Matías Speck se dejó caer sobre la arena, se sacudió los hierbajos de la ropa y se ajustó las gafas antes de mirar hacia el agua. No podía creerlo, pero ahí estaba al fin. La casa, que no se había movido de la pequeña isla en el centro del lago, lo miraba desafiante con su escaso metro y medio de altura, de la base al tejado.
—¿Matías, qué es ésto? —Gruñó Marta a sus espaldas, disgustada.
Estaba quitándose maleza de la cada vez más canosa melena, trastabillando por la playa hasta llegar a él. Cuando estuvieron a la altura, se dejó caer para apoyarse en su espalda, no con animosidad, sino de puro cansancio. Hacía algunos kilómetros que el coche los había dejado tirados, superada ampliamente la distancia tras la que dejaron atrás la última población. Pasaron por varios moteles de carretera, como Marta observó astutamente, y se adentraron en una zona en la que no encontrarían ninguno. Ella lo sabía, había estudiado bien ese viaje y ni siquiera quería ir. Pero Matías no había querido detenerse hasta llegar al lago, inmenso, que se mostraba ahora ante ellos, reflejando las postreras luces anaranjadas del atardecer que no tardarían en esfumarse. La avería del viejo Citroën no era del todo inesperada para ninguno de los dos.
Demasiado lejos para volver andando al último pueblo, no quedaba más remedio que continuar hacia adelante. Marta lo hizo a regañadientes, aburrida de las fabulaciones de su marido. Quizá no por mucho más tiempo. Aquel viaje por las Tierras Altas escocesas, se había jurado a sí misma, era la última oportunidad que se daba para permanecer en un matrimonio gris y desesperanzador. Hacía mucho tiempo que sus noches eran idénticas, monótonas, en las que Matías se quedaba dormido temprano para, según él, “aprovechar las máximas horas de sueño posible”, mientras ella había memorizado el compás de su respiración. Y, cada noche a la misma hora, Marta podía predecir el momento en el que el canoso y hundido pecho de su marido subía y bajaba con más intensidad, mientras de su boca salían murmullos que aprendió a descifrar como “¡La casa! ¡La casa!” Entonces Matías se incorporaba de golpe en la oscuridad, jadeando, gotas de sudor perlándole la calva, y un cierto brillo en la mirada, como esa esperanza dorada que brilla solamente unos segundos mientras el sueño es real y muere con el despertar.
Mientras aquella luz brillaba en el iris, Matías no veía a su esposa. Marta observaba esa extinción en silencio, noche tras noche, a su lado y sin embargo a galaxias de distancia, como el naufragio de un sol. Muerta la supernova, ella se giraba en su lado del colchón y apenas tardaba un minuto en conciliar un sueño plácido y sin interrupciones hasta la mañana siguiente. Mientras, en la otra orilla de la cama, su marido jadeaba desorientado, entristeciéndose poco a poco al comprender que de nuevo se había esfumado su fantasía, y se dejaba sumergir otra vez en la oscuridad hasta el canto del gallo. Y así pasaban los días y los últimos años.
Tras abandonar el Citroën en un recodo de la carretera, habían seguido el camino hasta llegar a la playa. Tan al norte como estaban, aquello no era nada parecido a las playas de arena que uno podría esperar en los climas tropicales o los países mediterráneos. Se hallaban en una orilla descuidada, llena de maleza y ramas secas, arena sucia y piedras que no invitaban a plantar la toalla y tumbarse a descansar. La ribera del lago estaba en calma, a punto de desvanecerse los últimos vestigios del sol entre las colinas. El silencio era total. Una pequeña barca, desvencijada, estaba varada ante ellos, ni siquiera atada a ningún poste, tan vieja que nadie podría reclamar su propiedad. Y sí, en el centro del lago había un pequeño islote sobre el cual se erguía una casita diminuta, como de duende, imposible de alojar a un sólo adulto erguido. Pero era una casa de paredes blancas, con su puerta verde y ventanas a ambos lados, una claraboya circular en lo alto del tejado rojo, de lo que se deducía que tenía dos pisos. Y macetas en el alféizar, e incluso un pequeño jardín. Era una construcción improbable, pero ahí estaba.
Marta se dispuso a vociferar, destruir a gritos la resistencia de Matías. Si aquel matrimonio debía terminar, estaban en un lugar simbólicamente perfecto para ello, en el fin de todo. Por culpa de su empecinamiento se les echaba encima la noche y no tenía la menor intención de dormir al raso. Quizá, si daban la vuelta, podrían llegar hasta el coche a una hora aún prudente y esperar la mañana dentro, provistos de mantas y las provisiones que habían dejado allí. Pero nada de eso parecía preocupar a su marido. Permanecieron juntos un rato, sentados en la arena, mientras él volvía a murmurar “¡La casa! ¡La casa!”, como tantas veces en sus sueños. Cuando se giró para mirarlo, Marta vio en los ojos de Matías el mismo resplandor de cada noche cuando despertaba sobresaltado. Era la primera vez en todo su matrimonio que aquella llama se atrevía a brillar estando los dos plenamente despiertos. “No”, pensó Marta, “en realidad nunca lo he visto”.
Era cierto. Ni siquiera en los primeros años de noviazgo los ojos de Matías, ahora desvaídos, habían reflejado aquel fulgor. En la gran mayoría de parejas de larga duración ardió una vez un fuego auténtico, antes de apagarse por la monotonía y el conformismo. Pero ahora, ese brillo estaba aquí y pronto sería la única luz de la que dispondrían. Matías cerró los ojos, como si quisiese preservarla para más adelante. Sería una larga noche. Se preguntó en silencio, como tantas otras veces, si podría explicar a su esposa que llevaba toda la vida soñando con aquella casa. Año tras año, clavo a clavo, desde que tuvo uso de razón, veía aquel islote en la mitad de un lago del norte de un país remoto del que apenas había oído hablar. Presenció toda la construcción. Los primeros años estaban envueltos en la bruma de la infancia, pero podía escuchar nítidamente el ruido de los ladrillos al juntarse y el martillo contra la piedra. A medida que creció, pudo distinguir claramente una pequeña figura ataviada con una gorra y mono azules de trabajo sobre camisa blanca, con sus herramientas colgando del cinturón. Aquel diminuto carpintero sin nombre llegaba a la orilla, subía a la barca y remaba hasta el islote. Allí, sin prisa pero sin pausa, trabajaba levantando la casa. Primero los cimientos, luego el armazón. Pasó el tiempo y la casa se iba formando. Y, una vez al año, Matías escuchaba perfectamente el sonido del martillo golpeando un clavo. Le resultaba muy sencillo llevar la cuenta, ya que ese único martillazo anual se producía siempre en el día de su cumpleaños. 48 clavos necesitó el carpintero para terminar la casita, y 49 años cumpliría Matías al día siguiente.
Había dirigido toda su vida hacia el momento en que la construcción finalizase, y no halló nada en todo ese tiempo que le despertase una mínima ilusión. Arrastró a Marta a aquel carísimo viaje hasta los confines de Escocia, gastando las vacaciones de todo el año y los ahorros de muchos, a sabiendas de que ya nada podía salvar la relación. No importaba ya. Estaba frente a la casa al fin, aquello que justificaba toda su existencia. A sus espaldas, el sol se puso y la noche cayó sobre ellos.
Marta tenía sobre los hombros la chaqueta de su marido. Tiritaba contemplando la luna llena, cansada, muerta de hambre y de sed. Dudó si encender el último cigarrillo del paquete. Matías estaba de pie frente a la orilla, en mangas de camisa, escudriñando la casa en la oscuridad. Allí, por descontado, no cabían dos personas, quizá ni siquiera una sola en cuclillas sin apenas moverse. La barca, que durante tanto tiempo había llevado al carpintero al trabajo, tampoco podría con los dos. Quizá pudiese aguantar un solo viaje de ida con un único pasajero, pero eso era todo. Si no encendían una hoguera pronto, correrían serio peligro. Marta aferró su mechero dentro del bolsillo y miró la barca. Entre los dos podrían desmontarla fácilmente. Demonios, incluso si Matías no quería ayudar lo haría ella sola. Se le estaban entumeciendo los miembros, pero su marido no parecía estar pasando frío. Había algo en su interior que lo mantenía vivo y radiante contra la noche. Se encaminó hacia la barca, agarró el remo y procedió a empujarla al agua.
—¡Para! —Gritó Marta, echando a correr tras él.
Matías se detuvo y la miró sin comprender. Marta midió bien sus palabras.
—Tenemos que encender una hoguera, Matías. —Dijo. Se acercó lentamente a él, con los brazos abiertos, el mechero bien oculto en el bolsillo. —Dame el remo, cariño. Por favor. —Suplicó. —Nos moriremos de frío.
Matías dejó el remo en la barca, y al inclinarse observó algo bajo la tabla que hacía de asiento.
—Tienes razón, Marta. —Dijo, incorporándose. Se giró hacia ella con las palmas extendidas. —Será mejor que nos pongamos con la hoguera para entrar en calor cuanto antes. Después puedo llegar hasta el coche y volver con mantas y comida. Seguro que por la mañana lo vemos todo con mejores ojos.
Se abrazaron en silencio, la primera vez en mucho tiempo. Se olvidaron del Citroën. Pasó la noche y llegó la mañana, más temprano de lo habitual como acostumbra en aquellas latitudes. El cielo se volvió azul antes de las cinco de la madrugada. El sol se dejó reflejar en las aguas heladas del lago y en las diminutas ventanas de la casa. Una columna de humo brotaba de los restos de una hoguera, a cuyos lados yacían dos figuras desnudas. Llegado el momento, una de ellas se levantó y dejó el mechero junto a la otra, que permaneció inmóvil. En las brasas se consumían los últimos retales que quedaban de la ropa del matrimonio Speck, que es como decir que eso era todo lo que quedaba del matrimonio Speck. La figura tomó el martillo y lo limpió en el agua antes de depositarlo bajo el asiento de la barca, donde también halló el uniforme de carpintero para vestir su cuerpo desnudo. La arrastró hasta la orilla y subió, comenzando a remar hacia la casa. Al final, habían sido necesarios 49 martillazos, uno por cada año de la vida de Matías Speck.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Nací en Eibar en 1987. Siempre me ha gustado leer y escribir. Recibí varios premios en el certamen “Narruzko Zezen” de artículos y guiones teatrales de mi ciudad natal. Posteriormente he publicado artículos culturales en la web El Cadillac Negro, revistas como Plumabierta, Pulporama y la iniciativa Diario de un confinamiento. Últimamente me dedico a probar suerte con relatos oscuros, influenciados por autores como Stephen King, Ray Bradbury, Charles Bukowski, Raymond Carver y, por supuesto, H.P. Lovecraft y su círculo. El periodismo cultural y las biografías musicales también han sido una gran influencia. La gran parte de mi obra entre 2013 y 2017 está en el blog “El hombre Uróboros”. Resido en Edimburgo desde 2015, desde donde participé en la redacción de artículos sobre viaje y turismo en la web Carlos de Ory. Mis actuales proyectos son una novela de ficción y una recopilación de relatos.
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