—Buenos días, clase —, saluda la señorita Mariasun. Comienza un nuevo día, lleno de nuevas posibilidades y esperanzas. Por ejemplo, como que la profesora se haya olvidado de que Amets lleva una semana posponiendo su exposición oral. Cada uno de sus compañeros se ha levantado, ha caminado hasta el estrado y, mejor o peor, ha cumplido con sus deberes. Amets no. Lleva una semana más bien oscura. Desde que comenzó la temporada de lluvias, no consigue levantar cabeza.
Las esperanzas se desvanecen cuando el taconear de la señorita, ya que Amets tiene la cabeza enterrada en el pozo sin fondo que ha creado entre sus brazos, se detiene junto a su pupitre. El niño cierra aún más los ojos. No sabía que eso era posible, pero a veces puede llegar a ponerse realmente oscuro.
—Amets Retegui —, dice Mariasun—, tienes que hacer la exposición. Vamos, hoy no te libras. No quiero excusas.
Amets levanta la cabeza despacio. Parece pesarle una tonelada. Mira a su profesora intentando inspirar algo. ¿Qué podría funcionar? ¿Lástima? Tiene los ojos demasiado borrosos. La cara de la profesora parece un muro de hormigón con dos pozos negros. No puede decirle que hace siete noches que no duerme; cuando se acuesta en el caserío, Inguma se sienta sobre su pecho. La opresión le impide descansar correctamente y, cuando intenta abrir la boca para gritar, las huesudas garras del maligno duende se cierran en torno a su garganta. Fuera, la lluvia cae ensordecedora.
—Se acabaron las negativas, Amets— la señorita Mariasun parece estar más allá del enfado que puede sentir una profesora ante un alumno díscolo y vago. Suena exasperada, y eso no puede ser bueno—. Todos tus compañeros quieren seguir adelante con el temario, y tú te las arreglas una y otra vez para impedirlo. Están cansados. ¿Estáis cansados, clase?
—Síiiii, señorita Mariasun —dicen todos al unísono. Amets camina el paseo de la vergüenza entre los pupitres. La pizarra está a diez kilómetros y las piernas le pesan como si estuvieran hechas de cemento. Esperaría una lluvia de proyectiles en forma de bolas de papel y gomas elásticas, pero la situación es realmente seria. El aula respira un enfado y hastío tan cortantes como una tormenta a punto de estallar.
—Yo… —empieza Amets. Pero se detiene, claro. Nunca estuvo escrito que pudiese articular dos palabras seguidas cuando la mano invisible de Inguma le atenaza la garganta. El pecho. El bajo vientre.
«Concéntrate».
No es mala idea. Consigue respirar hondo y mirar de frente a la clase. El muro de niebla se ha desvanecido un poco. Las caras de sus compañeros están todas fijas en él. Y la profesora…
Inguma está sentado sobre los hombros de la señorita Mariasun, riendo como un loco. Nadie escucha sus carcajadas; resuenan en la cabeza de Amets como una línea secreta. Nunca antes lo ha visto tan nítido, siempre había sido a través del sueño.
«Eso es que se está acercando, Amets».
Si la señorita no lo percibe, no será porque Inguma se comporte discretamente. Golpea con sus pequeños pies puntiagudos el pecho de Mariasun y mueve las garras en el aire. Tiene una cara picuda, de nariz prominente y boca malvada. Luce el aspecto de un duende que vio alguna vez en un libro de leyendas de Euskadi. Lleva un ridículo gorro cónico que cae sobre un lado, y solo le faltan campanillas para parecer un bufón. Cualquiera de los niños es más alto que él y podría darle una paliza, pero eso sería imposible. Primero tendrían que poder verlo. Y oírle.
—Venga, Amets— La señorita Mariasun resopla y su pie repiquetea sobre el suelo—. Cuéntanos algo, lo que sea. Y todo acabará pronto.
Solo que no es ella realmente quien lo dice. Inguma tiene las manos en torno a su cara y hace que su boca se mueva arriba y abajo. Un grotesco ventrílocuo manejando un muñeco de carne.
«Inténtalo».
—Me… me llamo Amets.
Inguma pone dos dedos con uñas afiladas en la frente de la señorita, para torcer cómicamente sus cejas hacia abajo. Ahora está enfadada.
—Vivo en un caserío con mis abuelos. Bueno, vivía. Abuelo está casi siempre fuera. A veces se pasa meses en el monte sin venir a casa. Y abuela…
Amets nota un cambio en las caras de sus compañeros. Tienen el mismo gesto de enfado que la profesora, pero ahora dibujan una sonrisa siniestra. Se están convirtiendo en títeres de Inguma.
«No permitas que el miedo te domine».
—Abuela me llevaba a pasear por el bosque de los árboles pintados. Cuando llovía nos poníamos unos chubasqueros largos que parecían capas. Me sentía como un jinete bajo la tormenta.
Nunca antes le habían salido las palabras con tal facilidad. Será que ver a Inguma ahí delante consigue convencerle de que no está sentado sobre su pecho. Ahora ha sacado un enorme cuchillo con el filo oxidado. Lo aprieta contra la garganta de Mariasun, que sigue con el ceño fruncido. El duende ya no ríe. Se lleva una mano ganchuda a los labios con gesto amenazador. Ordena silencio.
«Esta vez vas a conseguirlo».
—Hace una semana, cuando empezaron las lluvias, Inguma empezó a visitarme por las noches. Se manifestaba a los pies de mi cama, alto como una montaña. Pero hacía trampa. Se ponía delante de la lámpara para parecer más grande. Cuando Abuela apagó la luz, se vio pequeño como realmente era y fue tras ella. Pero tuvo que esperar a que se acostara, claro, porque Inguma es un cobarde. Solo ataca a la gente dormida.
La sonrisa malvada de los niños se tuerce en mueca de un odio tan físico, negro y nauseabundo que Amets casi puede olerlo. Flota en la clase como un cadáver en descomposición.
—Inguma mató a mi abuela con un cuchillo. Lo robó de la tabla de cortar carne y se lo hundió en el corazón. Ahora me hacen pruebas todos los días. Creen…— Amets traga saliva y, para envalentonarse, clava los ojos en el rostro horrorizado del duende—. Creen que estoy mal, que he enloquecido. Todos dicen que hay algo muy malo dentro de mí, pero nadie nunca pregunta qué sucedió. Yo lo sé. Fue Inguma. Está ahí delante.
«Eres muy valiente, Amets».
El cuchillo cae al suelo con estrépito. Hay una línea roja en la garganta de la señorita Mariasun, que de todas formas tiene la expresión vacía. Todos los niños tienen los ojos en blanco. Con un graznido que más bien suena como el de un animal asustado, Inguma salta y corre por el suelo, más pequeño que los pupitres, tratando de alcanzar la puerta.
—Y ahora intenta escapar —dice Amets con decisión—. ¡Detenedlo!
Pero nadie se mueve. Todos están parados como maniquíes. Amets echa a correr tras el duende. Cuando sale por la puerta, cree ver por el rabillo del ojo que la cabeza de la profesora ha caído al suelo con un ruido hueco, como la de una muñeca.
«No dejes que escape».
¿Dónde ha ido? De repente, los pasillos de la escuela se funden y dejan de existir. Detrás solo hay árboles. Están en el bosque pintado, y llueve a mares. Un relámpago estalla en el cielo gris. Amets está calado hasta las cejas y perdido en el monte. Si al menos estuviera Abuelo…
«Abuelo tampoco va a venir. Tienes que enfrentarte a Inguma tú solo».
Hay una luz entre los árboles. Amets corre hacia ella porque sabe que el pequeño duende también irá allí. Necesita hacerse grande otra vez. Es su forma de infundir terror. Amets atraviesa ese foco de luz que lo baña por completo y, por un momento, la lluvia parece detenerse.
«Has venido, Amets».
Tiene que frotarse los ojos para creer lo que ve. Está en un claro, dentro del bosque pintado, pero el cielo es azul y brilla el sol. No, no es solo el sol. Hay una dama blanca en medio del claro, y todo en ella es puro. Inguma yace hecho un guiñapo a sus pies.
—Mari… —susurra Amets. Ella es todo en lo que ha creído alguna vez: la dama del bosque, la guardiana de la luz, protectora de la naturaleza. Ha ajusticiado a Inguma.
«Y ahora, júrame lealtad por siempre».
La voz de Mari retumba en la tierra. Habla por medio del trueno que ilumina la enorme montaña a sus espaldas. Hay una cueva en la cima, de la que surge esa luz. Y ahora la tierra se abre y se inunda, dejando fluir el lago subterráneo. Es como si el mundo antiguo reclamara lo que siempre ha sido suyo. El tiempo de las leyendas es hoy.
Amets se arrodilla ante Mari, que ahora blande una espada. El niño la reconoce; la ha visto en su libro. Es la espada de los reyes.
—Gracias por librarme de Inguma —susurra—. Te serviré por siempre, Mari.
La punta de Excalibur toca sus hombros, juramentándolo. Amets Retegui es ahora otro caballero al servicio de la Dama del Lago.
En realidad, todas las leyendas son la misma.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Carlos Ruiz Murcia:
1987. Detective Salvaje. Entre Euskadi, Escocia y la montaña palentina.
Escribo relatos de terror, misterio, y artículos culturales. Ser nocturnos. Avanzo muy lentamente en una novela de género detective weird western, aunque probablemente nunca llegue a ver la luz. He publicado en revistas como Pulporama, Plumabierta, Círculo de Lovecraft, Dáliva, Exogénesis, El yunque de Hefesto, Retazos de Ficción, La bastarda posmoderana y muchas otras.
También he participado en antologías como Al Azkena se va y punto, Entre Mitos y Pesadillas, De locos y sombreros, Una Navidad de Locos y otras de próxima aparición. A veces escribo relato breve para podcasts como En el espacio de un tiempo, Territorio Extrañer, Noche de terror y Dimensión Misterio, que cuentan con unas voces de talento sobrenatural. Solía creer que el rock n´roll salvaría nuestras almas, pero ya no estoy seguro de nada. Radicalmente en contra de la IA.
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Genial historia. Enhorabuena, Detective.