1
La tripulación de la Ulysses, reunida en su fiesta de despedida. Kayla Bankaketse, comandante de la misión, está entre ellos, compartiendo risas y bromas emborronadas por el alcohol. Brindis con jarras de cerveza dorada, como la gloria que les espera.
Seis personas, lo mejor que la humanidad puede ofrecer a las estrellas.
Tienen una cita con el panteón de la historia. Les espera un lugar en los libros de texto, que su nombre sea recordado por las generaciones venideras, al igual que los de Gagarin, Armstrong y Zhong. Su misión: contactar con la primera civilización extraterrestre.
Por desgracia, la inmortalidad tiene un precio.
No ha sido un proceso de selección normal. El derroche de candidatos (cinco millones para seis plazas) obligó a la Agencia Espacial Internacional a realizar una criba draconiana. Pero no se trata solo de eso. Esta es la primera misión interestelar tripulada y la tiranía de las distancias lo cambia todo. El destino, Dawnu, está a cien años luz lo que, en términos de tiempo, se traduce en mil años de viaje.
Cuando los tripulantes de la Ulysses lleguen a Dawnu, sus familiares y amigos no serán más que polvo. No habrá viaje de retorno; serán los primeros en llegar a Dawnu y los primeros en morir allí. Ni siquiera recibirán ninguna felicitación de la Tierra por el éxito de la misión: esta llegará doscientos años después de su llegada.
La cosa no acaba allí. La duración del viaje impone a los astronautas condiciones propias de tiempos remotos y salvajes. No pueden engendrar un hijo antes del lanzamiento; nadie quiere ver cómo unos padres abandonan a su descendencia en la Tierra. Y, para rematarlo, no podrán tampoco tener hijos una vez lleguen a Dawnu: se trata de una misión de exploración, no de colonización. Las autoridades se aseguran de ello obligando a los astronautas a esterilizarse.
Por no poder, ni siquiera les permiten mantener relaciones sentimentales antes del lanzamiento. Se considera que afectaría a su estabilidad emocional. Nadie quiere un astronauta atrapado en el pozo de la melancolía, a años luz de la Tierra.
Kayla acepta esas condiciones. Sabe que nunca tendrá hijos. Durante años sufre por tener que renunciar al amor. Pero nada se va a interponer en su cita con la historia. Eso es lo que de verdad importa.
Hay un último detalle aún más escabroso. Ni siquiera la mejor tecnología médica permite mantener a un ser humano con vida durante mil años. Así que lo que embarcará en la Ulysses no serán sus cuerpos sino sus consciencias, volcadas en cubos de memoria. El obstáculo es que, para obtener dichas consciencias, hay que pulverizar el cerebro de los navegantes. Neurona a neurona.
En otras palabras: para embarcar en la Ulysses los navegantes deben morir. Quienes lleguen a Dawnu, mil años después, serán sus cuerpos reconstruidos y sus memorias reimplantadas.
Kayla también acepta esa condición. No le importa morir con tal de subir a bordo de ese buque. La fama la espera. Eso es lo que de verdad importa.
Y allí, en su fiesta de despedida, están los valientes tripulantes de la Ulysses. Envidiados y compadecidos a partes iguales. Tratan de ahuyentar sus miedos y frustraciones mediante música estridente y más raciones de cerveza. Se hacen los valientes porque no quieren pensar que, en tres días, todos van a morir.
A las puertas del martirio, Kayla se deja llevar. Durante años ha estado reprimiendo sus sentimientos, sabiendo que le estaba prohibido tener una relación con nadie, consolándose en la soledad de su dormitorio, torturándose con la idea de que el amor se interponía en lo que de verdad importaba. Pero no aquella noche. Nadie iba a poner una mancha en su expediente simplemente por saciarse a tres días de la muerte, por explorar la piel de otra persona entre el calor de las sábanas. Por eso Kayla y Nikolai se fugan entre risas y besos en callejones. No toman precauciones. Qué más da. Aquella noche, aquella única e irrepetible noche, se entregan hasta el fondo, cobrando todo lo que la vida les debe en forma de sudor y jadeos.
Kayla pasa su último día de vida en un hospital. Un suicidio con cita previa. Entra en el quirófano y se estira en la camilla. Desnuda, se siente indefensa. El techo limpio, las batas de los médicos, aparatos… Y, tras toda esa asepsia tecnológica, se esconde una realidad bien cruel: a un lado, colocada de forma metódica, una completa colección de instrumentos de tortura espera ansiosa para cortarla, serrarla y pulverizarla. Kayla sabe que no existe ningún ser encapuchado y armado con una guadaña pero, a pesar de eso, siente su frío abrazo en las piernas.
En el último momento, Kayla llora.
–No te preocupes, no te dolerá –le asegura el anestesista–. Cuenta: uno, dos, tres…
Kayla empieza a contar pero se dice a sí misma, escéptica, que no está notando los efectos de la anestesia, que no se va a dormir, que…
Solo llega a seis antes de desvanecerse.
2
Kayla nunca imaginó que resucitar doliera tanto. La sutil caricia de las sábanas le incendia la piel. Su cama es de cristales y estos la perforan de mil formas crueles. Pero eso no es lo peor. Le falta la imprescindible compañía del oxígeno. Sus atrofiados pulmones pelean sin éxito contra la ligereza del aire. Boquea desesperada. Sus labios dibujan una súplica que nadie escucha.
Poco a poco, conforme las constantes vitales se tiñen de verde, la consciencia se abre paso. Kayla abre los ojos. Arriba, una luz inmisericorde la desborda. Solo ve una gran mancha, poderosa y blanca, en el techo. Trata de interponer una mano frente a ese cegador demonio pero no consigue que sus raquíticos músculos se muevan ni un milímetro. Lo intenta de nuevo y, esta vez sí, la extremidad se mueve pero queda, torpe e inerte, sobre su pecho. Kayla barbota palabras malsonantes que ni siquiera ella entiende y se queda quieta mientras trata de recobrar fuerzas.
Los recuerdos acuden. Primero como un leve rumor, luego como un vendaval. Todos son de los últimos días que pasó en la Tierra, antes de que su mente se transfiriera a la Ulysses, antes de morir.
Ha vuelto a la vida. Han reconstruido su cuerpo a partir de su ADN y han volcado su mente en él. Y lo primero que hace esa mente es preguntarse si tanto sacrificio ha valido la pena.
−Bienvenida, capitana. ¿Cómo se encuentra?
Es Alma, la androide de la Ulysses. La encarnación física de la IA que controla la nave. Eso significa que está a bordo del buque, camino de establecer contacto con la primera civilización extraterrestre.
–Fatal –reconoce Kayla con voz de ultratumba.
–La puedo sedar hasta que se encuentre en mejor estado.
–Ni hablar –niega Kayla, el aire rasgando su cuello. No ha muerto para quejarse ahora por volver a la vida.
–Como desee.
–¿Dónde estamos? ¿Y qué fecha es? –pregunta, tratando de incorporarse.
–Estamos en el año 3256, a veinte mil millones de kilómetros de Dawnu. Entraremos en órbita del planeta en seis meses –responde la androide con fría lógica.
Están a punto de alcanzar su destino, piensa Kayla aliviada. Eso significa que han transcurrido mil años desde el lanzamiento. Mil años, una eternidad, la mayor parte de civilizaciones de la humanidad no han durado tanto tiempo.
–¿Cómo está la tripulación? –se interesa, semiincorporada, bregando contra el dolor.
–Antes de eso será mejor que se reponga y…
–Te he hecho una pregunta –ordena.
–Un micrometeorito nos alcanzó en el año 394 de vuelo –comienza Alma, bajando la cabeza y midiendo todas y cada una de sus palabras–. Los equipos en los que se almacenaba la información de Francine, Nikolai y Hussein sufrieron daños irreparables. No he podido resucitarlos.
Kayla queda petrificada. Tres de los seis tripulantes han muerto y no resucitarán en Dawnu. Tres personas con las que ha compartido interminables horas en los simuladores, bochornosos exámenes médicos y extenuantes pruebas físicas. Durante años, fueron su familia.
Francine, la francesa que siempre quería ser la mejor en todas las pruebas físicas. Hussein y sus continuos chistes. Y Nikolai, ay Nikolai… Para los relojes de a bordo habían transcurrido mil años pero para Kayla habían pasado solo tres noches de aquel húmedo momento de éxtasis y sábanas arrugadas.
Kayla ha sacrificado muchas cosas por tener el honor de ser la primera en estrechar la mano a un extraterrestre. Ha pasado sus mejores años estudiando. No ha podido despedirse de sus padres. Ha muerto, joder. Y ha… Duele solo de pensarlo. Ha renunciado a tener hijos, porque la resurrección incluye de regalo una ligadura de trompas.
El cuerpo de Kayla la traiciona. Se sacude en espasmos que no puede controlar. Demasiadas emociones en tan poco tiempo.
Pero la profesionalidad se impone. Está allí, donde quería, es lo que de verdad importa. Respira hondo, se serena y desvía su atención hacia cosas más productivas.
–¿En qué estado se encuentra la nave?
–El micrometeorito causó daños severos. De los tres reactores, uno quedó completamente destruido por el impacto. Los otros dos reactores se averiaron y tuve que desguazar el segundo para usarlo como piezas de recambio para el tercero –la androide se detiene y prosigue en tono ominoso–. Hay daños estructurales en la viga Z1, por lo que no podemos usar los motores a plena potencia. El soporte vital trabaja a medias: todas las bombas de agua potable se han averiado y he tenido que rediseñarlas.
–¿Eso es todo? –dice Kayla con un ápice de ironía.
–Los sistemas de comunicación interestelar no funcionan. Tanto las antenas como los receptores láser quedaron completamente destruidos tras el impacto. Solo funcionan las comunicaciones a corta distancia.
–¿No tenemos contacto con el Sistema Solar?
–En efecto, capitana. Como digo, desde el año 394 de vuelo nuestras comunicaciones interestelares no funcionan.
Un micrometeorito, daños estructurales, dos reactores fuera de servicio, tres tripulantes muertos, soporte vital a medio gas y sin comunicación con el Sistema Solar… No hace falta ser muy inteligente para comprender que ha escapado a la muerte por poco. Pero Kayla se recupera del susto. Todo eso no importará si logra su objetivo. Ha ido allí para entrar en contacto con una civilización alienígena, eso es lo que de verdad importa.
–¿Qué hay de Dawnu? –pregunta.
–Hemos intentado establecer contacto, sin resultado. No contestan nuestros mensajes.
–¿Alguna señal?
–No emiten en ninguna región del espectro electromagnético.
–¿Has enviado las sondas de sobrevuelo? –pregunta, extrañada.
–En efecto, capitana, aunque tampoco han recibido respuesta alguna. De hecho, el planeta parece haber regresado a un estado preindustrial: sus estaciones espaciales están abandonadas y sus ciudades parecen deshabitadas. Sabemos que los nativos siguen allí porque hemos localizado fuegos y campos de cultivo. Pero ningún rastro de civilización tecnológicamente avanzada.
–¿Alguna hipótesis de qué ha podido suceder?
–Las sondas de sobrevuelo no han detectado ningún problema, salvo el hecho de que no hay rastro de civilización tecnológica. No hay restos de contaminación química o radiactiva y el ecosistema se encuentra dentro de los parámetros normales.
–¿El análisis de las transmisiones del planeta no ha desvelado nada? –insiste.
–Las transmisiones que recibimos de Dawnu hasta el impacto del meteorito no revelan por qué colapsó su civilización. Sea cual sea la causa del colapso, este se produjo después de que perdiéramos las comunicaciones interestelares.
Kayla se recupera de la decepción. Se ha entrenado durante años, ha superado las pruebas más difíciles y se ha preparado para lidiar con los escenarios más duros. Sabe que lo más importante es aceptar los hechos y adaptarse a ellos. Bien. No entablará contacto con una civilización avanzada, pero entablará contacto con una civilización, al fin y al cabo. Eso es lo que de verdad importa.
Y, para establecer contacto, solo necesita una cosa.
–¿Cómo se encuentran los módulos de descenso?
La androide se detiene antes de contestar. Incluso para su cerebro robótico, el arrojo de Kayla le impresiona.
–Están operativos. Son de las partes de la nave que resultaron menos dañadas durante el impacto. El Prometheus está en perfecto estado y el Athena necesita reparaciones menores pero…
–Despierta a los otros dos tripulantes –le interrumpe–. Descenderemos al planeta en cuanto podamos.
3
Sentado en la entrada de su cueva, El que memoriza las cosas se relaja acompañado por el cálido aliento de su pipa.
Ese día, por primera vez en muchos años, no ha ido a enseñar a la escuela. El dolor de su costado ha arreciado y necesita descansar. Pero, aunque le viene bien el reposo, echa de menos el contacto con los niños. La eléctrica vitalidad de los recién salidos de la crisálida le hace rejuvenecer.
El que memoriza las cosas, sentenciado por su propia decrepitud, había pensado que podía esperar poco de la vida. Dentro de un año –dos si tiene suerte– la reina determinará que ya no está en condiciones de seguir dando clases a los niños y otro, más joven y dinámico, gozará del privilegio de formar a las nuevas generaciones.
El que memoriza las cosas se había consolado pensando que, cuando ya no pudiera dar clases, seguiría siendo importante. Es el encargado de custodiar los textos más sagrados de la tribu, aquellos que proceden del lejano pasado, de un tiempo en el que los Antiguos viajaban por el cielo, hablaban a través de los continentes y construían ciudades de cristal. Es un trabajo que no es tan exigente como el de maestro pero requiere ser metódico y paciente. Hay que cuidar los venerables volúmenes, catalogarlos, hacer copias de aquellos textos más interesantes y, sobre todo, leer. Leer de forma insaciable. Leer, leer y leer. Esa es su gran pasión. En ello reside el secreto de ser El que memoriza las cosas: ser el puente que une el presente con los conocimientos de los Antiguos. Cuando la reina requiere su consejo, él no tiene más que echar mano de todo lo que ha leído o bien buscar la respuesta en alguno de los enmohecidos volúmenes.
Pero llegará el día en el que ni eso podrá hacer. Las cataratas van nublando sus ojos y su memoria ya no es lo que era. Tarde o temprano, la reina dictará que otro se convierta en el próximo El que memoriza las cosas. Despojado del nombre con el que se ha ganado el respeto de toda la tribu, tendrá que conformarse con uno menos honroso, como El viejo que fuma sentado. A partir de ese momento tendrá una existencia tranquila, relajada, será un río que se desliza con placidez a la espera de su inevitable final, engullido en la inmensidad del mar.
Así debe ser. Durante siglos, ha sido siempre así. El que memoriza las cosas no se había hecho ilusiones.
Pero se había equivocado. A veces, la vida depara sorpresas. Incluso un viejo como él puede hacerse un hueco en la historia.
Da una nueva bocanada a su pipa y se deja llevar por el humo opiáceo. Con el optimismo renovado, concede que aún puede esperar grandes cosas de la vida. Porque algo único e irrepetible ha ocurrido. Algo con lo que puede alcanzar un nombre más glorioso, un nombre que memoricen los próximos El que memoriza las cosas.
Mira al cielo. Como casi siempre, está cubierto por una gruesa capa de nubes. Pero, a pesar de eso, sigue mirando, expectante, por si pasa algo. Porque sabe que pasará algo. Semanas atrás había visto un punto de luz que no debía estar allí. Un intruso que se deslizaba en el inmaculado cielo estrellado. El que memoriza las cosas sabe lo que significa, por algo es El que memoriza las cosas. Sus libros, atesorados, generación tras generación, hablan de ello. Las estrellas están fijas, los planetas se mueven con lentitud y las estrellas fugaces se desvanecen en un parpadeo. Solo hay algo capaz de nadar entre las estrellas: un objeto artificial, en órbita de Dawnu.
El que memoriza las cosas escudriñó el cielo con detenimiento, día tras otro, para convencerse de que no estaba equivocado. Y vio el punto de luz una vez, y otra y otra, moviéndose con matemática precisión. Echando mano de sus conocimientos, incluso determinó su órbita.
El que memoriza las cosas anunció su descubrimiento a la reina. Como buen consejero, le dio una serie de recomendaciones. Dijo que, ante todo, siempre debía haber alguien observando el cielo. Dado que los visitantes no habían mostrado señales de hostilidad, lo más probable era que sus intenciones fueran pacíficas. Aseguró que la tribu podía beneficiarse enormemente del contacto con los viajeros de las estrellas y, aunque Dawnu era muy grande, podían aumentar las posibilidades de que aterrizaran en el territorio de la tribu. Para que supieran que les estaban esperando debían desbrozar una amplia franja de terreno para facilitarles el aterrizaje, escribir una gran Z en él y encender hogueras a su alrededor.
Para su sorpresa, la reina aceptó todos y cada uno de sus consejos y los preparativos se llevaron a cabo tal y como él pedía. Ahora solo queda esperar y rezar para que todo salga bien.
–Maestro –dice alguien a su espalda. Es El que siempre está pensando, uno de sus alumnos más brillantes y que, probablemente, se convierta en el próximo El que memoriza las cosas–. He leído sobre los Antiguos y sus ciudades en el cielo. ¿Puede ser el punto de luz una nave de los Antiguos?
El que memoriza las cosas golpea sus dos trompas en señal de negación. No alberga ninguna esperanza de que alguna colonia de los Antiguos haya sobrevivido. Eso solo deja una posibilidad.
−No. Son Otros –dice.
(Continuará…)
Relato no nominable al II Premio Yunque Literario
Pedro Pablo Enguita Sarvisé nació en Barcelona en 1975, si bien no recuerda gran cosa del evento y cree que la mayor parte del mérito no fue suyo. Luego se licenció en Físicas para hacerse el interesante, en lugar de cultivar saberes más prácticos como la alineación del Barça o la diferencia entre los pantalones corsarios y bermudas. Trabaja como informático o al menos eso le han dicho. De momento ha publicado 19 cuentos en múltiples medios y una antología llamada “Los pintores de estrellas verdes”. También tiene escritas cuatro novelas, que amenaza con publicar algún día.
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