El despertador suena muy temprano y Jaime gira su cabeza sobre la almohada. Está medianamente feliz, así que se levanta sin retrasar el día cinco minutos y va hasta el baño. En la ducha tiene un impulso de tararear, pero no lo hace. Se seca y cuando se mira al espejo se da cuenta: su cabeza es una cabeza de lagartija ibérica (Podarcis hispanicus).
Con todo, hay que ir a trabajar. Jaime se pone azul su traje de la semana —le cae mal, le da un aire desgarbado— y sale a la calle. Camina hasta el metro, sopesa ir andando pero decide que no, que puede ir con su música y pasar de todo el mundo. Camina, baja las escaleras mecánicas, se va integrando en la vida. Pero cuando pone su lista «Para correr» de Spotify y va a colocarse los auriculares, comprueba que no tiene orejas. ¡Vaya contratiempo! Entonces levanta la vista y ve que todo el vagón le mira. Intenta pestañear pero tampoco tiene pestañas.
En el trabajo, la cosa no va mejor. Los compañeros no le saludan y solo Matías habla con él un poco del partido de la Champions. Con su cortado con poca azúcar, Jaime y su cabeza de lagartija se recluyen en su mesa, amparados por las mamparas. Pone música, como si eso pudiera cambiar algo. Trabaja sin parar todo el día, incluso come en la mesa (comer sí puede, y tiene bastante hambre, aunque el sándwich no le sabe a nada). Pero, ay, al terminar la jornada recibe un mail y debe presentarse en el despacho del jefe.
—Jaime, sabes que yo te aprecio. Pero no podemos tener en el equipo a un lagarto.
—Lagartija.
—Lo siento.
Como en las películas, ha anochecido cuando Jaime sale del edificio, un Tetris caprichoso e imposible de cuadraditos parpadeantes.
En el tercer bar sí que le sirven el gin-tonic. Jaime se lo pimpla y pide un segundo. Escribe a algunos amigos, incluso a alguna amiga. El mensaje es parecido: «Tengo cabeza de lagartija, pero todo bien. A ver cuándo nos vemos». No obtiene muchas respuestas, Jaime. Un poco cogorza sale del bar y echa andar por las calles, sinceramente está pensando que tal vez sea el momento de un gran cambio en la vida.
Jaime ha pasado por casa y camina a paso ligero por la calle con una maleta rodando a su lado. Hay que tomar las decisiones al vuelo, se ha dicho. Cuando va a entrar en la estación de tren, un águila culebrera (Circaetus gallicus) de cinco metros de envergadura cae en picado sobre él. El pico desgarra el cuello de Jaime y hace crujir los huesos. Clank. Jaime no grita mientras elevan el vuelo otra vez. El dolor le ha convertido en una estatua, solo mueve la pierna izquierda, como una especie de acto reflejo. Mientras acierta a contemplar la ciudad y la noche allá abajo —la cabeza torcida, la sangre resbalando por sus hombros—, vuelve a estar un poco contento: siempre ha soñado con volar.
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Ignatius Oscoz se gana la vida como corrector y redactor todoterreno. Ha publicado microrrelatos en diferentes antologías, como el libro*Fantàsti’CS14*. Ha escrito y estrenado varias obras para teatro de
títeres, y escribió a cuatro manos la novela *657 dientes de mono* (https://www.viajesalpasado.com/ya-a-la-venta-online-657-dientes-de-mono).
En 2019 empieza una nueva etapa escribana que con este relato asoma su patita biónica.
Su Twitter: @Ignatius__o
¿Te ha gustado este relato? ¿Quieres contribuir a que nuevos talentos de la literatura puedan mostrar lo que saben hacer? ¡Hazte mecenas de El yunque de Hefesto! Hemos pensado en una serie de recompensas que esperamos que te gusten. Y cuando lleguemos a la cifra de diez (entre todos los niveles), sortearemos mensualmente uno de los libros reseñados en: www.elyunquedehefesto.blogspot.com (Sorteo solo para residentes en España).
También puedes ayudarnos puntualmente a través de Ko-fi o siguiendo, comentando y compartiendo nuestras publicaciones en redes sociales.