– Buenos días, señora Riley– saludó Agnes, cargando su cesto con ropa sucia escaleras abajo. La mujer, que portaba un niño en su cadera y arrastraba otros cinco tras ella, la saludó con una sonrisa en su rostro redondo y lleno de pecas.
– Oh, hola, querida– saludó, acariciando la cabecita del bebé que parecía muy entretenido mientras chupaba su mano– ¿Cómo dormiste?
– Muy bien– respondió, sonriéndole a los niños– Aunque Jane estuvo llorando de nuevo– la señora Riley asintió, suspirando.
– Pobrecilla, nunca ha podido superarlo– Agnes cabeceó, pensando en la pobre muchacha.
– Lo sé. Luego hablaré con ella– decidió, retomando su camino.
Agnes recorrió los largos pasillos, saludando a los residentes con una sonrisa o un gesto mientras se dirigía a la lavandería. La mansión era enorme y le tomaba mucho tiempo llegar de un sitio a otro, pero, no le importaba. Era su hogar. A través de las enormes ventanas de estilo gótico, el perezoso sol de otoño se colaba en la estancia con timidez para dotarla de cierta tibieza. Agnes amaba la mansión. Perdió a sus padres siendo muy joven y, durante mucho tiempo, vagó por el mundo sin saber a quién recurrir. Sobrevivió haciendo pequeños trabajos temporales y viajando de un lugar a otro, como una hoja arrastrada por el viento, sin raíces, sin lugar. Hasta que un día, un hombrecito extraño apareció en su puerta, con una carta ribeteada de negro.
Aparentemente, era de un abogado que cumplía la penosa tarea de informarle que su querido tío abuelo William (del que jamás supo de su existencia) acababa de morir en extrañas circunstancias y, por ende, ella se convertía en la única heredera y propietaria de la Mansión Treverton. Así, empujada por los hilos del destino, dejó atrás su minúsculo y húmedo departamento y se trasladó a vivir a la campiña, en Wiltshire. Allí la esperaba el abogado con una sonrisa torcida y, luego de firmar los papeles, la dejó en su nueva mansión de veintitrés habitaciones con sus respectivos baños, con un cuarto de sol, tres salones de baile y caballerizas incluidas. Y entonces comenzó la aventura más singular de su vida.
Un beduino pasó por su lado, arrancándola de sus cavilaciones mientras jalaba las riendas de un camello. La muchacha sonrió, acariciando brevemente la joroba del animal.
– No olvides limpiar sus gracias esta vez, Ahmed– recomendó y el hombre asintió con una inclinación, sonriente.
Agnes bajó los escasos tramos de escaleras que la llevarían al sótano y entró a la lavandería, dando un respingo al ver a un hombre desnudo en medio de la estancia.
– Oh, por Dios, Sebastián, ¿no podrías usar algo mientras lavas tu… sábana? – se quejó, apartando la mirada de la desnudez del joven soldado romano.
– Es una toga, querida. Y no, lo siento, ya no tenía nada limpio… estas cosas nunca dejan de sangrar y manchan toda mi ropa– Agnes se acercó y miró sus heridas con curiosidad. Las flechas atravesaban la carne limpiamente y la sangre brotaba en sendos hilillos, sin detenerse jamás.
– ¿No te duelen? – preguntó en voz baja. Las heridas del santo siempre lograban conmoverla. Era una injusticia que debiera cargar con las pruebas de su martirio por toda la eternidad, como si su muerte no hubiese sido suficiente tortura.
– ¿Ahora? – preguntó él, sonando genuinamente sorprendido. Lo pensó por un momento y, finalmente, negó con un gesto– No, ya no. Cuando me las hicieron…– siseó, fingiendo estar dolorido. Agnes lo miró preocupada y él le guiñó un ojo– No te preocupes, querida. Ya no duelen. Pero, cuando las hicieron… Dios, no querrás saber lo que es un dolor como ése.
– No, no quiero saberlo…– asintió Agnes, robándole una sonrisa al joven santo– ¿Te traigo gasa o algo?
– Eres un dulce– sonrió Sebastián. La muchacha fingió seguir enfadada y lo apuntó con un dedo acusatorio.
– Lo seré cuando te cubras, desvergonzado– acusó y él abrió los brazos, suspirando con falsa resignación.
– Solo muestro lo que Dios me dio– exclamó dramáticamente antes de que ambos comenzaran a reír. Agnes enjugó una lágrima que asomó en la comisura de sus ojos y recogió su canasto con ropa sucia para cargar la otra máquina.
– No mientas, quieres que Caspar te vea así…– rebatió, mientras agregaba el detergente. Sebastián bufó y se apoyó sobre la secadora, mirándola con ojos de cordero degollado.
– ¿Cómo podría verme Caspar si siempre está de espaldas? – se quejó. Agnes conocía su fascinación por el extraño personaje de la pintura de Caspar David Friedrich. El pobre no podía mostrar su rostro ni volverse, para desgracia del joven santo. Ella sabía que “Caspar” (lo llamaban como su autor, ya que no tenía nombre) también sentía algo por el joven santo, pero su idilio estaba condenado desde antes de nacer… ¿cómo podrían estar juntos si ni siquiera podían verse de frente?
– No es su culpa que lo hayan pintado así, Sebs– le dijo y el joven sonrió con tristeza, apoyando su rostro atractivo en una mano mientras la sangre seguía fluyendo de sus heridas.
– Lo sé– suspiró, resignado– Ahora, sobre esa toalla y las gasas…
– Sí, sí ya voy.
Agnes subió a buscar la toalla, pensando en la triste vida de los residentes de la mansión. Todos ahí eran personajes de cuadros famosos, réplicas baratas que ella recogió de la calle o de mercados de pulgas. Abandonados, olvidados, consumidos por la polilla y la humedad. Así llegaron todos ellos, y uno a uno se decidieron a dejar los marcos que los contenían para habitar la casa, convirtiéndola en un crisol de nacionalidades, lenguas e historias que convirtieron la solitaria vida de la muchacha en una aventura sin fin. Agnes pasó el resto de la tarde degustando los pasteles preparados por una entusiasta María Antonieta, persiguiendo a Sebastián para cubrir su indecorosa desnudez y buscando a Jane entre los pasillos. La joven “reina de los nueve días” pasaba sus días llorando por los rincones, incapaz de olvidar su tragedia.
Se cruzó en el camino con los veraneantes de la isla de la Grande Jatte y los melosos amantes del beso de Gustav Klimt. Agnes siempre se preguntaba cómo no le dolía el cuello a la pobre mujer, torcido para siempre en aquella extraña posición. Los estrambóticos colores del rostro de Marilyn la saludaron en la escalera y ella respondió con un gesto, sin detenerse. Tenía que tener una seria conversación con la joven si quería pasar una buena noche, al menos una vez. La encontró en una de las habitaciones de la torre, muy similar a la que ilustraba su cuadro. La acompañaban sus doncellas, quienes la seguían a todos lados como una sombra. Ellas se encargaban de guiar a su joven señora, ya que nunca pudo quitarse la venda que usaron para cegarla y evitarle la tragedia de ver su propia muerte.
– Señoritas, ¿podrían dejarme con Jane? – pidió Agnes y las doncellas asintieron, dejando a su señora a solas con la joven. Jane permaneció en silencio, con la cabeza gacha.
– Es tan injusto…
– Lo sé, Jane. Es muy injusto. Te castigaron por algo de lo que no tenías culpa, por la ambición de otros… pero, seguir lamentándote tras todos estos años no tiene sentido, linda. Todos los que tienen un cuadro con su imagen dentro de esta casa vivirán para siempre aquí, ¿así es como quieres pasar el resto de la eternidad? – preguntó y la adolescente mantuvo la cabeza gacha, temblando. Permaneció una eternidad en silencio, pensativa y luego, finalmente, alzó su rostro redondo hacia ella, adornado con una tímida sonrisa.
– No…– murmuró para enorme alivio de Agnes.
– Entonces, ven conmigo– dijo, acercándose a ella y cogiendo su mano con cariño– Salgamos de aquí. Hay mucha gente que quiere saludarte…
Descendieron, cogidas de la mano, la larga escalera que las llevaría al salón donde las esperaban el resto de los residentes de la mansión. Agnes mantuvo siempre su vista al frente, ignorando el enorme marco cubierto con una pesada tela de terciopelo violeta. Ése era el único cuadro de la mansión que permanecía cubierto y la razón era una pequeña placa en el centro que rezaba en letras doradas: Autorretrato de Agnes Treverton.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Génesis García (Chile, 1990) es historiadora, madre a tiempo completo y escritora. Ha publicado diversos cuentos en las antologías de la Editorial Gold de Colombia, tales como Complemento, No sólo los sueños se hacen realidad, y Camino; este último ganador del II Certamen de Relatos Cortos José Alberto Lario “El Flori”, de la comunidad de Lorca, España. Pueden leerla en revistas como Amalgama de Letras, Anacronías, El Nahual Errante, Mailén Literario, Interlatencias y Especulativas.
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