Tres personajes que arrasan poco a poco nuestra intimidad hasta aniquilarnos. Tanto, que cuesta salir de los escombros en los que han quedado convertidas sus vidas y que, según vamos avanzando en la novela, ya forman parte de la nuestra. Porque empatizamos con ellas. Son tres mujeres. Y, en una novela negra, reclaman el derecho a vivir mejor, a poder decidir sobre su existencia. Elena lo sabe, por eso, desesperadamente despacio se presta a que una narradora, no puede ser sino una mujer, la siga durante un día para contarnos su periplo por algunos barrios de Buenos Aires hasta llegar a Olleros. Hace veinte años estuvo allí y ahora, desmoralizada ante la situación, ve la única salida a su dolor. Porque Elena sabe que su hija está muerta. Elena sabe que no ha podido suicidarse. Elena sabe que la han matado. Pero la policía no la cree, los vecinos no insisten para no aumentar su dolor. El cura ya ha condenado el hecho de que su hija se sienta más poderosa que Dios y decida sobre su cuerpo.
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