Desperté con la ría en los ojos. Antes de abrirlos ya la había sentido en el alma, tan mía desde que llegase a la ciudad por primera vez. Pero ahora, desde que me había ido a dormir la noche anterior en aquella mullida cama de la habitación del hotel, el arrullo de las aguas y el sonido de las gaviotas se habían convertido en parte intrínseca de mi existencia. Nunca más podría marcharme, y lo sabía.
Tomé el desayuno y salí a saludar al Nervión. Subí al puente y jugué a pasear con los brazos estirados, como flirtea el trapecista en la cuerda con el abismo. Me imbuí del olor a mar, y las chispas reflejadas por el sol sobre la superficie de las suaves y ondulantes olas se metieron en mis ojos. Antes de que me diese cuenta estaba saludando a Getxo y a sus casitas blancas pescadoras con las puertas verdes como el campo en primavera.
Yo no tenía próxima parada, ni destino. Aquel lugar sencillo y hermoso me había conquistado, y lo demás ya no importaba. El viento era tan mío como lo eran los peces o la montaña. Por la noche podía regresar al hotel o quedarme sentada en un banco de madera, frente al agua, a ver pasar las barcas. La vida y el futuro pertenecen a los que no miran el reloj, porque siempre pueden estar en cualquier parte y han comprendido que el truco no consiste en cumplir plazos desganados, sino en ofrecer siempre lo mejor de uno mismo.
Me alegró el corazón la sonrisa de aquel niño. Jugaba con la peonza, como antes. Su bici aparcada en la esquina de una casa encalada esperaba paciente para retomar su carrera contra el viento. Pero el chico miraba los pájaros e intentaba que su juguete siguiera danzando bajo la armonía de la punta metálica: él también comprendía el verdadero significado de la existencia.
Alguien, en algún lugar, tocaba una guitarra. El leve murmullo de los transeúntes pasando me tranquilizaba. No estaba sola en el mundo, pero tampoco acompañada, y eso era suficiente.
Cuántos años malgastados, pensé. Cuánta insatisfacción por no conocer el modo de empleo de mis días. Por complicarme con ecuaciones imposibles cuando todo era tan simple como el giro de la peonza. Y que lo hubiera comprendido mirando al mar y subida en aquel puente…
Sentada sobre los peldaños de la casa blanca fui humilde; aprendí de la grandeza de la simplicidad y terminé de darme cuenta. Ya no tendría que saciar mis deseos de volar destronando cumbres, luchando contra molinos de viento u ofreciendo excusas: por fin sería yo misma.
Dichosos los ojos.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Belén Conde inició su viaje literario en 2015, aunque lleva escribiendo más de dos décadas. Ha divulgado artículos en periódicos y revistas y publicado historias y microrrelatos para editoriales como San Pablo, El Libro en Blanco o La Pajarita Roja, entre otras. Su obra «Luz y Tinieblas» ganó el premio Boolino de ficción juvenil en 2017, y fue publicada por la editorial Bruño ese mismo año. En 2021 publicó «Las Horas Prestadas», una novela corta de narrativa juvenil. Es licenciada en Filología Inglesa y tiene un máster en Criminología y Psiquiatría Forense.
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