—¡¡BB!! ¡¿Dónde estás metido?!
El bramido estremeció la casa hasta los mismos cimientos. Incluso en su escondrijo, el niño dio un respingo y tembló. Buscando mayor protección de la estrecha oscuridad, se replegó cuanto pudo en una de las esquinas.
—¡¡Estúpido mojón!! ¡No importa dónde te escondas, porque voy a encontrarte como sea!
Por encima de los alaridos podía escuchar los golpes que daba su padre contra cualquier objeto con la gruesa correa que él sabía llevaba en la diestra. La conocida correa de gran hebilla metálica… Aún ahora, podía sentir sus mordeduras en la carne una y otra vez, succionarle la energía a través de su sangre, arrancarle gritos a su garganta y lágrimas a sus ojos. Todavía el dolor de la última zurra le recordaba los moretones de sus nalgas y muslos, incrustados en la piel como las marcas de propiedad en las reses.
Tras los binoculares de su corta edad, desde donde participaba de los avatares que agraviaban cada día de su vida, le eran inalcanzables las recónditas profundidades de las almas de sus padres que les impedían comportarse como progenitores de una criatura carente de afecto, para hacerlo como bestias de negras entrañas y un oropel por corazón.
Para él las cosas debían ser más simples, sobre todo en lo tocante al cariño. ¿Por qué sus caricias y modales, su buen comportamiento, sus risas y sus juegos, sus deseos de compañía y compartir tenían que verse premiados con insultos, golpes, desamor? Una incógnita más fuera del alcance de su entendimiento y, probablemente, del de estos dos adultos también.
Ya sabía que cualquier motivo era buen motivo para que su padre le gritara o lo golpeara y para que su madre lo maltratara o maldijera. En especial, después de aquellos momentos de tan raro comportamiento, cuando se entregaban a un raro ritual de intercambios de objetos y sustancias que terminaban transformándolos en zombis con maneras de animales. Si a él le molestaba tanto inyectarse aun estando enfermo, no entendía cómo sus padres se animaban tan seguido a pincharse, sobre todo si los ponía fuera de sí.
Tal era el estado del hombre en este momento. Furioso y descontrolado, con la droga que corría en sus venas como combustible. Y la ira pidiéndole ser saciada en la piel del inocente.
Aun siendo un niño, BB intentaba mantener bajo el mayor control posible sus acciones y palabras, de forma que ninguna fuera razón para desatar sobre él la cólera de sus padres, siempre acompañada de cosas dolorosas, lo mismo en golpes que en palabras o decisiones. Así que lamentaba muchísimo haber vomitado en la sala en presencia de su padre, pero esta vez no pudo evitarlo, pues todo aquello salió de sus entrañas de forma involuntaria.
Ahora mismo sentía las mismas náuseas que le obligaran a devolver la pobre cena servida ya fría, y estaba haciendo tremendo esfuerzo para no cometer el mismo error de nuevo. Sin embargo, aunque apretaba las mandíbulas y se sobaba suavemente la barriga, el malestar se hacía cada vez más insoportable e insostenible el deseo de evacuar la porquería que devorara hacía rato de una vez.
Con un dolor que le quemaba la boca del estómago, casi a ciegas, salió de su escondite, tropezando contra algo que fue a dar al piso para hacerse añicos. El ruido, evidentemente, llamó la atención del padre, quien se apresuró a cambiar su búsqueda en aquella dirección.
—¿Estás ahí, pendejo? —bramó, mientras avanzaba dando tumbos—. ¿Sigues estropeándolo todo, cabrón?
BB estaba apoyado contra la pared, las manos crispadas a la altura de sus intestinos, con una mueca de dolor afeando su cándido rostro de niño. De súbito, su cuerpo se sacudió, y un vómito de sangre fue a dar a pocos pasos de su padre, esparciéndose en el piso. El energúmeno se detuvo en seco y le espetó al pequeño su disgusto sobre el hecho:
—¡Maldito asqueroso! ¡Sigues rompiendo y cagándolo todo! ¡Voy a molerte los huesos como para que nunca lo olvides! ¡Así vas a pensarlo dos veces antes de volver a joder con tus mariconerías!
El hombre caminó un par de pasos y enarboló sobre su cabeza el cinto que blandía contra su hijo. Tomó impulso y descargó el primer golpe, pero el niño lo esquivó, moviéndose con ligereza hacia uno de sus costados. El hombre no se detuvo a respirar siquiera, pues ya lanzaba de nuevo la correa contra el menudo cuerpo, mas obtuvo idéntico resultado. Su boca se llenó de blasfemias y obscenidades, lo cual —al parecer— le sirvió para incrementar la soberbia con la que arremetería esta vez.
BB le dio la espalda a su padre como si intentara huir pero, de súbito, ejecutó una voltereta hacia atrás que lo puso frente al cuerpo del hombre y, sin perder un segundo, le propinó un duro golpe en el pecho con la palma de su mano izquierda, haciendo que el adulto volara hasta la pared más cercana, a casi cuatro metros de distancia. Antes que aquel pudiera reponerse emocional y físicamente del ataque, el brazo derecho del niño se retorció con extrañas y enérgicas vibraciones en toda su extensión, y liberó luego un largo y delgado cuerpo que fue a dar al hombro izquierdo del hombre, penetró la piel, rompió los músculos, los vasos sanguíneos y los huesos, y estrelló su espalda contra la misma pared a la que había ido a dar con el golpe anterior.
Después del grito de dolor, el hombre pudo ver, con plena estupefacción, cómo el oscuro, pero brillante cilindro cárnico unía su cuerpo con el brazo derecho de su hijo, quebrado ahora a mitad de camino entre el codo y la muñeca. La mitad del antebrazo y la mano del pequeño que colgaban de los músculos que no se habían partido, formaban una canal por donde su sangre caía al piso.
Algo produjo un chasquido y un segundo tentáculo voló hacia la posición del hombre con tal rapidez que aquel no pudo anticipar dónde lo tocaría.
El niño levantó el brazo izquierdo de un tirón. Un chasquido se anticipó a la aparición de un macizo de nervios que separó la mano de la muñeca debido al empuje que ejerciera contra ella en su salida. En los segundos sucesivos, el adulto fue perforado por cada uno de ellos y clavado —literalmente— en la pared, y allí quedó, inmóvil.
BB dio un salto que lo puso justo frente a su padre, le escupió en el pecho un profuso vómito de sangre que, como un ácido, disolvió la camiseta, el vello y la piel, dejándole una humeante llaga casi del tamaño del tórax. En el suplicio de la quemada, el hombre no pudo ver el rostro transfigurado de su hijo ni cómo su espalda se encorvaba al estilo de un gato a la defensa.
Su espina dorsal se hinchó hasta casi rasgar la fina piel, al tiempo que un tubo flexible fue emergiendo por una de las patas de su pantaloncito corto, deslizándose lentamente, para introducirse por una de las patas del vaquero de su padre. Cuando la punta tocó la carne del hombre entre el ano y los testículos, perforó todo a su paso en busca del cóccix, al cual se adhirió mediante diminutos nervios que buscaron la médula.
A pesar de los estertores que sacudían al adulto, ya no estaba consciente como para sentir dolor alguno en lo que le acontecía. Por tanto, no supo que su columna vertebral estaba recibiendo la información genética de un nuevo ser, de un parásito desconocido hasta para la gente inteligente —ya no, digamos, para él—, que se acomodaría en su organismo y tomaría control de su cerebro en un par de horas, se desarrollaría y viviría en las sombras, en el anonimato, hasta un día…
El cordón umbilical se recogió a su posición habitual, la espalda de BB volvió a enderezarse y, tan rápido como salieran, todos los nervios retornaron al interior del niño, liberando al padre. BB caminó unos pasos para llegar junto a la mano que estaba en el piso, y al inclinarse sobre ella la tocó con el muñón desgarrado que ya no sangraba. Un líquido viscoso de color claro bañó ambos miembros, hasta pegarlos.
Se irguió y dio media vuelta, camino a la sala, donde encontró a su madre inerte, una pierna apoyada en el piso, la otra en el espaldar del sofá, los genitales al aire todavía destilando semen, los brazos fláccidos al lado del cuerpo sin movimiento, incluso respiratorio. BB abrió la boca para dejar salir un tubo delgado con ventosa en la punta, el cual introdujo entre las mandíbulas ligeramente abiertas de la mujer. Con un estremecimiento de la cabeza, sin embargo, lo recogió enseguida y puso una expresión sombría. ¡Demasiada droga! Por eso se había «reventado» el cerebro.
Pronto al cuerpo le llegaría la rigidez mortuoria, aunque ya era inadecuado para alimentarse. Se tumbó en el butacón. Al ser oculto dentro de BB le faltaban aun algunos detalles para llevar el proceso de cambio a término, y uno de ellos era regenerar las pérdidas y sellar las heridas de esta pequeña estructura que era su morada. Así que necesitaba drenar un poco más de energía vital de otro ser humano. Mirando en derredor, no veía otra opción sino utilizar sus propias reservas, de a poco, sin gastos innecesarios.
Cuando sintió toques en la puerta.
La voz le era conocida… «BB» sonrió. Su primer estadio de desarrollo y posesión plena del individuo que ocupaba estaba llegando con un golpe de suerte significativo.
Dejó el mueble y se dirigió a la puerta. Tenía que aprovechar este «intercambiador» para sí… y el nuevo ser que estaba apropiándose del cuerpo del espécimen maduro en el piso. Una buena manera de mostrar la pérdida de su inocencia.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Me llamo José Mario Hernández González, y nací en Ciudad de la Habana, Cuba. Publiqué en el libro del Instituto de Cultura Peruana en 2006 y en el de la Fundación Cuatrogatos en 2017, ambos en Miami. En 2018, recibí mención en el IX Concurso literario de ciencia-ficción y fantasía «Oscar Hurtado 2018», y publiqué con la Revista «Demencia».
¿Te ha gustado este relato? ¿Quieres contribuir a que nuevos talentos de la literatura puedan mostrar lo que saben hacer? ¡Hazte mecenas de El yunque de Hefesto! Hemos pensado en una serie de recompensas que esperamos que te gusten.
También puedes ayudarnos puntualmente a través de Ko-fi o siguiendo, comentando y compartiendo nuestras publicaciones en redes sociales.