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El planeta envuelve el Prometheus con una manta de fuego que hace temblar su milenaria estructura. Pero el módulo de descenso sigue imperturbable su descenso. Frena, deja atrás las brasas de la reentrada y se zambulle en el mar de nubes de Dawnu. Tras haber recorrido cien años luz, recorre con avidez los últimos kilómetros que lo separan del bosque que espera abajo.
Kayla, nerviosa, mira el altímetro, en el que los números se deshacen con vertiginosa velocidad. Espera que Hu, el piloto, sepa lo que está haciendo. Ahora el Prometheus está en sus manos y Kayla no tiene otra cosa que hacer que esperar y confiar en que todo acabe bien. Mira a través de la ventana, pero no ve nada. El Prometheus está envuelto en el monótono gris de las nubes. Maravillada, constata que unas tímidas gotas de agua se aferran al cristal, resistiendo la furia del viento. Casi llora de emoción. Lluvia. La última vez que vio llover fue hace mil años.
Por fin, el módulo se libera de la vaporosa prisión de las nubes y ve, por primera vez, la superficie del planeta que le espera. Al llegar a dos mil de metros de altura, el monstruo de metal despierta, rompe la quietud de la selva con un rugido de fuego, desacelera, abre su tren de aterrizaje y se posa en la rudimentaria pista de aterrizaje que han construido los nativos, entre las dormidas ruinas de una ciudad abandonada.
Los motores se paran y el silencio vuelve a la durmiente ciudad.
Kayla examina el terreno circundante. El Prometheus se alza sobre hierba que los nativos han segado a conciencia. Un círculo perfecto, de unos cien metros de radio, con un símbolo dibujado en el interior: una especie de Z que, por lo que saben, significa «aparcamiento». Alrededor de la pista, cuatro hogueras danzan al son del viento. Es una señal, una especie de faro primitivo para guiarles en el descenso. Los dawnuanos les han invitado a aterrizar allí. O, al menos, eso es lo que cree Kayla. Espera no equivocarse.
Al fin, Kayla da la orden de salir a la superficie y dos recelosas figuras salen del módulo de descenso. Fuera de su cascarón de metal, se protegen embutidas en trajes espaciales. Miran a su alrededor, a lo poco que queda de la ciudad; unos sobrecogedores restos que se ahogan entre una vegetación espléndida y triunfal. Los huesos de los rascacielos siguen apuntando hacia arriba, reclamando en vano ese futuro escrito en las estrellas que nunca se hizo realidad.
El corazón de Kayla retruena en su pecho. Cada paso que da la llena de emoción. Mira a su izquierda, a su derecha, a todos lados. Gracias a las transmisiones de los dawnuanos, tiene una cierta idea de cómo es la fauna y flora del lugar. Pero, a pesar de saber lo que se va a encontrar, no puede sino admirar las maravillas que la naturaleza despliega frente a sus ojos.
Incluso la humilde hierba es una maravilla. Las hojas negras crujen bajo sus pies, liberando semillas filamentosas que se dispersan en el aire.
Si la hierba es capaz de dejarla boquiabierta, los árboles juegan en una liga diferente. Un gran árbol espinoso reina con malicia en un claro, rodeado de troncos muertos. Es un árbol terminator y los restos que lo rodean son sus víctimas. Kayla detecta en esos despojos algo que jamás ha visto en un árbol terrestre: están acribillados, espinas cargadas de veneno que les ha disparado el terminator.
Kayla deglute saliva, mira a todas las víctimas del terminator y se dice a sí misma que es mejor no pasar cerca del árbol asesino.
Pero el terminator no puede cantar victoria, unos cuantos valientes se atreven a plantarle cara. Kayla los reconoce en seguida, son árboles tesla. Tienen una estructura que a simple vista recuerda a un ciprés terrestre pero un análisis más detallado revela que algunos de sus tallos adoptan formas caprichosas. En su copa una larga rama busca el cielo; recta, lisa y carente de hojas. A media altura crecen otras ramas igual de rectas, lisas y carentes de hojas que la de la copa, aunque estas no crecen hacia arriba sino en horizontal, directamente hacia el árbol terminator.
La primera vez que –siglos atrás– los científicos de la Tierra vieron los árboles tesla se preguntaron qué utilidad debía tener esas largas ramas carentes de hojas y por qué unas apuntaban hacia el cielo y otras hacia los terminator. Entonces vieron cómo se comportaban los árboles tesla durante una tormenta y comprendieron: actúan como pararrayos, atraen la electricidad del cielo, la canalizan y la descargan… Sobre los terminator. Resulta que el veneno de terminators es altamente inflamable por lo que, cada vez que la electricidad golpea a uno de ellos, este se abrasa en su propio veneno.
La fauna también es extraña y maravillosa. El aterrizaje ha espantado a la mayor parte de las criaturas pero algunas vuelven a asomarse con timidez. Kayla divisa una especie de caracol que extiende dos largas antenas al aire. Es el equivalente a las arañas terrestres; entre las antenas hay una película pegajosa en la que quedan atrapados los insectos voladores. En el aire, grandes enjambres de libélulas se preparan para la migración anual al otro extremo del continente.
Kayla se maravilla al ver todos esos prodigios de la evolución. Darían para toda una vida de estudio pero no es eso lo que ha ido a hacer allí. Ella ha ido a encontrar una civilización extraterrestre. Gracias a este encuentro, Kayla entrará en los libros de historia y las futuras generaciones de humanos y dawnuanos recordarán su nombre. Eso es lo que de verdad importa.
–Es una suerte que estemos aquí –dice Hu, el piloto–. Imagínate cómo debe ser para Sikandar.
Kayla y el piloto se miran con complicidad tras el aislamiento de sus escafandras. Sonríen. Son dos tipos con suerte. Kayla y Hu están en la superficie, camino de la gloria. Pero el tercer superviviente de la Ulysses, Sikandar, está confinado en órbita. El protocolo dice que alguien debe quedarse en la seguridad del espacio por si las cosas se tuercen. Kayla es la capitana y Hu el piloto así que ambos tienen plaza asegurada en el módulo de descenso. Sikandar, oficial de comunicaciones, no es imprescindible en la superficie así que lo relegan a quedarse arriba.
Sikandar, prisionero en órbita, con la Ulysses convertida en celda, está muriéndose de envidia. Mata su frustración trabajando. Mientras Kayla y Hu se llevan los laureles él sigue tratando de reparar los equipos de comunicaciones. Hasta que Sikandar no lo consiga, la nave será incapaz de restablecer contacto con el Sistema Solar.
Kayla escucha un pitido; impertinente y taladrador, delata que el sistema ha detectado algo. De inmediato, la amenaza parpadea en su visera, un círculo rojo señala algo que se esconde en la insondable selva. Los sensores vomitan datos: formas de vida que se acercan, ocultas entre la maleza. Kayla se detiene, indecisa, mientras veinte indígenas emergen de entre los matorrales.
El corazón de Kayla da un vuelco. No es que no conozca la fisionomía de los dawnuanos, todo lo contrario. Ha tenido tiempo de sobras para estudiarla. Todo su cuerpo está cubierto por escamas marrones. Tienen cuatro patas en cuyo extremo asoman unas duras pezuñas. Entre esas patas, el tronco; hinchado, es el de un herbívoro. En medio del tronco se encuentra el largo cuello del alienígena, irguiéndose en perfecta verticalidad. De la garganta emergen dos trompas que sirven a modo de manos. Y, coronando el cuerpo, reina la cabeza, cuyos cuatro ojos contemplan todo con curiosidad.
No han podido establecer contacto con esa civilización preindustrial, así que nadie está seguro de cómo van a recibirles. Kayla aguza la vista y siente un escalofrío. El comité de bienvenida no es muy prometedor. Todos los alienígenas blanden armas. Arcos, lanzas y machetes. Con sus grupas tensas, saltarán sobre ellos a la mínima provocación.
Kayla resuella y trata de controlar el temblor de sus piernas.
Repasa los conocimientos que tiene de la biología y sociología dawnuana. Tienen dos sexos pero no están distribuidos equitativamente; cada grupo está gobernado por una única hembra, la reina, que se pasa el día dando órdenes, copulando y pariendo. El resto del grupo está formado por machos, que obedecen estrictamente las órdenes de la reina, pues de ello reside su única posibilidad de copular. En resumen: esos guerreros no les atacarán mientras la reina no lo ordene. Pero si lo hace, Kayla y Hu se enfrentarán a una jauría de guerreros ansiosos por parecer el más fuerte, el más hábil y el más valiente, porque solo los mejores copulan con la reina.
Genial, así que frente a ella tiene veinte machotes que están ansiosos por demostrar que derraman sangre mejor que nadie. Pero Kayla no se echa atrás. No ha renunciado a su familia, a su maternidad, a su mundo natal y ha pasado por la muerte para echarse atrás a escasos metros de la victoria. Eso es lo que de verdad importa.
Los alienígenas no avanzan. Permanecen quietos, a la espera de órdenes. Corrección: hay uno que sí lo hace. Un dawnuano que se acerca con paso derrengado. El peso de la edad ha doblado las trompas y las ha teñido de gris. Un anciano.
Kayla se alivia al percatarse que prefieren hablar a matar. No va hacia ella una horda de guerreros furiosos sino un anciano que lucha contra la edad y el dolor de las extremidades.
Al fin, ha llegado el momento de la verdad. Kayla se emociona al pensar que está a punto de protagonizar la primera entrevista con una especie alienígena.
Pero su emotividad pasa rápido y su mente analítica examina los detalles. Se asegura de que el ser que se acerca a ella no lleva ninguna arma. Le llama la atención que el dawnuano no lleva ropa: solo unos burdos calzones, una bolsa atada al tronco a modo de las alforjas de un caballo y unos adornos vegetales en la cabeza. Todo esto corrobora lo que ya saben: por algún motivo, todavía por aclarar, los alienígenas han perdido su tecnología industrial.
El cielo retumba ante la emoción del encuentro. Se oscurece, preñado de agua. Las primeras gotas caen y Kayla siente el rítmico impacto de la lluvia contra su casco. Sus nervios crecen. La separación entre ella y el dawnuano es cada vez menor.
El que memoriza las cosas evalúa la situación. Él también está nervioso, más de lo recomendable para su venerable edad, pero no piensa echarse atrás. Sus cuatro ojos, cansados pero sabios, siguen mirando al frente, a los Otros a los que se dirige bajo la lluvia.
El corazón de Kayla está a punto de salirse de su pecho. Finalmente, cuando el alienígena está a apenas cinco metros, Kayla levanta su mano derecha y dice una frase en dawnuano o, al menos, era dawnuano mil cien años atrás.
−Saludos. Mi nombre es Kayla. Yo y mi compañero Hu venimos de otro planeta en son de paz. En nombre de nuestro gobierno, os hacemos entrega de estos presentes –dice Kayla y, acto seguido, se arrodilla para dejar en el suelo un collar de obsidiana, un libro escrito en dawnuano y dos figuras de titanio que representan a los humanos.
El que memoriza las cosas hace una señal a los guerreros de atrás para indicarles que, de momento, todo va bien. Los Otros tienen intenciones pacíficas o, al menos, eso dicen. El que memoriza las cosas se sorprende al escuchar a los Otros hablar en el dialecto arcaico, apenas comprensible, de los Antiguos. Esa es una cuestión que tendrá que investigar, pero no ahora. Lo que realmente le interesa es que puede comunicarse con los Otros.
Ejem, no exactamente. Hace tiempo que El que memoriza las cosas no habla en Antiguo. Ha leído mucho en Antiguo, claro, pero no tiene casi nadie con quien hablarlo. Si bien eso no le arredra. El que memoriza las cosas se detiene, junta sus trompas para concentrarse y se adentra en la trastienda de su oxidado cerebro para buscar las palabras que usaban los Antiguos.
−Bienvenidos, navegantes del cielo a La ciudad que una vez fue –dice extendiendo hacia delante sus dos trompas a modo de saludo–. Mi nombre es El que memoriza las cosas y vengo en representación de nuestra amada reina, quien os saluda y desea que hayáis tenido un buen viaje. Tomad estos presentes como muestra de amistad –dice. Introduce una trompa en el zurrón, extrae su contenido y lo deposita con mimo en el suelo.
Kayla echa un vistazo. Son frutas, envueltas en hojas. La clásica hospitalidad del salvaje. Pero lo cierto es que tienen buena pinta. Por un momento acaricia la idea de quitarse la escafandra y comérselas allí mismo. Pero no puede. Las órdenes son estrictas. Bajo ningún concepto deben exponerse a la abundante población de bacterias del planeta; de comérselas mejor no hablamos, corren riesgo de sufrir una intoxicación alimentaria.
–Nuestra reina os invita a disfrutar de la hospitalidad de nuestra tribu –prosigue El que memoriza las cosas.
–Muchas gracias –repone Kayla–. Pero la reina de nuestra tribu no quiere que nos alejemos de la nave. En ella se encuentra la magia que nos permite comunicarnos con ella.
El que memoriza las cosas asiente. Todo ser civilizado debe obedecer a la reina.
Kayla y el dawnuano se miran fijamente, preguntándose cuál será ahora el siguiente paso.
–Decidme ¿venís de las estrellas?
–Sí. Venimos de muy lejos, de un mundo llamado la Tierra.
Los cuatro ojos del dawnuano se abren, hipnotizados por el poder de esas simples palabras.
−¡La Tierra! Vosotros y los Antiguos erais amigos, hablabais a través del espacio mediante las ondas. Los Antiguos dejaron escrito que habíais enviado una nave que cruzaría el océano negro y llegaría hasta nosotros. Así que os estábamos esperando. Es un honor.
–Sí. Por eso hemos venido hasta aquí. Queríamos saludaros en persona, no mediante las ondas –corrobora Kayla.
–Nosotros perdimos la magia de las ondas hace tiempo pero veo que vosotros no. También tenéis naves que surcan el cielo. Vuestra magia sigue siendo muy poderosa –dice, admirado.
Un nuevo silencio. Kayla se muerde el labio y decide preguntar aquello que ha estado atormentándola desde que resucitó.
–¿Qué os sucedió? ¿Cómo volvió vuestra civilización a este estado primitivo?
El que memoriza las cosas cierra dos de sus cuatro ojos. No entiende la pregunta.
−¿Estado primitivo? Nuestra civilización está mucho más avanzada que la de los Antiguos –responde finalmente.
−¿Por qué dice que su civilización está más avanzada que la de los Antiguos? La tecnología de los Antiguos estaba más avanzada. Tenían ciudades y naves espaciales. Eso es lo que de verdad importa.
−¡Ah, la tecnología! Solo sois capaces de ver los restos de las ciudades y las bases abandonadas en las lunas… Sí, hemos perdido eso –admite–. Pero no fue eso lo que nos destruyó. No es eso lo que de verdad importa.
−¿Qué sucedió? –apremió Kayla, dando un paso adelante que intimida al nativo– ¿Hubo una guerra? ¿Agotamiento de recursos? ¿Cambio climático?
−Los Antiguos se cegaron con el poder, el conocimiento, la belleza o el dinero y se olvidaron de lo más básico: la vida. Nuestra civilización llegó a contar con cinco mil millones de habitantes. Pero la «vida moderna» de los Antiguos redujo la natalidad y nuestro número se empezó a reducir.
–Aunque se redujera su población ¿qué tiene que ver eso con la pérdida de tecnología? –se impacienta Kayla.
–¿Ha oído hablar de la función exponencial? –pregunta respetuoso El que memoriza las cosas.
Kayla ladea la cabeza, incómoda al comprobar que un nativo en taparrabos cuestiona sus conocimientos de matemáticas. Ningún salvaje le va a dar lecciones a ella, que ha viajado entre las estrellas. La rabia la ciega. Ha muerto por esa civilización, ha renunciado a ver envejecer a sus padres por esa civilización, ha renunciado a tener hijos por esa civilización. Merece un respeto, joder.
Kayla finalmente se calma y encuentra una respuesta más diplomática.
–Claro que he oído hablar de la función exponencial –replica.
–Entre los Antiguos existió el temor de que un crecimiento exponencial terminara destruyendo su civilización. Ironías del destino, fue un decrecimiento exponencial lo que acabó destruyéndola.
–No es posible… Fueron cinco mil millones de habitantes. No puede ser que su número se haya reducido tanto que…
−Sí, fuimos cinco mil millones de habitantes –corrobora El que memoriza las cosas– Pero en cuanto cayó la natalidad, la población empezó a reducirse. No fue un descenso abrupto, apenas un uno por ciento al año, pero suficiente para notarse con los siglos. Hace ciento sesenta años, cuando no quedaban ni un millón de Antiguos, la civilización tecnológica colapsó. Simplemente, no eran suficientes para mantenerla. Los que quedaban se vieron reducidos al estado en el que nos ve ahora.
–¿Han intentado volver a desarrollar tecnología?
–No podemos.
–¿Por qué no? –desespera Kayla.
–Conservamos muchos libros de los Antiguos, así que no nos falta conocimiento. El problema es no podemos ponerlo en práctica por falta de recursos minerales: los mejores yacimientos ya fueron agotados por los Antiguos y los que quedan son demasiado difíciles de explotar. Así que, aunque sepamos cómo refinar petróleo o construir una máquina de vapor, somos incapaces de hacerlo. Estamos atrapados, para siempre, en la edad de piedra.
Kayla retrocede un paso, espantada ante lo que acaba de oír. Los dawnuanos han sucumbido no ante una catástrofe ecológica o una guerra nuclear sino por la simple falta de hijos. Recuerda que ella misma renunció a tener hijos, hace una eternidad y gotas de sudor frío recorren su espalda.
–No es posible, no… –balbucea Kayla.
–Nosotros sí que apreciamos la vida. Consideramos que tener hijos es una bendición. Por eso estamos más avanzados que los Antiguos –concluye satisfecho El que memoriza las cosas–. Me alegra saber que a ustedes no les ha sucedido lo mismo y que aprecian lo que de verdad importa.
–Lo que de verdad importa… –repite Kayla con la cara desencajada.
–Dígame ¿Cuántos hijos tiene?
Kayla no responde. Sus manos tiemblan. Al ver a ese alienígena allí, amable y amante de las cosas sencillas, se pregunta por qué ella no escogió ese mismo camino. Kayla se imagina a sí misma anciana, contemplando la puesta de sol en un anónimo porche, rodeada por los nietos que nunca ha tenido. Y, por primera vez, contempla la posibilidad de que escogió mal y que es posible que toda su vida se haya basado en un tremendo error.
Para ella, la mera visión del dawnuano es prueba de su fracaso. Incapaz de sostener la tranquila mirada de El que memoriza las cosas, Kayla da media vuelta y ordena a Hu volver a la nave.
No se detiene a comprobar la reacción de El que memoriza las cosas, tampoco responde a las preguntas de Hu, que quiere saber por qué vuelven al Prometheus de forma tan apresurada. Kayla calla, solo acompañada por su propia respiración, que resuena en el limitado espacio del casco. Su mirada está clavada en la nave que les espera. Erguida y firme, es lo único que se mantiene en pie en ese mundo donde todas las creencias de Kayla se tambalean.
Kayla y Hu observan de nuevo los abandonados restos de los rascacielos. Sus vigas, vencidas, siguen apuntando al cielo, esperando el regreso de un pasado que se oxida bajo la lluvia.
Llegan a la nave, que llora en medio de una suave llovizna. Entran y cierran la escotilla. Kayla mira la poderosa esclusa que les separa del exterior. Se supone que les protege de la atmósfera planetaria, contaminada con bacterias y dióxido de azufre. Pero, ahora, solo piensa en que esas gruesas paredes de fibra de carbono la protegen de las peligrosas palabras de un alienígena en taparrabos.
–Prepara la nave para el despegue –ordena a Hu–. Y avisa a la Ulysses. Nos iremos en cuanto estemos listos.
–¿En serio nos vamos ya? Acabamos de entablar contacto con…
–Nos vamos –insiste Kayla, su mirada hecha una furia.
Hu mira de reojo a Kayla y se pregunta qué extraña mosca le ha picado. No entiende por qué la capitana aborta la misión cuando la actitud de los nativos ha sido en todo momento amistosa. Pero no es su trabajo cuestionar las órdenes, así que obedece sin rechistar.
Hu lanza un aviso a la Ulysses y chequea el estado del Prometheus. Comprueba que todos los parámetros del módulo son normales. Inicia la secuencia de ignición y siente la suave vibración del reactor de fusión al encenderse.
–Capitana, la nave está lista para el despegue –anuncia.
Kayla sube a la cabina de mando. Dedica una última mirada a los dawnuanos, que siguen en la explanada, empapándose bajo la lluvia mientras observan, entre extrañados y aliviados, la partida de los viajeros de las estrellas. Estúpidos nativos y sus estúpidas costumbres.
–Inicia la cuenta atrás.
–La Ulysses aún no ha contestado. No podemos despegar hasta que la Ulysses no confirme que está lista para recibirnos –recusa Hu.
Kayla fulmina a Hu con la mirada. El mundo parece haberse conjurado en su contra. Aparta con un manotazo al piloto de la consola de comunicaciones y pulsa un icono marcado con un brillante color rojo. Reza «LLAMADA DE EMERGENCIA».
–A ver si tiene narices de pasar por alto una llamada de emergencia –se jacta Kayla, ensoberbecida.
Hu gruñe, no le gusta que lo aparten a empujones ni tampoco que Kayla se salte las normas a la torera. Pero, de nuevo, no dice nada. Ella es la comandante y, aparte de él, la única persona en la superficie del planeta. No es buena idea enfadarse con ella.
Al fin, Sikandar aparece al otro lado del canal de comunicaciones.
–Prometheus, aquí Ulysses. ¿Qué sucede? He visto la llamada de emergencia.
–No pasa nada, no hay ninguna emergencia. ¿Se puede saber dónde estabas? –se le encara Kayla– No contestabas nuestros mensajes.
–Estaba ocupado –dice Sikandar, pasando sus nerviosas manos por el cabello–. He reparado las comunicaciones de largo alcance y he enfocado al Sistema Solar…
–Bien, hablaremos de ello más tarde. Subimos a órbita. ¿Listo para recibirnos? Pásanos los parámetros orbitales.
–Tenemos que hablar. Ahora –replica Sikandar, con los ojos vidriosos.
–Hablaremos del encuentro con los nativos una vez estemos en la Ulysses –ordena Kayla.
–No, no quiero hablar de los dawnuanos sino del Sistema Solar.
–¡¿Qué?! –explota Kayla. Ella es la que debería copar toda la atención. Ella, que ha sacrificado todo para entablar contacto con la primera civilización extraterrestre.
–El Sistema Solar… –balbucea Sikandar sorbiéndose las lágrimas–. No hay ninguna señal del Sistema Solar.
Relato no nominable al II Premio Yunque Literario
Pedro Pablo Enguita Sarvisé nació en Barcelona en 1975, si bien no recuerda gran cosa del evento y cree que la mayor parte del mérito no fue suyo. Luego se licenció en Físicas para hacerse el interesante, en lugar de cultivar saberes más prácticos como la alineación del Barça o la diferencia entre los pantalones corsarios y bermudas. Trabaja como informático o al menos eso le han dicho. De momento ha publicado 19 cuentos en múltiples medios y una antología llamada “Los pintores de estrellas verdes”. También tiene escritas cuatro novelas, que amenaza con publicar algún día.
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Me ha gustado mucho, me he dejado las estrellas y me he dejado estrellar… Menos mal que es ficción, no me llega la camisa al cuello… Muy buen relato.