La sangre adornaba calles y edificios. Habían transcurrido pocas semanas desde el ataque en la ciudad rival y vecina, ahora la muerte las había convertido en hermanas.
Las caras eran tristes y sus miradas huidizas. Para ella no fue ninguna sorpresa, estaba acostumbrada a caminar entre los supervivientes abúlicos de una masacre.
Era un pueblo pequeño, se sorprendió de que pudieran pagar por sus servicios. Los ruegos y esperanzas por el éxito de su empresa no se hicieron esperar, incluso el alcalde se rebajó ante ella. El final de la conversación en el despacho de este ya no fue de su agrado, le imponían un ayudante.
El hombre avanzó hacia ellos, portaba una gran carga a la espalda, que soportaba ayudado por un bastón nudoso. Llevaba una mochila con decenas de artículos de lo más variopinto, plantas de todo tipo, especímenes de insectos de los que nadie conocía su existencia, sofisticados mecanismos que desafiaban la imaginación de cualquiera o burdos utensilios que los más zoquetes habrían tildado de cachiporras. Del cinturón que cubría su camisola morada, también colgaban más herramientas, ninguna reconocible.
El Mathomero se acercó a la caza-dragones y esta cogió la bolsa de oro que había en la mesa del alcalde y echó a andar. Él la siguió con media sonrisa, era una mujer muy divertida. Ella aceleró el paso cuando salieron de la ciudad.
―Puedes correr si quieres ―gritó el Mathomero― pero no me dejarás atrás. Mis piernas han recorrido estos caminos más veces de las que tú puedas llegar a contar.
La mujer no empezó a correr, pero alargó aún más sus zancadas. Estaba seguro de que ella ni parpadearía frente al dragón pero, por alguna extraña razón, con las personas no se llevaba tan bien. El Mathomero aprovechó para estudiarla.
Toda su figura parecía preparada para lidiar con los dragones. La lanza que acompañaba sus pasos tenía intrincados símbolos de poder en su hoja y a su espalda, una majestuosa ballesta con la forma de sus víctimas amenazaba todo lo que la rodeaba. Su atuendo también estaba focalizado a la caza eterna. Una capa parduzca ocultaba sus movimientos cuando ella así lo quería, y bajo esta, llevaba las defensas que lidiarían con las garras de sus adversarios, una cota de malla compacta y un peto de escamas.
Sin embargo, eso no fue lo que más sorprendió al Mathomero. Portaba diversos collares y entre ellos le pareció vislumbrar un enorme diente que no supo identificar.
Tras varias horas caminando Aesch paró a comer, el Mathomero se sentó junto a ella. Sus manos eran exquisitas en todo lo que hacían, intentó que la comida apaciguara sus prejuicios, sonriendo en cada bocado, fracasando una y otra vez, al final lo intentó hablando.
―Bonito collar. ―Como no respondió, él continuó―. ¿Recuerdo de alguna caza? ¿Un trofeo?
―Son víctimas.
―¿Víctimas? ¿Entonces por qué las matas?
―Porque sí.
―¿Has probado a hablar con ellos?
―Como no te calles te ensarto con la lanza. —Suspiró—. Si se pudiera hablar con ellos ya lo habría hecho hace tiempo.
Cuatro días después, la preocupación asolaba los pensamientos de Aesch, estaban cerca de la cima de la montaña y no encontraba ningún rastro. Los dragones solían asentarse en las regiones más elevadas, dejando que el viento les indicara su próximo destino. A lo mejor ya se había ido a otro lugar.
Ese día, Aesch había abatido un ave y el Mathomero la cocinaba mirando furtivamente a su compañera. La mujer comió en silencio el guiso delicioso y se sorprendió cuando él le dijo que al día siguiente cocinaría ella.
El Mathomero se dispuso a apagar el fuego y un rugido hizo temblar toda la montaña. El dragón. Con el mismo movimiento, la caza-dragones se levantó, se quitó la capa y cogió sus armas.
―Espera ―le dijo su compañero, Aesch no le hizo ningún caso y se agachó para tomar impulso―. ¡He dicho que esperes! Tengo esto preparado, bebe un sorbo y llévatelo por si te hace falta.
Ella lo miró con desconfianza y giró la cabeza hacia la bestia descomunal que volaba entre las nubes, no bebió, pero guardó el brebaje que le ofrecía. Separó las piernas, se agachó y demostró su verdadera fuerza. Saltó a más de cuarenta metros de altura, superando con facilidad el desnivel que tenían por encima, y empezó a correr, ningún caballo podría haberla alcanzado. El Mathomero la siguió lo mejor que pudo.
Una enorme nube negra embistió contra la montaña y una diminuta figura paró su ataque con la fuerza de su lanza. El dragón miró a la humana durante unos segundos, después se alejó, esta vez no tenía la intención de volar hacia ella. Aesch sabía lo que tenía que hacer.
Clavó la lanza en el suelo. Cargó su ballesta y disparó al dragón antes de que este pudiera lanzar su aliento. Los pivotes apenas le hacían daño, pero el dragón debía tener cuidado, si recibía muchos impactos en las alas podía pasarlo mal y eso era algo que Aesch sabía muy bien. Siguió disparando.
El dragón olvidó su aliento, la astuta humana no le daría el tiempo suficiente para prepararse. Pero él también tenía sus trucos. Rodeó la montaña y cargó lejos de donde se encontraba la caza-dragones, provocando una avalancha. Llenó su espalda con las rocas que caían, sujetándolas entre las alas y en cuanto ella apareció empezó a lanzárselas con la cola.
Estaba volando a gran distancia de donde ella se encontraba, así que sus pequeños proyectiles eran fáciles de esquivar, no como los de la bestia. Sus rocas impactaban contra el suelo, rompiéndose y lanzando trozos de forma aleatoria.
La cazadora saltaba y rodaba por el suelo, giraba la cabeza arriba y abajo, localizando piedras y puntos de apoyo. Aun así, tenía que conformarse con esquivar solo las rocas de mayor tamaño. Los guijarros y pedruscos menores marcaron su cuerpo. Los minutos corroyeron sus piernas, ahora la lanza ejercía más de bastón que de arma. Se resbaló.
El dragón se abalanzó a por ella, abrió sus mandíbulas de par en par, para engullirla de un bocado, y Aesch preparó su lanza con una sonrisa, el dragón se había creído su farsa. Cuando estaba punto de arrojar el arma al interior de sus fauces, el dragón cerró la mandíbula, ella había sido la engañada. Solo pudo elevar la lanza para parar el golpe de su garra izquierda, con la derecha la lanzó volando por los aires.
Su armadura frenó casi todo el impacto, aun así la sangre manchó sus ropajes, la conmoción impregnó sus sentidos. El dragón voló hacia ella, disfrutando ya de su sabor. La lanza rodó ladera abajo. Una cortina blanquecina le cubrió los ojos. Gimió en su busca de aire. Ni siquiera pudo pensar en levantarse.
La bestia mostró sus colmillos. De improviso se dobló sobre sí misma, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Le pasó una vez más y giró por los aires, presa de un ataque invisible.
El Mathomero había buscado un sitio plano, y tras despejarlo, lo había llenado con pequeños huesos de roedores. Cuando el dragón estaba a punto de comérsela, les dio un manotazo. Los restos de los animales que estaban en el estómago del dragón impactaron contra la pared del órgano. Apretó los dientes, ahuyentando el mareo que amenazaba con hacerle perder el conocimiento, y echó a correr hacia Aesch.
El dragón estaba lejos, pero se recuperó rápidamente. El Mathomero empezó a gritar. Aesch se revolvió, recuperada parcialmente hizo lo que él le pedía, cogió el odre y bebió todo su contenido. Herida, pero con nuevas fuerzas, cogió la lanza y pudo ponerse en pie.
Desde la distancia pudo ver cómo se tambaleaba, seguramente la caza-dragones seguía perdiendo sangre. El dragón obvió su presencia y se acercó con cautela a su presa, el Mathomero se agachó, no quedaba ni un solo hueso con los que castigar a la criatura que se dispuso a morder a su compañera.
El Mathomero sacó de su bolsillo una especie de huevo negro con rayas verdes y azules, se lo metió en la boca y mordió, ignoró el líquido de color bilioso que le cayó por la barba. “Quieto”, susurró con la fuerza de la montaña que los sostenía y la bestia le obedeció. Aesch alzó la mirada, recogió las pocas fuerzas que le quedaban y saltó contra el pecho de la criatura, atravesándolo con su lanza.
El peso del dragón al caer sacudió el suelo, a Aesch le costó mantener el equilibrio. Cuando el temblor cesó, caminó lentamente hacia el Mathomero. Tenía el peto partido por la mitad y la ropa hecha jirones de arriba abajo. Él no estaba mejor, después de haber retenido al dragón con la fuerza de su palabra, acabó aturdido en el suelo. Ella se sentó a su lado, llorando.
El Mathomero se recuperó, miró a su compañera y entendió el misterio de la caza-dragones, su fuerza, su velocidad, sus saltos. Con la ropa destrozada su pierna quedó al descubierto, desde mitad del muslo al tobillo la tenía cubierta de escamas, exactamente del mismo tono de negro que las del dragón que acababan de matar.
Ella se tapó la cara horrorizada, su monstruoso secreto descubierto, las lágrimas escapaban entre sus dedos. El Mathomero le cogió la mano con dulzura, se inclinó y le besó las escamas de la pierna.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Mano de Mithril comenzó publicando pequeñas historias en la revista de su instituto. Con el tiempo la universidad le apartó de la escritura, tiempo durante el cual tuvo que conformarse con escribir alguna poesía, para evitar que su creatividad le asfixiara. Cuando terminó los estudios retomó la prosa, ganando y siendo finalista en diversos concursos como el Inklings y las jornadas medievales de Sevilla, posteriormente publicó “Úremar” con la Universidad de Granada, y “Puro Cuento” con Ediciones la Baragaña, una recopilación de relatos donde se le unen diversos autores. Fue finalista del II Premio de Novela Leibros, con quien publicó “El filo de la Luz” el primer libro de la saga que fantasía épica que finalmente decidió publicar en solitario y que ahora está a punto de terminar.
mano de mithril (@manodemithril) • Fotos y videos de Instagram
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