C estaba de vacaciones, había ido con su mujer y su hijo a pasar una semana a Madrid, aquel día decidieron ir al parque de atracciones de la Warner. Llevaban toda la mañana de atracción en atracción viendo a su niño disfrutar como nunca, inmortalizando cada momento con la cámara del teléfono. Al salir de los coches de choque del Joker, y después de echar unas fotos a su hijo en la entrada donde figuraban en relieve, unas caras gigantes del archienemigo de Batman, aprovechó para ir al servicio. Entró mirando las fotos, qué guapo está, pensó orgulloso. Al salir oyó sonar un teléfono; estaba en una esquina de los lavabos. Miró a su alrededor, pero no había nadie; era día entre semana y el parque estaba más tranquilo de lo habitual. Cogió el móvil. Llamaba una tal Jazmín. Descolgó. Hola, ¿Dónde está el teléfono? Se le ha perdido a mi padre, parecía nerviosa. Hola, está en los aseos que hay al lado de la atracción del Joker, le dijo. ¿Dónde es? le preguntó. C le explicó cómo llegar y le aseguró que la esperaría en la puerta. Apareció a los pocos minutos. Iba acompañada por un hombre y dos niños. Al ver a C con el teléfono en la mano se le iluminó la cara. Gracias, gracias, de verdad, muchas gracias, le dijo acercándose y dándole dos besos. No hay de qué. En ese momento llegó por detrás un anciano. Muchas gracias, le dijo también, estrechándole la mano y ofreciéndole un billete, en un gesto de agradecimiento. Para nada, se lo agradezco, pero no hace falta, respondió C un poco sorprendido. Todos lo miraban con alegría. Se sintió feliz de no haber intentado encender la pantalla y curiosear. Se sintió feliz de no haberse planteado quedarse el teléfono. Se sintió feliz por no haber pensado en ignorar la llamada.
Volvió a cruzarse con esa familia un par de veces más por el parque y le saludaron con exagerada alegría, como si se sintieran en deuda con él, como si un simple gracias no hubiese sido suficiente. Y C empezó a sentirse mal. ¿De verdad era tan extraordinario lo que había hecho? Si esas personas se sorprendieron tanto de que les devolviera el teléfono y no se lo quedase es porque ese gesto, que debería ser lo normal, era algo inusual. Qué triste, pensó. Cogió su teléfono y curioseó la galería de fotos; había hecho muchísimas en el parque. Tenía el móvil y el ordenador llenos de imágenes de su hijo. Buscó la que más le gustó de la atracción del Joker y la marcó como favorita. Se guardó el teléfono y continuó paseando, pensando en lo que le había ocurrido. ¿Cuántas fotos tendría el móvil de aquel hombre? Se imaginó muchas, de la familia, el hombre, Jazmín y los dos niños, suponía que eran sus nietos, por el parque, y otros muchos lugares. Se palpó el bolsillo instintivamente. Qué sensación más extraña, estaba contento, gracias a su gesto ese hombre había recuperado su teléfono, pero por otro lado se preguntaba cuántos a su alrededor habrían cogido la llamada. Volvió a palparse el bolsillo.
C piensa mucho en aquello, sabe que es solo una anécdota, algo sin demasiada importancia, incluso habiéndose quedado con el móvil, no hubiese supuesto ningún drama, más allá de la pérdida de un aparato fácilmente sustituible y una galería de fotos y contactos. Pero C cree o quiere creer que algunos pequeños gestos pueden cambiar las cosas, incluso a las personas. Se acuerda mucho, sobre todo desde el otro día que tuvo la mala suerte de dejar olvidado su teléfono en la barra de un bar. Volvió al rato a preguntar al camarero. Lo buscó. Llamó a su número, esperando que alguien le respondiera, que le dijera que tenía el teléfono y que lo esperaba en el bar o en cualquier otro sitio para dárselo, pero daba apagado o fuera de cobertura. Sintió pena por las imágenes; aunque va guardando todas en el ordenador, algunas no tuvieron tiempo ni oportunidad. Piensa mucho en aquello, pero no se arrepiente de haber descolgado. ¿Quién sabe? Tal vez sirva de algo, se consuela.
A C le gusta escribir, y pensando en aquello, ha hecho una historia a la que ha titulado, “J y el efecto dominó”. En el relato, J, una mujer de mediana edad, se sienta en el banco de un parque a descansar un poco mientras sus dos hijos corretean y juegan. Debajo del banco ve algo. Se agacha y lo coge. Es una cartera. Mira a su alrededor y no hay nadie. La abre. Hay algunos billetes, tarjetas y documentación. El dueño se llama M. Mira por encima el dinero y calcula que hay alrededor de cien euros. Cierra la cartera y la observa pensativa. En la foto del DNI, M parece un hombre mayor; le recuerda a su padre. Lo imagina buscando la cartera, preocupado. Deshaciendo el camino por el parque, sin suerte. Vuelve a mirar alrededor, sigue sin haber nadie, y vuelve a abrir la cartera. Entre las tarjetas hay una foto algo estropeada, es de un niño, calcula de unos siete u ocho años, parece que está en un parque de atracciones. Se le ve muy feliz. Deja la fotografía en la cartera y la cierra. Vuelve a acordarse de su padre, él también tiene una fotografía en la cartera de sus dos nietos. Qué bien me vendría este dinero, piensa. Mete la cartera en el bolso y llama a los niños.
Aquella noche, J tiene sueños extraños. Ve a un hombre mayor buscando a alguien por un parque de atracciones, está llorando, asustado. Le pregunta a ella si ha visto a un niño. Se llama C y es mi nieto, le dice. No, no lo he visto, responde ella. El anciano se marcha gritando su nombre con angustia. J también sueña con fichas de dominó gigantes, están delante de ella, en fila. Tiene la tentación de empujar la primera, y lo hace. La ficha cae golpeando a la siguiente que se tambalea, pero se resiste. J se despierta antes de saber si la segunda llega a caer o no. Esa mañana se levanta incómoda, va al salón y coge la cartera del bolso. Mira el DNI, y de nuevo vuelve a acordarse de su padre. En un mueble del salón tienen varios juegos de mesa, se acuerda de que hay un dominó; coge la caja, la abre y lo esparce sobre la mesa. Sus hijos se acercan enseguida. ¿Jugamos, mami? Sí, os voy a enseñar una cosa. Coloca las fichas en fila, como en el sueño. Le dice al más pequeño que empuje con el dedo la primera, y lo hace. Las fichas caen una detrás de otra. ¡Qué chulo! ¡Qué guay! exclaman los dos. ¿Habéis visto lo que puede hacer una sola ficha? les pregunta mirando hacia el bolso.
C dejó el relato ahí, no sabe cómo continuar, no sabe cómo acabarlo, o quizá ya esté terminado. Se lo enseñó a su mujer, que suele ser la primera en leer sus escritos, y notó en su cara que no le gustó mucho. No sé, es un poco simple, ¿no? No lo veo muy interesante, le dijo. Gracias, le respondió él. No es que esté mal, está bien escrito, solo que… continuó excusándose. Gracias, de verdad, no te enseño lo que escribo para que me digas siempre que te gusta mucho, te lo agradezco.
Cuando se quedó solo, C, encogiéndose de hombros, guardó el relato en el cajón de su escritorio. Al cerrarlo no pudo evitar imaginarse que, en el interior, los papeles se convertían en pequeñas fichas de color hueso. Soy idiota, murmuró, sacudiéndose la imagen de la cabeza.
FIN
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Amante de la literatura, sobre todo del relato corto. Tiene un relatario publicado “La Maldición de Kafka, relatos y cuentos”, la historia que le da título fue premiada a el II Concurso de Sttorybox. Aunque ha escrito y publicado relatos de distintos géneros su debilidad es el realismo, cree o quiere creer que la literatura puede aportar su granito en la sociedad, y busca en los pequeños detalles y gestos algo de lo que aprender. Ha colaborado en revistas y webs como son: Boletín Papenfuss, Dentrodelmonolito Los52golpes, Castle Rock Asylum, Testimonios Paranormales, Diversidad Literaria, Elefante Azul, Insomnia, Cisne Revista Digital, y participado en las antologías: Navidades Extraordinarias, 14 cajas sin cierre.
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