Doña Abigaíl Guzmán, hija del muy noble barrio de Salamanca de Madrid, se llevó una tremenda decepción el día de su muerte.
No se trató tanto de que le molestara el fatídico e inevitable desenlace sino la chabacana apariencia de la Muerte, impropia de un vecindario de bien como el suyo. En lugar de ir ataviada, como era menester, con el hábito negro y la guadaña, se presentó en su domicilio con un gastado mono amarillo y un rasguñado casco de moto. Había negrura, sí, pero en su piel, un tono equivocado para un personaje de tanta importancia. Completaba su imagen un ancho bigote de ascendencia andina, bajo el que brotaba una voz melodiosa, propia de tonadilleros populares pero incapaz de causar terror mitológico.
—Buenos días. Quisiera hablar con doña Abigaíl Guzmán.
—Soy yo.
—Encantado de conocerla, doña Abigaíl. Soy la Muerte, he venido a acompañarla en el tránsito.
—¿Qué?
—Debo hacerle entrega de su fallecimiento.
—¿Qué clase de broma es esta?
—No se trata de ninguna broma, doña Abigaíl. Soy la Muerte y usted tiene que fallecer hoy.
—¡Usted no es la Muerte!
—Comprendo la conmoción, doña Abigaíl, pero cuanto antes lo acepte será mejor para usted.
—¡Largo de aquí, vulgar repartidor!
—Sin ofender…
Doña Abigaíl Guzmán, indignada por el atrevimiento de ese peruano, estampó la puerta contra su marco, generando un ruido poco elegante. Pero, en cuanto giró la cabeza, de vuelta a la comodidad del aire acondicionado de su comedor, se topó con el tipo reclinado relajadamente en su diván.
—¡Quite sus sucias manos de mi sofá! ¿Cómo ha entrado?
—Son muchos los que tratan de eludir mi visita, por lo que dispongo de habilidades que me permiten cumplir mi cometido con más eficiencia.
—Seguro que es algún truco de los de su calaña.
—¿Los de mi calaña? ¿Se ha encontrado otras veces con la Muerte?
—No me venga con esas, sé cómo son los peruanos.
—Soy boliviano, doña Abigaíl.
—¡Sudacas! Son todos iguales.
—Ah… Así que no puedo ser la Muerte por mis orígenes incaicos. En todos los años que llevo ejerciendo esta profesión nunca me había encontrado un comentario tan racista como el suyo. Estoy gravemente ofendido, doña Abigaíl, y exijo una disculpa.
—¿Una disculpa, sudaca de mierda? ¡Usted me quiere matar!
—Tengo un trabajo honrado, al contrario que usted, que colocó hipotecas a tipo de interés variable, indexadas según la corona islandesa, a inmigrantes de Pakistán que apenas sabían leer.
—¿Qué? ¡¿Cómo se atreve?!
—Tengo una ficha con sus datos personales, doña Abigaíl.
Los gritos llamaron la atención del perro de la casa, un pura raza pomerania cuyos impetuosos dos kilos se presentaron en el salón. El can, creyendo erróneamente que a sus veinte centímetros de altura les correspondía la defensa del domicilio, se puso a ladrar con más entusiasmo que armamento.
—Grgrgrgr… ¡Guau!
Doña Abigaíl Guzmán vio en la intervención de su fiel amigo una excelente oportunidad para expulsar a aquel inmigrante, posiblemente sin papeles.
—Bolita, ¡ataca, muerde!
—Doña Abigaíl, por favor…
El perro, obediente, se lanzó en pos de su enemigo de ultratumba, moviéndose con mucho nervio pero sin decidir por dónde atacar a un adversario que pesaba cincuenta veces más que él.
—¡Guau! ¡Grgrgr! ¡Grgrgr! ¡Guau!
Finalmente Bolita, haciendo alarde de un atrevimiento impropio de su reducido tamaño, agarró la pernera de la Muerte. Sin embargo, su esponjosa cabellera no fue rival para los poderes sobrenaturales de la parca. En cuanto el chucho mordió el pantalón, cayó fulminado por un rayo y, a pesar de ser de pura raza, se orinó sobre una refinada alfombra de Uzbekistán. El pobre can, víctima de su imprudencia, adelantó su cita con la Muerte, como pudo constatarse por el humo que salía de su chamuscada melena y el penetrante y poco glamuroso olor a azufre que inundó ese lujoso comedor del barrio de Salamanca, de Madrid.
—¡Bolita! ¡Dios mío, no!
—Lo lamento de veras, doña Abigaíl, pero no me ha quedado más remedio que defenderme.
—¡Es usted un monstruo! La gente que maltrata a los animales no merece vivir.
—Creo que estoy en mejor posición que usted para juzgar quién merece vivir, doña Abigaíl.
—¡No voy a morir! La semana pasada visité a mi médico, el doctor Echániz, excelente profesional, con decirle que trata a la duquesa de Cromañones. Pues bien, el doctor Echániz no me encontró nada, ni siquiera una pizca de colesterol.
—En otras circunstancias le recomendaría una segunda opinión pero, por desgracia, no dispone de tiempo.
—¡Insolente!
—Fallecerá usted hoy a las 17:30 víctima de un cáncer de pulmón con metástasis en el cerebro.
—¡Eso es imposible!
—Me temo que no, doña Abigaíl. Lleva cuatro décadas fumando dos cajetillas diarias de Marlboro Light.
—¡No me venga con sermones!
—No la estoy sermoneando, doña Abigaíl. Simplemente le recuerdo que el consumo de tabaco es la principal causa del cáncer de pulmón.
—¡Estoy perfectamente sana! ¡Uno no se muere de cáncer de un día para otro!
La Muerte se masajeó los ojos, un tanto hastiada de tener que explicar lo mismo una y otra vez. Ya le había advertido al Jefe que era mejor dejar las cosas tal y como estaban, que los usuarios no se iban a tomar bien eso de morir de repente pero, como siempre, las sugerencias de los curritos como él no se tenían en consideración en las altas esferas.
—El servicio de fallecimiento nunca ha estado bien valorado. Durante los últimos dos mil años hemos recibido una puntuación media de solo una coma dos estrellas. Debido a esto, recientemente hemos efectuado algunas mejoras en el proceso de defunción para que la experiencia sea más agradable para el usuario. En particular, hemos acortado considerablemente la duración de las enfermedades, que era lo que generaba más quejas. Créame: no se pierde nada saltándose las sesiones de quimioterapia.
—Está usted mal de la cabeza.
—Le recuerdo que es usted la que va a tener metástasis cerebral en… Dos minutos.
—¡Socorro!
—Lo siento, pero no la van a oír.
—¡Policía!
Nadie respondió a los desesperados gritos de doña Abigaíl Guzmán y eso que ella se jactaba de conocer a un jefe de comisaría y haber sido vecina de un ministro. Irredenta, cogió su móvil y marcó el 112, decidida a que las autoridades se ocuparan de ese desagradable asunto. Porque, claro, las autoridades estaban para atender las necesidades de la gente de bien, como ella.
Pero, en cuanto sonó el celular, recibió un mensaje que no se esperaba.
—Lo sentimos, en el 112 no podemos atender las emergencias por «la Muerte». Le recomendamos dirija su consulta al 777.
—¡¿Qué?!
Doña Abigaíl Guzmán, vecina del barrio de Salamanca, de Madrid, y que tenía colgada en el balcón una bandera muy española, marcó el 777 con el sudor como único aliado.
—Egun on, Jainkoa telefonoan. Zertan lagun zaitzaket, Abigaíl andrea?
—¡¿Pero esto qué es?! ¡Hábleme en cristiano!
—Lamento que se tome a mal la diversidad cultural de su país, doña Abigaíl. En fin ¿en qué puedo ayudarla?
—¡Aquí hay un hombre que me quiere matar!
—Preferimos la expresión «acompañarla en el tránsito». Siento las molestias, pero en efecto la Muerte tiene programada una cita con usted.
—¡Esto no puede quedar así! ¡Exijo hablar con su responsable!
—Me temo que eso no va a ser posible, doña Abigaíl.
—¡¿Cómo que no?! ¡¿Quién se ha creído usted que es?!
—Soy Dios.
—[…]
—Si no tiene más que alegar, doña Abigaíl, la dejo con la Muerte.
Y así, doña Abigaíl Guzmán, vecina del cristiano barrio de Salamanca, quedó enmudecida tras desaprovechar una conversación con el Altísimo. Tenía que vérselas a solas con el bigotudo.
—Tiene que haber una solución. ¿No puede llevarse a otra persona en mi lugar?
—El proceso de defunción es exclusivo, diseñado específicamente para cada usuario. Realizar cambios de este tipo puede conllevar disrupciones que…
—Acaba de matar a Bolita. ¿No le sirve por hoy?
—Por favor, doña Abigaíl, no se compare usted con un perro.
TI-TI-TI-TI TI-TI-TI-TI
La conversación quedó interrumpida por la alarma de un móvil. La Muerte miró el aparato, comprobando que ya eran las 17:30. Puso expresión grave y anunció con profesionalidad:
—Ahora, si me disculpa, iniciaremos el proceso. No se preocupe, no le va a doler.
—¡Y una mierda!
Doña Abigaíl Guzmán, que iba a misa todos los domingos, asestó un empujón poco beato a la Muerte y la dejó en indecorosa posición sobre la alfombra de Uzbekistán, que menudo día llevaba. Doña Abigaíl huyó por el larguísimo pasillo de su piso y se encerró en el lavabo. Echó el pestillo con más desesperación que expectativa y contó los segundos con los latidos de su corazón.
Tal y como temía, una voz la asaltó por la espalda. El andino morenito había vuelto a atravesar la puerta.
—No empeore su situación, doña Abigaíl.
—¿Empeorar mi situación? ¿Está usted de broma?
—De verdad se lo digo: por su propio bien es mejor que se ponga en mis expertas manos.
El teléfono quiso unirse al esperpento
¡RING!
La Muerte miró origen de la llamada y su incaico rostro se aclaró de repente.
—Oh, oh… Por favor, doña Abigaíl, es mejor para usted…
¡RIIIIIING!
—¡No permitiré que me mate, asqueroso panchito!
¡RIIIIIIIIIIIING!
Acosada, con la frente brillante por la tensión, la Muerte contestó la llamada.
—Hola […] Sí, sé que voy con retraso […] Bueno, es que la usuaria es reacia a terminar su ciclo vital […] Sé que no es excusa pero… […] Haré lo que pueda […] Sí, en cuanto acabe iré a China, por lo de las inundaciones […] Entendido, Jefe.
—¡Un momento! ¿Está hablando con su Jefe? ¡Exijo hablar con él!
—No se lo recomiendo, doña Abigaíl.
—¡Usted no es nadie para decirme a mí con quién puedo hablar! ¡Páseme con su Jefe!
La Muerte, temblorosa, le entregó el celular.
—Buenos días, doña Abigaíl Guzmán.
Doña Abigaíl Guzmán, vecina de toda la vida del barrio de Salamanca, de Madrid, quedó complacida por la voz enérgica y sensual que emergía del celular. Era un timbre que transmitía seguridad y un acento educado que era el que ella merecía.
Le sonaba esa voz, estaba segura de haberla escuchado anteriormente, pero no lograba identificarla.
—Buenos días.
—Mi empleado manifiesta que está usted disconforme con perecer en el día de hoy.
—Por supuesto que estoy disconforme. No puedo fallecer de cáncer porque la semana pasada me hizo un chequeo el doctor Echániz, que determinó que mi estado de salud es excelente.
—Vaya… Entiendo que se ha producido un error.
—¡Lo que yo decía! ¡Claro que se trata de un error!
—Lo lamento de veras. La Muerte es muy celosa con su trabajo. No la culpe por ello, doña Abigaíl. Se trata de un simple empleado, ya sabe cómo son. Se ciñen a los protocolos, no son capaces de tratar casos especiales como el suyo.
—Sí, ya sabemos cómo son los empleados. Estaba segura de que si lo escalaba a una persona competente lo aclararíamos en seguida.
—Según veo en su ficha, le corresponden otros treinta años de vida. ¿Le parece una cantidad suficiente para sus necesidades?
—Sí, me parece una cantidad suficiente.
—Para su entera satisfacción, desharé el desagradable incidente con Bolita. ¿Está de acuerdo?
—¡Por supuesto!
En un parpadeo, Bolita se levantó de la alfombra con su pelo meciéndose y un agradable olor a champú canino. Un tanto desorientado, el chucho se movió nervioso de un lado a otro entre las lágrimas emocionadas de su dueña.
La misteriosa voz que se escondía al otro lado del teléfono volvió a hablar.
—Ya tengo sus papeles listos. Para finalizar el proceso y suspender su fallecimiento, debe pedir que trasladen su expediente al Jefe de la Muerte.
—¿Y ya está?
—Sí, solo debe pedir que yo me haga cargo de su caso.
—Solicito que mi caso lo lleve el Jefe de la Muerte.
—¡Perfecto! Sabía que nos entenderíamos. Asunto resuelto. Su fallecimiento queda anulado, dispone de treinta años más de vida. Que pase usted un buen día.
—Gracias. Por cierto ¿cómo se llama?
PIIIIIIIII…
Extrañada, sin saber quién había sido ese misterioso interlocutor, doña Abigaíl Guzmán se quedó con el teléfono en la mano. Se lo tendió a ese peruano, o boliviano, o lo que fuera, con cuidado de no tocarlo. Esas gentes eran portadoras de enfermedades.
La Muerte se guardó el celular, negando con la cabeza con expresión acongojada.
—Y usted ya se puede largar de aquí. ¡Matarme a mí! ¡Ja! Menos mal que al final lo he puesto en su sitio.
—Debió hacerme caso, doña Abigaíl.
La duda la asaltó.
—¿Por qué? —No es buena idea hacer un pacto con el Diablo.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Pedro Pablo Enguita Sarvisé nació en Barcelona en 1975, si bien no recuerda gran cosa del evento y cree que la mayor parte del mérito no fue suyo. Luego se licenció en Físicas para hacerse el interesante, en lugar de cultivar saberes más prácticos como la alineación del Barça o la diferencia entre los pantalones corsarios y bermudas. Trabaja como informático o al menos eso le han dicho. De momento ha publicado 22 cuentos en múltiples medios y una antología llamada “Los pintores de estrellas verdes”. También tiene escritas cuatro novelas, que amenaza con publicar algún día.
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Con este título no puedo resistirme a contar la na anécdota que me sucedió hará unos 20 años: era muy temprano, había niebla y ese viento frio que viene del mar; embuchada en mu cazadora y somnolienta, camino al centro sanitario cuando una furgoneta se para cerca de mi y un joven me pregunta por una dirección, le indico y siguen su marcha. Cuál fue mi sorpresa al leer el rótulo del vehículo: «Matamos a domicilio». No puede ser, con la niebla y el sueño algo no entendí.
Durante el día olvidé el asunto pero, hacía la noche oigo hablar a un grupo de chiquiteros del pueblo, los compañeros se reían de lo que contaba, fue cuando intervine: yo también los vi, afirmé sería. Silencio total.
Se daba la casualidad de que el hombre y yo nos conocíamos por las horas que pasábamos juntos en el médico, me confesó que le dio pavor, no encontramos más testigos de la visión y fuimos, bastante tiempo el chiste del pueblo.
Pues unos años después, haciendo el trayecto Vigo-La Guardia por la costa, veo en un muro un gran mural pintado que ponía «Matamos a domicilio», reconocí el color de las letras de la furgoneta. Rápida lo publiqué por el pueblo y no pocos pasaron por el lugar para ver si era cierto.
El hombre que compartió visión conmigo tenía claro que a los que estábamos más allá que aquí, nos darían una muerte dulce en casa, yo ni lo imaginé ¿Quién iba a llamar para que viniesen a darnos matarile?
Llegó la voz de la cordura, una mujer de mundo, mi hermana mayor decidió buscar a esa gente y descubrió que era una empresa que venía a casa a dar muerte dulce a las mascotas.
¿Cómo no lo pensamos antes? Yo nunca tuve mascota, ni pensé en esos servicios, el otro creía que la palmaba y se asustó ¡Menudo par!
Una anécdota sin pies ni cabeza en la que dos moribundos aferrados a la vida vieron lo que quisieron ver.
Posdata: los dos seguimos aquí y el mural en su sitio. Resultó una empresa próspera.
Y todo esto por el título de un relato que nada tiene que ver con lo que os he contado.
Mis disculpas por la chapa, pero la ocasión lo merecía.
¡Qué buena anécdota!
Mientras te leía busqué eso de «matamos a domicilio». No pude resistirme. Me salían empresas de desratización y desinsectación.
Ahora que sé el final, no puedo dejar de acordarme también de una peli titulada Juan de los muertos. Es una comedia de zombies rodada en cuba y el protagonista, un buscavidas que decide montar una empresa para matar zombies, utiliza la frase «matamos a sus seres queridos» para publicitarse.
Es un placer leerte siempre, Laura!