“Historia basada en el folclore popular de la ciudad de N`kithai, región de Tokoth”
La insólita historia que os voy a narrar me fue revelada una noche mientras reponía fuerzas en una pequeña, hedionda, herrumbrosa y dejada taberna de la ciudad de N`kithai. Como digo, mientras comía y bebía algo decente, una persona de extraños ropajes entró al local y preguntó al tabernero. Enseguida, este señaló hacia mi mesa de mala gana, mientras seguía secando con un sucio trapo un vaso ya opaco de tanto uso. El extraño se giró y empezó a andar hacia mí nerviosamente. Cogí la jarra y la levanté para dar un gran trago a sabiendas de lo que me esperaba. Cuando el hombre llegó a la altura de mi mesa, me pidió con excelsa educación si podía tomar asiento junto a mí. Con la misma educación, le indiqué mediante un gesto que por supuesto. El hombre era ya anciano, de cabellos largos, grasientos y plateados. Tenía también una prominente barba gris y, a pesar de su avanzada edad, poseía un gran porte. Iba vestido con grandes galas que, sin duda alguna, vivieron tiempos mejores. Sus ropas raídas y, en ciertas partes hechas jirones, así lo testificaban.
El anciano no se presentó. Tan solo me dijo que venía a contarme una historia. Una historia muy importante que debía ser revelada. Volví a levantar mi enorme jarra de cerveza para refrescarme el gaznate mientras lo miraba con incredulidad. Tan solo una palabra salió de mi boca al tiempo que la jarra volvió a tocar la mesa:
—Adelante…
Antes de empezar con el relato me exigió que lo hiciera público, así que tal como salió de sus labios lo cuento
“Hace mucho tiempo, varias décadas tal vez, vivió en estas tierras una preciosa niña de pelo anaranjado, de piel blanca y de pecas multitudinarias. La chica era muy alegre y querida en el pueblo. De familia humilde, siempre acató y sirvió a sus padres en los quehaceres diarios. Era una niña obediente y servicial que también ayudaba, en la medida de sus posibilidades, a todo aquel vecino que la requiriese. La peculiaridad de ella, no era su forma de ser agradable, tierna y dedicada, no, era su singular forma de vestir. Siempre se la conoció con una larga capa roja con capucha. La verdad, es que le sentaba estupendamente y, hacía resaltar más aún, sus anaranjados cabellos.
Una fría mañana de invierno, mientras recogía agua del mismo río que hoy cruza este pueblo, vio pasar una comitiva muy llamativa. Casi sin que le diese tiempo a levantarse, grandes caballos con jinetes de ropajes bordados pasaron por delante de ella. Sus grandes banderas y estandartes no dejaron duda de a quién pertenecía aquel cortejo. Era de la familia Real de N`kithai. Grandes cuernos sonaron a su paso y redobles de tambores retumbaron en su pequeña barriga. Nerviosa y sorprendida a partes iguales, la pequeña empezó a saludar a tan excelsa comitiva. Pero, amigo mío, juguetón y travieso es el amor. Detrás de dos grandes corceles grises cuyos jinetes blandían grandes pendones, apareció el Rey y, junto a él, su hijo, el joven príncipe. Una sola mirada, una simple mirada inocente y despreocupada hizo que esas dos jóvenes almas quedasen prendadas. La niña bajó de inmediato la vista transformando sus blancas mejillas en dos fuegos ardientes por la vergüenza. El joven príncipe, siguió cabalgando sin dejar de mirarla.
Los días, semanas, meses y años pasaron y la vida siguió como si nada. Hasta que un día, un extraño muy bien vestido golpeó la destartalada puerta de la mujer pelirroja. Ella abrió la puerta y el hombre le entregó una misiva.
—¿Quién era cariño? —Preguntó una voz anciana.
—No lo sé. Un extraño ha traído esta carta a casa. —Le contestó la chica.
—¡Ábrela y léela querida! ¡Tiene el sello real! —Aclaró su madre.
La mujer de cabello anaranjado leía con ojos vivarachos y exaltados la carta cuando, de pronto, la dejó caer. Los días transcurrieron en una vorágine de idas y venidas a palacio, reuniones con diferentes personalidades, toma de medidas y de sastres y, en definitiva, todo lo que tiene que ver con ¡una boda! El príncipe, durante estos años de madurez no pudo jamás olvidar a la extraña niña de capa roja que vio a la orilla del rio. Muchas fueron las riñas y peleas con su padre y su madre, los cuales no quisieron que se casase jamás con una plebeya. Ellos decían que no se podía unir en matrimonio a una vulgar campesina porque, ¿qué clase de descendencia tendría junto a ella?
Fuese como fuese, el heredero por derecho, jamás la olvidó y siempre lo tuvo claro. Ella, y nada más que ella sería la que tendría a sus futuros hijos. Ella sería su esposa. Y así fue. Un domingo resplandeciente de abril, se produjo el tan ansiado enlace. Todo fueron risas y bailes. Alegría y disfrute. Jolgorio y excesos en ese señalado día. Todo fue como un sueño para los contrayentes.
El tiempo pasó y con la muerte del rey padre, el joven príncipe tomó posesión de su nuevo cargo: ¡Rey! Pero una nube negra se posó sobre el joven matrimonio y su nueva vida como reyes de N`kithai. Aunque lo intentaron de múltiples maneras, la bendición de aquella unión, nunca llegó. La ansiada venida de un hijo, de un heredero real, nunca tuvo lugar. Fueron a sanadores y a curanderos foráneos pidiendo ayuda, pero solo obtuvieron la misma respuesta de siempre: la dama roja no podría jamás concebir.
Pasaron algunos años. Años oscuros y de tristeza. Se hablaba por toda N`kithai de que el matrimonio real hacía tiempo que estaba muerto y, una fría noche de últimos de octubre, tuvo lugar el suceso. Según se dice, el rey, en un arrebato de locura total por no poder tener descendencia, cogió su estoque y lo clavó violentamente en las tripas de su amada, tras una acalorada discusión entre ambos. Después, rasgó hacia los lados su blanca barriga hasta dejar caer sus vísceras al suelo. Estando ya ella de rodillas e intentando volver a metérselas para sus adentros, el enloquecido rey cogió un tramo del intestino delgado, se lo pasó por el cuello de ella y comenzó a estrangularla. Mientras agonizaba y esputaba coágulos de sangre por su boca en busca de una brizna de aire que llevar a sus encharcados pulmones para mantener la escurridiza vida, el malvado rey le dijo:
—Ahora, ahora sí que eres la dama roja… —Le susurró al oído, del mancillado cuerpo allí arrodillado que una vez fue su mujer.
Hubo, cómo no, un sepelio real con todo lo que eso conllevaba. El pueblo entero fue a dar el último adiós a la querida reina difunta y a mostrarle sus respetos. Lo que nunca se supo fue la forma en que murió verdaderamente. Desde palacio, se hizo saber a todos los ciudadanos de N`kithai, por medio de un bando informativo, que la muerte de la joven reina había sido un trágico acontecimiento. Un acto donde ella, al no poder concebir, se quitó la vida. Nunca, el maldito joven rey, tuvo las agallas ni el valor de contar la verdad. Ni siquiera a sus más allegados”.
—¿Sabe, joven? Solo hay un poder en el mundo que logre vencer a la mismísima muerte. Y no, no es el amor… sino, ¡la venganza! —Exclamó raramente el viejo que me estaba contando aquella peculiar historia antes de levantarse y salir de la taberna dando tumbos mientras jadeaba extrañamente.
Pues eso es todo. Hasta aquí reza el relato que me contó ese viejo loco. Extraño cuando menos. La verdad, es que no le hice mucho caso. De todas formas, aquel anciano habría perdido la cabeza y me contó aquella extraña historia a mí, lo mismo que se la podría haber contado a cualquiera de los allí presentes. O eso creí en ese momento.
Tras acabar de cenar, me levanté de la mesa y dejé sobre ella dos pekures y medio. Dinero de sobra para complacer al gordo tabernero. Antes de salir a la calle, me abrigué con mi capa y me propuse a salir del destartalado establecimiento. Giré a la derecha para coger el caballo. Tras montarlo y golpear con suavidad sus costados con mis espuelas, emprendí de nuevo el viaje. El extraño relato narrado por aquel anciano me empezó a rondar por la cabeza. La soledad de la noche, junto con sus característicos sonidos, hicieron bien su trabajo. Miraba a derecha e izquierda, inquieto, y sin darme cuenta apreté el paso. Mi caballo trotaba ya con alegría cuando me dirigí a bordear, curiosamente, el río de la maldita historia. El río donde, por primera vez, se vieron el joven príncipe y la niña de cabellos anaranjados. Extraña y repentinamente, el caballo se paró en seco y empezó a dar tumbos. Traté de controlarlo, pero fue en vano. Sin esperarlo se alzó y me dejó caer al suelo. Tras quitarme el barro de la cara, busqué ansioso al corcel, pero no lo divisé:
—Seguramente, habrá corrido río abajo. Fantástico… —Maldije para mis adentros.
Me levanté y me limpié como pude y empecé a caminar, río abajo, en busca del caballo. Pero algo llamó mi atención. De repente y sin que me hubiese dado cuenta antes, una extraña niebla se formó en un punto específico del camino junto al río. No seguía las leyes normales de la naturaleza. Como acto reflejo, me agaché para esconderme tras un pequeño matorral situado a unos treinta pasos de la inusual bruma. En escasos segundos, una dulce canción empezó a sonar. Al principio me pareció el sonido del viento al soplar, pero poco a poco empezó a cambiar, indudablemente, al canto lastimero de una joven mujer. La niebla, antes blanquecina y dispersa, empezó a tornarse rosada hasta llegar a ser de color rojo, y transformarse sin duda alguna, en una figura con capa y capucha. De ella, una cadavérica mano apareció y señaló sin titubeos un lugar específico. Acto seguido y solo tras haber desaparecido aquella fantasmagórica aparición, me dirigí al punto donde había señalado sin saber muy bien por qué. Era noche cerrada, fría y volvía a lloviznar por lo que me costó un poco divisar lo que había señalado aquella cosa. Lentamente fui hacia un bulto extraño en la noche. Caminaba trabajosamente hacia él, debido a la gran cantidad de barro que empezaba a acumularse en mis botas, y una vez llegué a su altura extendí la mano izquierda para alcanzarlo. Aun sin ver nada, pude palpar algo caliente y blanquecino y al mismo tiempo gelatinoso. De pronto y sin esperarlo, un gran trueno iluminó todo aquel lugar permitiendo durante tan solo escasos segundos una visión perfecta. Pero no hizo falta ni un segundo más. Lo vi perfectamente. ¡Era aquel extraño anciano que momentos antes me había contado aquella insólita historia! ¡Se encontraba de rodillas, con la cabeza baja dando con su barbilla en el pecho, con la barriga abierta de par en par y estrangulado con sus propias tripas! Como pude, retrocedí torpemente y volví a caer a la tierra embarrada. Las botas me pesaban quintales. A lo lejos, pude divisar al maldito caballo. Corrí y corrí trabajosamente hacia él y una vez que estuvo a mi altura, monté y salí de allí sin mirar atrás.
Muchos años han pasado ya de esta vivencia que ahora hago pública como me ordenó hacer aquel desgraciado anciano al que ahora puedo llamarle rey. Me da igual si me creen o no. Hago lo que él me dijo que hiciese y así lo seguiré haciendo. Algunos me llaman loco, otros, mentiroso pero, ¿acaso una mentira vive para siempre? A día de hoy, y han pasado muchas décadas ya desde aquel suceso, no he podido quitar de mi mano izquierda, aunque lo he intentado de múltiples maneras, lo que es sin duda el testimonio de veracidad más fehaciente: ¡la sangre de las vísceras del anciano rey que la dama roja, en venganza, derramó!
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Hola, soy Antonio Fabián Benítez y tengo 40 años. Nacido y vecino de Los Palacios y Villafranca (Sevilla). Agricultor de profesión y felizmente casado, tengo como hobbies la música (pertenezco a una banda de música), el modelismo, el coleccionismo de figuras de acción y, como no, la lectura y escritura, siendo esta última de forma amateur y privada. Tengo escrita una gran recopilación de relatos siendo “El corsage de orquídea”, historia con la que me habéis conocido, uno de ellos. También tengo un libro terminado, “El ente de la cripta”, que está a la espera de mi decisión final para una posible publicación. Desde que tengo uso de razón me encanta la literatura, en especial los géneros de terror, misterio y suspense. Los grandes maestros clásicos tales como Poe, Lovecraft, Maupassant, Conan Doyle, Le Fanu, Stoker, Shelley… y sin olvidarme, por supuesto, del maestro actual Stephen King entre otros, son los culpables de mi caída, sin retorno posible, al profundo e insondable abismo del miedo, avatar inequívoco, del género de horror. Y doy gracias a los dioses primigenios por ello…
¿Te ha gustado este relato? ¿Quieres contribuir a que nuevos talentos de la literatura puedan mostrar lo que saben hacer? ¡Hazte mecenas de El yunque de Hefesto! Hemos pensado en una serie de recompensas que esperamos que te gusten.
También puedes ayudarnos puntualmente a través de Ko-fi o siguiendo, comentando y compartiendo nuestras publicaciones en redes sociales.