Siempre he desconfiado de aquellos que dicen eso de que «el tiempo es oro». Es muy ingenuo y atrevido pretender otorgar un valor especial a cualquier metal, pero más aún es querer hacer lo mismo con esa materia inmaterial que remueven, con sus giros, las agujas de un reloj. El tiempo no tiene ningún atractivo excepcional.
Lo único que verdaderamente posee un valor incalculable —un valor casi imposible de definir— es el instante. ¿Quién no elegiría un instante puro de felicidad a una vida entera repleta de incertidumbres? En mi caso, he sido testigo de numerosos instantes extraordinarios.
No somos muchos los que hemos tenido el privilegio de haber visualizado todo un mar en el interior de una simple casa. Durante aquellos instantes yo era tan solo un mero espectador. Pero recuerdo bien cómo, entre esas paredes blancas desvencijadas, a diario acontecía una de las tempestades oceánicas más increíbles que una mente humana pueda concebir.
Los vientos enardecían las aguas con una furia infernal. Sobre el oleaje, un navío se mecía como una criatura ingobernable, y los marineros, cual jinetes, luchaban por controlar sus impetuosas alas blancas.
Madre e hijo conocían bien las leyes náuticas de navegación. «Hasta que los dedos se pongan arrugados»: ese era el tiempo que solía tener el barquito del chiquillo para atravesar los siete mares antes de llegar a la bañera.
Pero no es aquel cuarto de baño remoto —perdido ya para siempre entre las tenues artimañas del tiempo— el motivo fundamental de mis torpes cavilaciones, sino el taller que existía en la estancia de la planta justamente inferior: «El instante de luz», rezaba el cartel exterior de aquel negocio centenario, regentado por el padre de ese mismo niño inocente con dones de Poseidón enajenado.
Siempre como nuevos, así estaban los instrumentos que solía utilizar el señor Batel. Los más antiguos y desgastados los empleaba, según sus propias palabras, «en los trabajos más mundanos». Y es que no era lo mismo reparar un simple cochecito de hojalata que fabricar un elaborado y prodigioso cascanueces.
No había día que no aguardásemos expectantes los últimos retoques de sus nuevas creaciones. Era fantástico contemplar cómo añadía el último detalle (un pedacito de su propio corazón) sobre el objeto que tuviese entre las manos, mientras susurraba para sus adentros: «No. No solo la infancia es el alma de los muñecos».
Lo mejor era saber que nosotros mismos habíamos pasado por ese mágico proceso.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Mi nombre es Björn Blanca van Goch y nací en Málaga en 1986. Me trasladé a Países Bajos en 2011, donde actualmente resido y trabajo. Soy
licenciado en Odontología y estudiante de Antropología Social y Cultural.
He publicado dos libros: Piel de hojalata (2015), un relato en narrativa lírica y poesía, y Cuando el oro aprieta (2019), una novela en clave de
humor con tintes nostálgicos y algunos poemas, cuyo protagonista es un bandolero sevillano en el Salvaje Oeste de1849. Colaboro ocasionalmente con la revista cultural digital Acalanda Magazine y dirijo el blog Poeta de boquilla: literatura, metafísica y otras importantes tonterías.
https://www.instagram.com/poetadeboquilla/
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Me ha parecido un relato buenísimo, me ha llevado a donde ha querido y todavía no he despertado… Increíble. ¡Felicidades, escritor!