No somos más que diminutos granos de materia en movimiento, en tránsito hacia una posición concreta de un universo por el que vagamos para salir de la incertidumbre.
Yo solo había vivido una muerte cercana, la de mi abuela, que no llegó a dejarnos. Se quedó en casa, en su dormitorio, del que únicamente salía para ver en la televisión la novela que no se perdía desde hacía más de una década.
La tarde de su funeral, al regresar del cementerio, no me sorprendió encontrarla sentada en su mecedora frente al televisor encendido. Mi madre se enfadó porque el entierro había costado un dineral y lo menos que podía hacer una difunta decente era ser agradecida y ocupar el espacio asignado, liberando, de paso, el dormitorio que ella ya había proyectado convertir en cuarto de costura.
Pero no, la abuela prefirió quedarse en casa, callada como había sido siempre, y nosotros seguimos con nuestra vida, como si nada hubiera cambiado, pues, en realidad, la yaya había estado siempre más muerta que viva. Este suceso, tan extraordinario pero, a la vez, tan comprensible para mi mente infantil, me hizo entender que existe mucho más que una débil frontera entre lo visible y lo invisible, entre la razón y la irrealidad de la existencia.
La tarde que se desató el apocalipsis yo llevaba mucho tiempo preparada para afrontarlo, aunque entonces no lo supiera. Me pilló en casa, sola con la abuela. De repente, el piso tembló, se hundió en el abismo abierto en las entrañas del bloque de apartamentos y el mundo se paró.
La mesa del comedor, bajo la que nos refugiamos al comenzar el cataclismo, nos salvó. Cuando cesaron las sacudidas, aparté con dificultad los escombros que nos rodeaban y ayudé a la abuela a levantarse. La oscuridad era total y el polvo suspendido apenas me permitía respirar. Palpando grietas entre los muros derruidos, conseguimos ir abriéndonos paso a través de los restos de la casa. El ascenso fue muy penoso, sobre todo para ella, una persona muerta que llevaba años sin hacer ejercicio, pero, al fin, conseguimos arrastrarnos hasta el exterior.
No quedaba nada en pie. A nuestro alrededor todo era ruina y desolación. Grité, pero nadie contestó a mi llamada; escuché, aunque el silencio hería mis oídos como un puñal; lloré y solo obtuve el consuelo de una mano helada que estrechó la mía entre sus huesos.
Teníamos que descubrir dónde se estaban reuniendo los supervivientes y comenzamos a caminar sin rumbo sobre los escombros. Era imposible reconocer las calles, pues toda la ciudad era un inmenso campo de cascotes y amasijos de hierros retorcidos. Tampoco quedaban plantas de ningún tipo. Calculé que una gran extensión limpia que atravesamos había sido el parque, aunque no quedaba ni una brizna de hierba sobre la tierra resecada.
¿Qué había sido de los jardines, de los castaños centenarios, de la hiedra que trepaba por las paredes del quiosco en el que solía comprar limonadas? Tampoco se escuchaba el trino de los pájaros ni corrían los insectos bajo nuestros pies ni el agua manaba en la fuente de Neptuno, ahora derruida.
La garganta me ardía y rebusqué entre las ruinas del quiosco. Encontré algunas latas intactas de gaseosa. Me bebí tres seguidas y guardé las que quedaban en un hatillo que improvisé con los restos de un mantel.
Seguimos la marcha sin encontrar a nadie. Toda la vida animal o vegetal parecía haber sido barrida de la Tierra. La noche nos sorprendió en las afueras de la ciudad, en la que había sido una zona residencial plagada de viviendas unifamiliares, entre cuyos restos solo encontramos el desdén de la aniquilación.
Una idea espeluznante comenzó a estremecerme: ¿seríamos las únicas supervivientes? Era gracioso pensar que una niña y el fantasma de una muerta fueran las últimas habitantes del planeta, pero impuse cordura a mis desvaríos y seguimos caminando para alejarnos de la destrucción.
Cuando el cansancio me impidió continuar avanzando, paramos junto a unas ruinas, a varios kilómetros de la ciudad. La abuela encontró unas latas de sardinas y me obligó a comerlas, pero no pude tragar nada. Me encontraba mal, extenuada, y me mareaba el entorno, que giraba sin parar dentro de mi cabeza, como si intentara elevarme.
Conseguí dormir un rato y, al despertar, me sobrecogió el hermoso espectáculo que danzaba a nuestro alrededor. Miles de luciérnagas surcaban el firmamento y ascendían hasta un mismo punto del cielo. A su paso, dejaban estelas luminosas que se cruzaban, giraban y formaban figuras que bailaban al mismo ritmo, como si siguieran los acordes de una melodía ejecutada solo para ellas.
Me dolían mucho la cabeza y la espalda. Noté que el pelo se me estaba cayendo y reposé la cabeza sobre las piernas de la yaya, que descansaba callada, como siempre, junto a mí. Sus caricias huesudas me infundieron paz y volví a dormirme.
Desperté por la mañana, helada a causa de una niebla fría y densa que nos envolvía. Comprobé que había perdido todo el pelo y observé mi piel, que ya no tenía color. Estaba completamente lívida, igual que la abuela. La espalda me dolía mucho y, aunque casi no podía andar, proseguimos la marcha hacia no sabíamos dónde.
Al atardecer llegamos a lo que dedujimos que había sido un pueblo muy pequeño. En un extremo de la montaña de escombros se distinguían algunas cruces de hierro y estatuas de ángeles. Era el cementerio.
La niebla se fue disipando y un cielo negro, plagado de puntos luminosos, apareció sobre nosotras. La abuela me besó en la frente y se internó por un hueco abierto entre las piedras de una tumba.
Yo extendí las alas que acababan de brotarme en la espalda y ascendí, liviana, iluminando la penumbra, como las luciérnagas que acudían desde todos los ángulos que podía abarcar mi vista, hacia el silencio que nos llamaba.
Allí es donde habito ahora, un lugar hecho de partículas y antipartículas, luz y oscuridad, certeza e irrealidad, memoria y olvido.
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Camino entre las sombras que escapan del doble fondo de la noche, arrebatando al guardián del ocaso palabras que profetizan vértigos e incertidumbre. Con ellas compongo relatos que, tras escapar a través de las grietas de mi escasa cordura, han acabado publicados en antologías como *Tales of Deception* (Ficción 140, 2015), *La última noche, la primera palabra* (Torremozas, 2015), *Cuerpos rotos* (Bitácora de Vuelos, 2017), *Melodías infernales* (Saco de Huesos, 2019), *Visiones 2019* (AEFCFT, 2020), *Reclusión* (Pulpture, 2020), *El despertar de las momias* (Saco de Huesos, 2021), *Pánico, antología de terror* (La Imprenta, 2021). También he publicado cuentos en revistas de género fantástico, como Penumbria, Círculo de Lovecraft, miNatura y Mordedor.
Podéis encontrar a esta sensacional autora en Twitter como: @PatriciaRichm_
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Gran relato, me ha gustado mucho
Sí, es muy bueno y original.
Me ha gustado mucho, durante toda la lectura he estado en vilo, y eso que en un principio me parecía más previsible.
Encantada,un ensueño.
Laura.