse a un lado. Y quién mejor que su hijo para continuar con el legado. Sabía que su decisión había caído como un jarro de agua fría entre algunos directores. Menudas pirañas, se decía a menudo. En cualquier caso, casi todas las tardes se dejaba caer por la oficina para ayudar con las decisiones importantes. Para eso estaba la familia. De hecho, si no pasaba más tiempo allí era porque las mañanas estaban ya reservadas para visitar a su princesa.
Bebido el último sorbo, Germán depositó unas monedas junto a la taza y salió del bar para continuar la ruta. Siguiente parada: la panadería.
IV
Tras engullir el desayuno, Rubén se dirigió al metro. Vivir en el centro ofrecía la gran ventaja de disponer de hasta tres paradas en menos de diez minutos andando. Cuando llegó a la capital lo tuvo claro, sin vínculos que atender, la búsqueda de vivienda sería en el meollo de la ciudad.
Lo que más le impresionó al principio fue saber que cualquier espacio con paredes y techo podía ser ofrecido en alquiler sin ningún pudor. Recordaba ahora con una sonrisa aquellas visitas en las que el portero de la finca le indicaba el camino. «Sígame joven, se baja por aquí». ¿Se baja? Se preguntaba. ¿No deberíamos subir las escaleras? «Tiene ventilación, no se preocupe», le explicaba tratando de apaciguar su mirada. La visión de unas rejas semicirculares con vistas a los zapatos de los viandantes fue un baño de realidad de lo que debería transitar hasta que su poder adquisitivo mejorara. ¡Qué pretenciosos quedaban los consejos de su padre antes de partir! «Intenta que la ubicación sea suroeste. Muy importante».
Al llegar al andén se tocó el bolsillo para comprobar que tenía las llaves. Para este encargo no necesitaba nada más. Si todo salía como estaba previsto, recibiría una suma cuantiosa.
Se subió al último de los vagones y su mente divagó por distintos rincones del mundo. La idea de dejarlo todo e irse a vivir a otro país rondaba por su cabeza cada vez con más frecuencia. Brasil, Tailandia, Singapur… No, no, mejor Brasil, se dijo. De repente, se asustó con el presentimiento de que se había pasado de largo. Intentó ver el nombre de la estación que estaba dejando atrás. ¿¡Pero dónde está el nombre!? ¡Qué difícil lo ponen! Maldijo. ¡Ahí está! Menos mal, quedan cinco paradas. Tiempo de sobra para surfear mentalmente por Copacabana.
V
De camino a casa de su hija, Germán siempre se detenía en el obrador de Esteban. Allí compraba el pan para la comida. La hogaza de lino y avena era su favorita. Y si no quedaban, o ese día no las habían elaborado, se llevaba la barra de espelta. No dejaba nada a la improvisación.
Antes de entrar en la panadería, dejó salir a una de las clientas habituales. La conocía bien, por desgracia. Con su manía de pegarse a su espalda cuando esperaban en fila. Y tratando de colarse de manera grotesca al final, como si no supiera que aún no había llegado su turno. La táctica para ser atendido antes de tiempo estaba sorprendentemente extendida en la tienda. Lo que en un principio achacó a despistes puntuales propios de la edad, se reveló más tarde como una actuación inherente del lugar. Y eso le irritaba.
Sin contratiempos en esta ocasión, y con el pan bajo el brazo, salió a paso ligero con la mente distraída. Alguien se le acercó a pedir fuego, pero él apenas lo miró mientras negaba con la cabeza. Pensaba en su hija. Le sucedía a menudo. Recordaba la aparición de los primeros síntomas. La fatiga, la lentitud a la hora de efectuar los movimientos… Creyeron que sería estrés. Pero después se dispararon las alarmas. Llegaron los trastornos del sueño, los temblores, los mareos… El médico confirmó la enfermedad degenerativa y todo se vino abajo. Desde entonces, solo podía pensar en recuperar el tiempo perdido. Ese que le había robado la empresa. La idea de que su vida hubiera sido un monumental error de prioridades lo corroía por dentro, de una manera tan intensa que las mañanas en compañía de su hija le parecían un simple acto para redimir la pena. Y reafirmaban su culpabilidad.
Al llegar al paso de peatones, se detuvo y trató de mirar el semáforo. La luz verde surgió, pero fue inútil, las lágrimas ya lo inundaban todo.
VI
Rubén salió de la boca del metro y avanzó con determinación por las calles hasta la dirección que le habían indicado. La vivienda se encontraba en el último piso. Se trataba de una pequeña buhardilla amueblada únicamente con una silla y un armario. Ambos muy desgastados. A cada paso que daba, la madera crujía delatando en exceso su presencia. Aquello lo inquietó.
Lo primero que hizo fue mirar por la ventana. Marcos esperaba en una esquina, tal y como estaba previsto. Inconfundible en su vestimenta. Perfectamente visible.
Después de escudriñar la calle, volvió la vista hacia aquel armario consumido por el tiempo. Con el rostro serio, tiró del primer cajón y sacó un maletín reluciente que ocupaba todo el espacio. Al abrirlo, observó el rifle ligero de su interior. Conocía bien el modelo. Agarrándolo con cuidado se situó de nuevo frente a la ventana, desplegó el bípode, y esperó.
En el fondo, odiaba ese momento. El de la espera. Porque le permitía pensar. Y tomar conciencia del nivel de degradación al que había llegado su vida. Este tipo de encargos eran excepcionales. Y estaban bien remunerados. Algo gordo habrá hecho el tipo, se dijo.
Apenas una hora después, Marcos se puso en movimiento y cruzó la acera. Necesitaba que le señalara el objetivo pues no sabía nada de él. Desde su posición pudo observar sin dificultad cómo se acercaba a aquel hombre de cierta edad tratando de pedirle fuego. Éste lo ignoró y continuó su camino. Unos metros más adelante se detendría en el semáforo. Así que allí descansó la mira. Pero, cuando el rostro entró en escena, le desconcertó verlo llorar de esa manera. ¿Conocía acaso su destino? ¿Le habría visto desde esa distancia? Demasiadas preguntas inoportunas que le hacían pensar. Justo lo que no debía.
El semáforo cambió de color, pero Rubén ni tan siquiera miraba ya. Guardaba su arma. Estaba decidido. Esa misma noche, partiría a Brasil.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Miguel Sancho Cebrián:
Su producción literaria se centra en los relatos, publicados en diferentes revistas y antologías. Es en el género policíaco y en la ciencia ficción donde se enmarcan la mayor parte de sus obras. Ha obtenido el segundo premio internacional de ciencia ficción en Carbono Alterado y ha publicado en ediciones especializadas como Libélulas Negras, Ruido Blanco, Mordedor, Teoría Ómicron o Weird Review.
Miguel Sancho (@MiguelSanchoC) / X
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