—¿Cómo se encuentra mi abuela? —preguntó Álex con su habitual tono de voz lleno de preocupación.
El psiquiatra le mostró una expresión de tristeza que hizo que Ale se desmoronase una vez más.
—Ha habido una novedad, por eso te he llamado —le respondió—. Ayer experimentó una nueva conducta mucho más insólita y preocupante.
El nieto de la paciente resopló con fastidio.
— ¿Ha agredido a alguien?
—Sí —confirmó el psiquiatra—. Aunque nada grave. De hecho, nos sorprendió porque llevaba días en los que, como mucho, había gritado o llorado de manera histérica.
— ¿Y qué fue lo que sucedió? —quiso saber su interlocutor con impaciencia.
Antes de responderle, el médico se mordió el labio.
—Bueno, ella y otros pacientes estaban en las actividades de ocio. La actividad en sí consistía en identificar y relacionar las letras del alfabeto, algo que siempre viene bien para las personas mayores, y más las que presentan algún tipo de patología. En fin, a lo que iba. Todo iba bien hasta que la dinamizadora enseñó la letra Ñ.
Alex puso cara de desconcierto.
— ¡¿La Ñ?! ¿Y…?
—Tu abuela pareció reconocerla y la asoció con algo que la hizo chillar y gritar ¡No, no, no! Se levantó y le dio un contundente bofetón a la dinamizadora, así que tuvimos que reducirla y sedarla, claro.
Alex no supo qué decir. Podía entender que su abuela o pacientes como ella reaccionasen de manera extravagante o violenta ante un estímulo o situación en concreto, pero… ¿por la letra Ñ?
—Estoy tan perplejo como tú —continuó el psiquiatra—. Por eso, te he llamado también. ¿Hay algo, algún nombre propio, apellido o cosa que tenga la letra Ñ y que creas que pudo haberla perjudicado en el pasado?
Alex intentó recordar a toda prisa, sin embargo, en esos momentos no caía.
—Que yo sepa… no. Pensé en España, aunque ella siempre ha sido feliz aquí. Araña lleva la Ñ, pero mi abuela se crio en una zona rural y se podría decir que convivió con miles de ellas y nunca les tuvo miedo, es más, por lo que sé, daba la impresión de que le encantaban —le dio un escalofrío—. Lo siento, ahora mismo no se me ocurre nada.
El médico asintió de manera comprensiva.
—No te preocupes, Alex. Esta información debe de ser muy dura para ti. Lo mejor es que descanses y trates de recordar poco a poco. Nosotros también haremos lo mismo, claro.
El nieto estuvo de acuerdo.
— ¿Puedo verla ahora?
—Ahora mismo están aseándola. Si quieres, puedes esperar y…
—No, no —lo interrumpió—. Otro día. Gracias.
El psiquiatra lo entendió. Se estrecharon las manos y se despidieron.
En realidad, Alex no se encontraba con fuerzas para ver a su abuela, se le estaban acumulando demasiados sucesos desagradables.
Mientras iba conduciendo, recordó cómo su abuela Elvira lo había tutelado desde que tenía catorce años cuando su padre murió después de que su madre lo hiciera cuando él acababa de cumplir dos meses de edad.
Ahora tenía treinta y dos años. Vivía de alquiler en un apartamento justo encima de su lugar de trabajo, una papelería que había puesto en marcha cinco años atrás, y de momento le iba bien.
Pero todo se estaba torciendo, no solo por el declive psíquico de su abuela, sino por la ruptura con dos amigos y la marcha definitiva a otra provincia de una de sus clientas más fieles, de la que se había enamorado y a la que nunca se aventuró a expresar lo que sentía, aunque no fuera recíproco.
Y a pesar de todo esto, sus pensamientos rumiantes se opacaron con otro más imperioso: la Ñ, la maldita Ñ.
¿De verdad tendría que ver con algo turbio? ¿O solo era una manía en concreto?
Lo cierto es que el caso de su abuela había sido muy dramático: en general ella antes estaba bien, no solía tener problemas de salud. En esos momentos estaba a punto de cumplir setenta y cuatro años y, sin motivo aparente, empezó a dejar de hablar de manera progresiva. Al principio, a Alex eso no le resultó sorpresivo, ya que su abuela siempre había sido una persona introvertida, pero llegó un punto en que cuando él le contaba algo, no le contestaba.
El joven creyó que su abuela estaba enfadada por algo específico, pero Elvira negaba con la cabeza y comenzaba a sollozar de repente o se negaba a levantarse de la cama.
Así que Alex llegó a la conclusión de que tal vez su abuela estuviese sufriendo una depresión; la llevó a varios especialistas ante los que ella siempre reaccionaba con mucho miedo y vulnerabilidad.
Al final, Alex se vio superado y tuvo que ingresarla.
No quiso desprenderse de la casa de su abuela, ni siquiera la puso en alquiler. De vez en cuando, iba allí a limpiarla y a asegurarse de que nadie la invadiese.
Alex y Elvira eran los únicos componentes de la familia.
Ya estaba oscureciendo cuando llegó a su vivienda y antes de poner el freno de mano, le asaltó un pensamiento: «Tienes que ir a la casa de tu abuela».
Se quedó parado y asustado. No se consideraba una persona intuitiva, pero algo le hizo reaccionar. ¿Podría ser que alguien estuviese allí robando?
Tomó la determinación y puso dirección a casa de su abuela.
Con las manos temblorosas, abrió la puerta. Era una casa bastante grande y la más apartada del barrio. Prácticamente, había que desplazarse en vehículo para ir a cualquier sitio.
No había nadie. Todas las luces estaban apagadas y el silencio era propio de un cementerio. Alex encendió la luz del recibidor. Todo vacío. Dio unos pasos e instantes después oyó algo.
Ahogó un grito de sobresalto. Los sonidos se hicieron más audibles. No estaba solo.
Se dispuso a salir y llamar a la policía. Pero antes de hacerlo, reparó en algo que despertó su curiosidad. Efectivamente, eran pisadas, pero no parecían pisadas de personas. Tenían que ser de algún animal.
Esto lo alivió un poco. Podría ser que se hubiese infiltrado algún gato o perro, aunque era algo muy poco probable debido a que todos los accesos estaban cerrados, al menos, así lo recordaba de la última vez que estuvo allí.
Animal o no, a Alex le siguió embargando la inquietud. Los pasos cada vez eran más sonoros, más fuertes. No eran personas, pero tampoco gatos o perros.
No se atrevió a encender las luces: tenía el corazón en un puño. De todos modos, no se marcharía de la casa sin descubrir qué o quién estaba ahí.
En la planta baja, dejó de escuchar los pasos; ahora las pisadas procedían de la planta superior y, lo más chocante, parecía que eran muchas.
Con rapidez se dirigió hacia arriba, y cuando llegó al último escalón, pese a la oscuridad, pudo ver la verdad detrás de los ya no enigmáticos pasos y sintió cómo su cerebro estallaba: un grupo de cuatro ñus caminaban despacio por fuera de las habitaciones.
Por un lado, Alex pensó que estaba alucinando en el sentido literal. Los animales pararon la marcha y dirigieron la mirada hacia la habitación de Elvira y a la que había sido del propio Alex.
De pronto, destrozaron las puertas con sus cuernos con tanta violencia que Alex casi se cayó hacia atrás. Y los ñus entraron en las habitaciones.
El joven sentía impulsos de llamar a la policía, le daba igual que quedara como un loco. Algo tenía que hacer y no se veía capaz de enfrentarse a cuatro animales salvajes él solo.
Cuando se disponía a bajar, oyó voces.
—¿Han encontrado algo? — preguntó una de ellas.
—Aquí no hay nada —contestó otra voz con tono de fastidio.
—Ni aquí. La vieja ha sido muy inteligente, ni siquiera le ha dicho nada a su nieto. Querría llevárselo a la tumba.
—Aunque lo dijese, ya no hay peligro —opinó una tercera voz—. Ya la han dado por loca. Puede decir lo que quiera, no la van a van a tomar en serio.
—Pero ¿dónde guardó sus escritos? —preguntó la cuarta voz—. El brujo no va a tolerar que todo lo que anotó se dé por perdido.
—¡¿El brujo?! —se preguntó Alex en silencio.
—Quizás los destruyó —se aventuró a opinar la segunda voz—. Ella no tiene más hogares…
—Eso no es del todo cierto —objetó otra voz—: su nieto no vive aquí, así que puede que los tenga él.
Alex se quedó de piedra al escuchar eso, y con más intensidad aún al recordar algo: su abuela, antes de perder la razón, le había dejado algunas cosas, entre ellas, un cuaderno que nunca había llegado a utilizar.
El joven sintió que tenía que regresar a su piso cuanto antes, por lo que bajó corriendo a toda prisa, salió de la casa y arrancó el coche.
Cuando llegó, aparcó y subió al piso con falta de aire. Al igual que en la casa de su abuela, no estaba solo.
Cuatro ñus rodeaban a un personaje vestido con una túnica gris, a excepción de un cuello azul con dos curvas que le caían de los hombros y cuatro símbolos parecidos a estrellas, todos del mismo color.
No era una persona. Tenía sobre la cabeza dos cuernos curvos, además de barba y el cabello largo oscuros, las manos eran grandes con largas uñas negras, la piel era azul por completo y la cabeza era la de… ¡un ñu!
El quinteto estaba en el salón, ni siquiera parecía que habían reparado en la presencia de Alex, como si él fuese un fantasma.
El ser mitad humano mitad ñu tenía en las manos el cuaderno que pertenecía a Elvira y comenzó a leerlo en voz alta: «No me atrevo a contárselo a Alex. Creerá que estoy loca. Yo misma me lo estoy empezando a creer. Al principio, pensaba que realmente eran alucinaciones. Cada noche era peor. Los ñus cada vez eran más persistentes. Y lo que más me aterra es que pueden hablar como personas. Tengo miedo, mucho miedo de que me hagan algo y también a Álex».
El brujo interrumpió la lectura.
—Está más que claro: esa Elvira es una ñulitac. No había aparecido una desde hace años cuando yo solo era un brujo aprendiz.
—¿Y qué hacemos con ella? —preguntó uno de los ñus.
—Por el momento, nada. Su pérdida de facultades mentales va a más, así que nunca podrá demostrar que existimos. Los humanos que son ñulitacs tienen esa desventaja, pero me quedo más tranquilo teniendo estos escritos en mi poder. No es conveniente que caiga en manos de otro ñulitac.
—¿Su nieto es uno también? —preguntó otro ñu.
—Es lo más probable. Esa condición es hereditaria y se acrecienta según la fuerza de su vínculo afectivo. Puede que esté ahora mismo aquí, mirándonos. Me enfurece ser un brujo poderoso, pero no un humalitac.
Sus ayudantes inclinaron la cabeza a la vez, sometidos a su poderío. El brujo extendió los dos brazos, entrecerró los ojos y de sus manos se desprendieron relámpagos, se produjo un fogonazo y los cinco seres desaparecieron.
Álex se quedó de pie, con una gran sensación de vértigo. Sin duda, la letra Ñ ya estaba a partir de ahora en su lista negra para siempre.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Eduardo García Borges.
Técnico superior en el ámbito social y cultural y con formación complementaria en escritura y narración oral en diferentes instituciones. Ha tenido la oportunidad de llevar a cabo sesiones de narración oral y animación a la lectura, especialmente para el público infantil. Ganador del II Premio del concurso de Relatos Breves en la Categoría Juvenil en el Ayuntamiento del Rosario en el año 2008 y en el I Premio del Certamen de Relatos del C.I.F.P Los Gladiolos en el 2013.
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Menuda historia,tan breve y yo con el corazón en la garganta, como si fuesen a entrar ñus en casa.
Me ha encantado…
¡Enhorabuena, Eduardo!
Muchas gracias por la valoración, María José 🙂
Muchas gracias por la valoración, Laura 🙂