
Thomas soñaba con cascadas y se despertó con ganas de ir al baño. Abrió los ojos y dejó que su vista se acostumbrara a la oscuridad que lo rodeaba. La lamparita de Bob Esponja era fácilmente visible; un cubo amarillo brillante en la pared del fondo de su habitación. Esperó unos momentos, tratando de ignorar la presión, el hormigueo en sus partes íntimas que su madre llamaba la «alarma del pipí». El gran reloj digital en su mesilla, ese que cambiaba de color al tocarlo, marcaba las 3:15 de la madrugada. Supo que aún era plena noche y que debía tener cuidado para no despertar a su familia.
Envalentonado ahora que podía ver con más claridad, apartó su edredón, el de los Hot Wheels perfectamente alineados (un diseño que le gustaba imitar en la vida real con su gran colección de coches, tratando de colocarlos en el suelo con la misma simetría), y se deslizó fuera de la cama.
Caminó sobre la suave alfombra hasta la puerta, la abrió y miró a su alrededor. La casa permanecía oscura y silenciosa.
Avanzó por el pasillo, pasando por la habitación de su hermana mayor y la de sus padres. Se detuvo un instante junto a la puerta de estos para asegurarse de que estuvieran dormidos y no molestar a nadie con su pequeña expedición. En silencio, dejó atrás las escaleras que descendían al salón y continuó hasta el final del pasillo, directo hacia el baño que compartía con su hermana. Entró y cerró con suavidad. Esperó a que la puerta encajara por completo antes de encender la luz grande, con la esperanza de no despertar al resto de la casa.
***
Después de aliviarse, tiró de la cadena y se lavó las manos con jabón. Apagó la luz y abrió la puerta, ansioso por volver a su cama.
Un desconocido con una máscara negra le bloqueaba el paso.
El individuo lo miraba con la cabeza ligeramente ladeada. Thomas contuvo la respiración; estaba a punto de decir algo cuando el hombre se llevó un dedo a los labios rojos que se asomaban por uno de los agujeros, un gesto que claramente significaba silencio. Siempre obediente, asintió con los pies clavados en la alfombra y la mente congelada.
El desconocido era muy grande, tan alto como su papá. Iba vestido de forma graciosa —todo de negro, no solo la máscara— y llevaba un saco.
Como Santa Claus, pensó. Pero él sabía que Santa Claus nunca se vestía así; él iba de rojo brillante y su saco estaba lleno de juguetes.
El saco de este hombre parecía vacío.
Su hermana, Liv, siempre le contaba historias absurdas sobre Santa: que si no limpiabas lo que ensuciabas, o si rompías algo (¡incluso sin querer!), o si mentías (¡aunque fuera una mentira pequeña!), no te traería ningún juguete. Thomas pensaba que ella le tomaba el pelo, pero aun así era cauteloso y trataba siempre de decir la verdad, también cuando hacía algo malo.
Estaba seguro de que la figura que tenía frente a él no era, definitiva y absolutamente —ciento diez por ciento, como decía su papá—, Santa Claus.
El hombre se arrodilló y el niño pudo ver sus ojos azules a través de los agujeros de la máscara, y los labios fruncidos por el pequeño orificio de la boca. Thomas sintió el extraño impulso de tocar esos labios, de sentir la humedad. Sin embargo, decidió que sería de mala educación, así que esperó. La mano enguantada se posó con suavidad sobre uno de sus pequeños y huesudos hombros.
—Hola, colega —susurró la voz, tan bajo que el chico apenas pudo oírlo.
Los ojos del niño se dirigieron a la puerta de sus padres, esperando que se abriera, que su papá asomara con cara somnolienta y lo encontrara allí, de pie junto a aquel visitante arrodillado. Pensó que todo aquello le parecería bastante gracioso y casi se echó a reír de solo imaginarlo.
—Oye, ¿puedes bajar conmigo? Es solo un minuto. Necesito tu ayuda. Tu mamá y tu papá me pidieron que hiciera algo, pero tengo que ser supersilencioso para que nadie se despierte. ¿Entiendes?
No lo entendía del todo, pero se enorgullecía de ser un buen ayudante. A menudo colaboraba con su madre en tareas de la casa, como poner los manteles individuales en la mesa o dibujar cosas que la hacían sonreír.
Asintió y se sonó la nariz con el dorso de la mano.
El hombre asintió también y Thomas pensó que podría haber sonreído, aunque no estaba seguro, porque la máscara le cubría casi por completo la cara. Se levantó y le indicó, con un dedo que curvaba y estiraba, que lo siguiera por las escaleras alfombradas. Luego volvió a llevarse el índice a los labios, recordándole que debía guardar silencio. El pequeño miró una vez más hacia la puerta de sus papás, asegurándose de estar siendo absolutamente silencioso, y después siguió al hombre de negro escalones abajo.
***
Abajo, el niño seguía al hombre con diligencia, ayudándolo en lo que podía.
—Tengo que llevarme un montón de cosas y meterlas en mi furgoneta antes de que tu madre y tu padre se despierten. Ese es el trato que hice con ellos. Así que, si sabes de algo que sea realmente importante para tu mamá o tu papá, como cosas que valgan mucho dinero, avísame, ¿de acuerdo? Porque eso es lo que se supone que debo llevarme.
El pequeño asintió, comprendiendo perfectamente. Le susurró que en el despacho de su papá había muchas cosas así. Le contó lo de los portátiles y lo de la llave en el cajón que abría un compartimento secreto en el escritorio, donde su papá guardaba cosas que tenía terminantemente prohibido tocar. El desconocido asintió y los dos se dirigieron hacia allí.
Mientras observaba cómo el hombre abría el compartimento secreto de su papá, no pudo evitar mirar dentro. Siempre había sentido curiosidad. Lo primero que vio, y lo reconoció al instante porque lo había visto en televisión, fue la pistola de su padre. El hombre la cogió y la metió en su saco. Después apareció una caja metálica negra que contenía mucho dinero, unos cuadernos que no le interesaban, un par de anillos y otras cosas extrañas. Introdujo todo eso en su mochila y luego cogió los portátiles.
—Vamos, Thomas. Tenemos que meter algunas de estas cosas en mi camioneta y volver a por el resto.
El niño asintió, preguntándose durante un instante cómo el extraño sabía su nombre.
Lo siguió hasta el garaje y cruzó la puerta lateral que daba al exterior. La furgoneta estaba en la entrada. Mientras Thomas se quedaba junto a la puerta del garaje, observando cómo el hombre metía cosas, se dio cuenta de que conocía esa furgoneta. La reconoció, aunque fuera una simple camioneta blanca, sin letras ni dibujos. No estaba seguro de por qué la conocía, pero antes de que pudiera recordarlo, el hombre regresó.
—Lo estás haciendo muy bien, colega. Estás siendo un gran ayudante. Necesito llevarme el televisor y algunas cosas más, y ya habremos terminado.
Sintió un pánico repentino.
—Pero si te llevas la tele, ¿cómo voy a ver los dibujos animados por la mañana? Es sábado.
El hombre lo observó unos segundos, miró hacia la furgoneta y de nuevo al niño. Lo empujó suavemente de regreso al garaje y se arrodilló, quedando casi a su altura.
—Escucha. Te voy a explicar algo para que lo entiendas. ¿Me estás escuchando?
Thomas asintió.
—Bien —murmuró, ordenando sus pensamientos antes de continuar—. Mira, hay dos tipos de personas en este mundo. Están los dadores y están los tomadores. Los dadores son los ricos que crean todas las cosas maravillosas del mundo: joyas, dinero, televisores, juguetes, lo que se te ocurra. Los tomadores, en cambio, son los que se llevan todas esas cosas maravillosas. Algunos tomadores las cogen de las tiendas, otros, como yo, de las casas de la gente. Lo genial de ser tomador es que, una vez que todo desaparece, los dadores, ¿sabes?, los dadores consiguen cosas nuevas. Por eso tus papás me pidieron esto, porque querían que tuvieras una tele nueva para tus dibujos animados, un ordenador nuevo y todo lo demás. Todo será nuevo, porque los dadores seguirán creando cosas nuevas para dar, por los siglos de los siglos.
El hombre puso una mano sobre la cabeza del niño y le alborotó el pelo con amabilidad.
—¿Entiendes ahora un poco mejor por qué necesito llevarme el televisor?
Thomas asintió porque lo entendía, y le encantaba la idea de tener una tele nueva para ver sus programas. Ya la imaginaba más grande y brillante; empezaba a emocionarse pensando en ver a sus padres por la mañana, descubrir sus caras de ilusión al darse cuenta de que iban a tener cosas nuevas.
—¿Cabrá? —preguntó Thomas.
El hombre se levantó y lo miró; su máscara era una mancha negra recortada contra el fondo azul oscuro del cielo nocturno.
—No te preocupes. Haré que quepa.
El pequeño asintió.
—Eres un buen tomador, ¿eh?
—El mejor —respondió en voz baja, como si lo creyera de verdad.
***
Poco después, tras haber metido en la furgoneta todos los portátiles, la cubertería, las joyas y el televisor, Thomas bostezó y se estiró. Había sido una noche larga y agotadora; deseaba desesperadamente volver a la cama, y meterse bajo su edredón de Hot Wheels, calentito y cómodo.
Acompañó al enmascarado al garaje una última vez y lo observó guardar las últimas cosas. Aburrido y con más sueño a cada segundo, contempló aturdido cómo cerraba las puertas traseras de su furgoneta blanca.
Antes de que lo hiciera, el niño alcanzó a ver algo en el interior. Algo sujeto a una de las paredes de la camioneta hizo sonar una pequeña campana en su cabeza. Era una bobina blanca de plástico y, tras pensarlo un momento, supo que ya la había visto antes.
Emocionado, se dio cuenta de que sabía quién era el hombre.
Estaba tan excitado por decírselo que salió del garaje y se dirigió a la entrada, sintiendo cómo el hormigón de la madrugada le enfriaba las plantas de los pies descalzos.
—¡Lo recuerdo! —exclamó con una sonrisa orgullosa en el rostro.
El enmascarado miró a Thomas y, alarmado, a su alrededor. Lo levantó rápidamente por sus delgados brazos y regresó con él al garaje.
Lo bajó con cuidado, se arrodilló de nuevo y se llevó un dedo a los labios. ¡SILENCIO! Después cerró la puerta del garaje, dejándolos a ambos a oscuras.
El pequeño, enfadado consigo mismo por haber levantado la voz, se tapó la boca con la mano y abrió mucho los ojos. Qué tonto había sido.
—¿Qué ocurre, Thomas? —preguntó el hombre, todavía más bajo que de costumbre y con un tono extraño en la voz—. ¿Qué recuerdas?
El niño bajó la mano, todavía sonriendo de orgullo.
—Sé dónde he visto tu furgoneta… —empezó, pero se quedó a medias. Algo en el fondo de su mente, algo mucho más antiguo que él, le gritaba que cerrara la boca. Que dejara de hablar.
Pero aún no sabía reconocer esa voz. Todavía no.
Era esa voz que solo se aprende con los años. La voz que te dice que no conduzcas demasiado rápido bajo la lluvia, que no subas al tejado durante la tormenta a limpiar las canaletas, que no hagas ninguna estupidez que pueda matarte. Esa voz.
El enmascarado no apartó la mirada del pequeño. Su mano seguía en el hombro huesudo del niño.
—No, hijo —dijo despacio, pero con firmeza—. No lo sabes. No me has visto nunca antes, y jamás has visto esa furgoneta. Vivo muy, muy lejos, al otro lado del país. Seguramente creas reconocerla porque es blanca y muy sencilla. Hay un millón de furgonetas como la mía, tienes que creerme.
El niño frunció el ceño. Estaba seguro de haberla visto.
—¿Lo entiendes, hijo? ¿Entiendes lo que te digo? Nunca me has visto, nunca has visto esa furgoneta. Esto es muy, muy importante. Necesito saber que me crees.
Thomas le observó a través del áspero tejido negro de la máscara. Por primera vez en toda la noche, se preguntó si debería tener miedo. Si algo andaba mal. Pensó que, tal vez, estaba siendo un niño muy tonto. Pero ya era demasiado tarde, ¿no? demasiado tarde…
La mirada del enmascarado seguía fija en la suya, como si intentara leerle el pensamiento.
—Pero tú no me crees, ¿verdad? No… eres demasiado listo, ¿a que sí?
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. El sueño, el frío y el cansancio se le metieron en la piel. No supo qué responder; se encogió de hombros. Decidió que, en cuanto se fuera, correría a despertar a sus papás, se metería entre ellos y se quedaría allí, a salvo.
El hombre suspiró, cansado. Apartó la vista y bajó la cabeza, evitando cruzar la mirada con Thomas. Su mano apretó un poco más el hombro delgado y huesudo del niño. Thomas lo escuchó maldecir en voz baja, algo que sabía que era una palabrota. Por alguna razón, oírla convirtió las dudas que lo asaltaban en una oleada de miedo, su incertidumbre en terror. Apenas pudo susurrar.
—Pero, si no te conozco —replicó en voz baja, arrepintiéndose de las palabras en cuanto salieron de sus labios, mientras una lágrima le corría por su suave mejilla—, ¿entonces cómo sabes mi nombre?
Los ojos del enmascarado regresaron a los suyos, distintos. Como si un hombre se hubiera ido y otro nuevo lo hubiera reemplazado.
El tipo respiró hondo y exhaló despacio, negando con la cabeza mientras hablaba.
—Lo siento, Thomas —dijo con una voz más grave, más adulta, y con la mano apretando dolorosamente el hombro del niño—. De verdad que sí. Pero eres demasiado listo, hijo.
El pequeño lloró en silencio; sus palabras se entrecortaron.
—¿Por qué lo sientes? —balbuceó.
—Porque hay una cosa más que tengo que llevarme.
Thomas sintió el cuero del guante deslizarse de su hombro hasta su cuello y se preguntó, demasiado tarde, si debería intentar gritar.
***
El interior de la furgoneta apestaba a productos químicos, un aroma conocido que confirmó aún más sus sospechas. Observó el oscuro interior mientras se alejaban de su casa, de su familia. Se movió al asiento del copiloto, con la esperanza de ver adónde iban. A través del parabrisas, las casas pasaban como marcas en el camino, señalando lo lejos que se encontraban ya de su hogar. Miró al hombre y supo, incluso sin verle la cara, que estaba furioso. Muy furioso.
—¡Maldita sea! —bramó el adulto, golpeando el volante con el puño.
El niño se sobresaltó y se preguntó qué debía hacer. Nunca había oído a un adulto gritar tan fuerte, y eso le dio miedo. Al doblar una esquina, el conductor se arrancó la máscara y la dejó caer entre los asientos. Thomas se inclinó para verlo mejor.
Quiso gritar de alegría al reconocer el rostro, ahora nítido bajo la pálida luz de la luna llena. Sus facciones se iluminaban aún más por las farolas bajo las que pasaban, cuya luz blanca como el huevo iluminaba el interior de la furgoneta con destellos intermitentes.
¡Tenía razón! ¡Sí que lo conocía!
Conocía al hombre, la furgoneta y los olores. Recordaba las extrañas bobinas sujetas a los laterales y las herramientas esparcidas por el interior, apiñadas en la oscura panza del vehículo, junto a las pertenencias de su familia.
—¡Sí que te conozco! —gritó Thomas triunfalmente, señalando el rostro del hombre, con ganas de reír.
El conductor lo ignoró y, con una mueca de fastidio, encendió la radio. La música retumbó por el interior metálico, estridente y violenta, hiriéndole los oídos. Molesto y deseoso de proclamarse vencedor, como suelen hacer los niños pequeños en las raras ocasiones en que se sienten más listos que un adulto, extendió la mano y, sin siquiera pedir permiso, apagó la radio.
Esperaba un grito, un regaño. En lugar de eso, el hombre se quedó mirando el aparato, como distraído, pensando en otra cosa. Tras unos segundos, volvió a encenderla.. Esta vez subió aún más el volumen de la música estruendosa y acelerada, como si quisiera ahogar la victoria de Thomas. El pequeño se tapó los oídos con las manos.
—¡Está demasiado alta! —protestó.
No obtuvo respuesta, así que el niño, cansado e irritado, volvió a apagar la radio. El silencio invadió la camioneta de manera tan abrupta que el hombre pareció sobresaltarse; dio un pequeño salto, miró directamente al pequeño, luego detrás de su asiento, y de nuevo a la radio.
—¡Qué demonios! —gruñó; ahora Thomas estaba seguro de que lo regañaría. Pero el hombre seguía mirando el aparato, como si intentara tomar una decisión importante.
De repente, el niño se sintió muy cansado y ya no quería jugar más. Ni le importaba quién era el hombre ni que fuera a tener cosas nuevas de los dadores. Solo quería irse a casa.
Enfurruñado, agarró el brazo del conductor y suplicó.
—Por favor —murmuró—. Quiero irme a casa.
No hubo respuesta, así que se inclinó y habló un poco más alto, aunque todavía respetuoso.
—Por favor, llévame de vuelta a casa.
El rostro frente a él se endureció, volviéndose cruel. Esa mirada no le gustó nada.
El hombre volvió a encender la radio sin mediar palabra.
Thomas se tapó los oídos una vez más. ¡Basta ya! Enfadado, y sintiendo que le iba a dar lo que su madre llamaría «una pataleta», extendió la mano y empezó a pulsar botones de la radio al azar, mientras las emisoras pasaban de un programa a otro: rock, jazz, voces, estática, más rock… todo a máximo volumen; la cacofonía resultante llenaba el vehículo de caos sonoro.
—¡Quiero irme a casa! —gritó a todo pulmón, mientras manoteaba los seguros de la puerta, subiéndolos y bajándolos frenéticamente.
El conductor observó los seguros agitándose, y apagó la radio de golpe, dejando la furgoneta nuevamente en silencio.
—¡Qué demonios…!
Con gesto contrariado, giró bruscamente en la siguiente esquina; los neumáticos chirriaron y el contenido del interior chocó entre sí. Pisó el freno con fuerza y la furgoneta se detuvo de golpe.
Sin esperar a descubrir lo enfadado que estaba el hombre con él, y viendo que esta podría ser su única oportunidad, Thomas salió disparado de la camioneta y regresó a su casa lo más rápido que pudo, sin atreverse a mirar atrás.
***
De vuelta en casa, Thomas entró en el salón, sorprendido al ver que todas las luces estaban encendidas.
Escuchó ruidos arriba y vio a su madre en lo alto de las escaleras, inclinada sobre la barandilla, gritando con fuerza.
—¡No está en su habitación!
Entonces, escuchó a su hermana gritar desde algún otro lugar de la casa. Vio a su padre, que había estado en su despacho, cruzar la sala corriendo a toda velocidad.
—¡Liv! —gritó.
—¡Papá! ¡El garaje! —respondió ella.
Siguió a su padre mientras corría hacia el garaje. Su madre bajaba las escaleras apresurada al oír el llanto de su hija. Intentó seguirles el paso, sin entender por qué su papá había caído de rodillas sobre el cemento, por qué emitía un extraño gemido y hablaba con palabras apremiantes que él no podía entender.
Entonces su madre pasó corriendo junto a él y gritó.
Asustado, se acercó a ellos entrando sin hacer ruido en el garaje.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, sorprendido de que ninguno le respondiera.
Su hermana estaba en el suelo, inclinada sobre algo. Su papá permanecía junto a ella, moviendo las manos rápidamente. Su madre, en un rincón, se tapaba la boca con una mano, mirando a ambos con una expresión indescriptible.
El niño se acercó más.
—Vamos, Thomas. —Oyó decir a su padre en un tono bajo pero firme—. Vamos, hijo.
Continuó avanzando y vio a su hermana —la que trabajaba de socorrista en la piscina comunitaria— inclinada, con la boca pegada a alguien que yacía inmóvil. Se detuvo junto a su padre, apoyando una mano en su espalda.
Cuando bajó la mirada, abrió los ojos de par en par, sorprendido.
Era su propio rostro lo que veía. Tenía los ojos cerrados, la piel pálida y cerosa. Su hermana le soplaba en la boca, y aunque parecía un beso, sabía que le estaba dando aire, porque una vez le había enseñado a hacerlo. Sobresaltado y asustado, se giró para buscar a su madre. Estaba de rodillas, llorando, todavía con su camisón amarillo pálido puesto.
Sobre ella había una luz muy brillante.
Era como si un túnel fluyera desde la esquina del garaje, subiendo y subiendo hasta el espacio. Thomas caminó hacia él y no se sorprendió cuando su cuerpo se elevó del suelo, flotando por el aire hacia la luz. Casi tocaba el techo cuando miró hacia atrás, solo un instante, y vio a su familia: su cuerpo pequeño y frágil, del que podía ver los pantalones azules del pijama, sus pies descalzos asomando por debajo del tronco encorvado de su hermana.
Extendió la mano hacia la luz.
De repente, se oyó un fuerte chasquido y el niño fue arrastrado hacia atrás. La luz se alejó de su mano extendida y sintió como si cayera desde una gran altura. Cerró los ojos, asustado por lo que sucedería al aterrizar.
Al instante siguiente, un dolor horrible y desgarrador lo azotó. Le ardía la garganta y el pecho. Algo muy frío y duro le presionaba la espalda y la parte baja del cuerpo. Estaba demasiado sorprendido para llorar, pero quería extender los brazos, ser abrazado, ser sostenido, no sentirse así ni un segundo más.
Intentó abrir los ojos, pero solo pudo alzar un poco los párpados, como si los tuviera pegados. Entonces sintió las manos de su hermana presionando con fuerza su pecho —una, dos, tres veces— y luego poniendo su boca sobre la de él, soplándole aire caliente. Quiso apartarla, toser, pero sentía la garganta rota. Le dolía tanto que apenas podía soportarlo.
Tosió de todos modos.
—¡Dios mío! ¡Thomas! —gritó alguien.
Solo entonces abrió los ojos y vio a su papá y a su hermana mirándolo conmocionados, con los ojos muy abiertos. Liv se tapó la boca con una mano. Su madre corrió, empujó a su padre a un lado y apretó su rostro húmedo contra el de él. Su papá se levantó bruscamente y entró corriendo en la casa. El pequeño se preguntó dónde habría ido, pero regresó al cabo de unos momentos, y detrás de él había dos personas más. Vestían camisas blancas y cargaban cajas rojas.
Oyó un ruido sordo, sintió una ráfaga de aire frío y se dio cuenta de que la puerta del garaje se había abierto, exponiéndolos a todos a la brisa del amanecer. Intentó mirar a su alrededor, pero su hermana lo abrazaba y lloraba, y el rostro de su madre seguía pegado al suyo.
—¡Dejadles espacio! —ordenó su padre con firmeza, y por un momento Thomas se quedó solo de nuevo. Entonces, unas manos diferentes lo tocaron y algo le rozó la cara. Era duro, de plástico, y olía raro. Oyó sirenas acercarse y luego detenerse.
—Vale, campeón, sigue respirando, ¿de acuerdo? —dijo uno de los hombres con camisa blanca—. Vas a ponerte bien.
El niño asintió e intentó mirar a su alrededor de nuevo. Ahora había más gente: vecinos de la casa de al lado y de toda la calle, reunidos en la entrada, en pijama y con aspecto de recién despertados.
Su hermana se aferraba a su madre, temblando mientras lloraba sin parar sobre su camisón amarillo. «¿Por qué lloras?», intentó preguntar, pero se sorprendió al no poder emitir sonidos. Algo en su garganta no funcionaba.
Entonces, lo levantaron del frío pavimento del garaje y lo colocaron sobre una camilla. Hubo una sacudida y un extraño sonido metálico, y la cama lo elevó aún más. Pensó que era genial, porque ahora podía verlo todo mejor.
Su papá hablaba con dos policías que Thomas no había visto antes. Uno tenía una libreta abierta y estaba anotando cosas. Al pasar junto a la camilla, sus miradas se cruzaron, y el policía mayor se apartó él y se acercó a Thomas. Bajó la mirada y sonrió. El niño pensó que era gracioso porque tenía un gran bigote, pero no pudo decirlo, y además creyó que podría ser de mala educación.
—Hola, soy el oficial Franklin. ¿Estás bien?
Como no podía hablar, asintió.
—¿Viste quién te hizo daño? ¿Quién estaba en la casa?
Thomas volvió a asentir, sintiéndose de pronto muy cansado, como si pudiera dormir dos días seguidos. Alargó la mano hacia la libreta que sostenía el agente y tiró de ella. El policía comprendió y se la entregó, junto con un pequeño lápiz.
Luchando contra la imperiosa necesidad de cerrar los ojos, y sintiéndose un poco entumecido por la emoción y el aire extraño de la mascarilla, escribió algo en la pequeña página en blanco de la libreta del policía y se la devolvió. Entonces, cerró los ojos.
Mientras el oficial del bigote leía su nota, lo trasladaron a la parte trasera de la ambulancia. Poco después, oyó la voz de su madre junto a él, su mano apretando la suya con fuerza.
—Vas a estar bien, cariño. Mamá está aquí.
Intentó asentir, aunque no sabía si su cuerpo obedecía. Fuera de la ambulancia, apenas podía oír al agente hablar con su padre.
—Sé que suena extraño, pero tuvo suerte. Quienquiera que haya hecho esto podría haberlo matado, pero supongo que se acobardó en el último segundo. Por fortuna, su hija…
La puerta se cerró de golpe, aislándolo del exterior. Sintió movimiento y supo que se marchaban. Buscó a su madre con la otra mano y ella la tomó; luego se inclinó, lo besó en la mejilla, susurrándole al oído:
—Descansa, cariño. Ya pasó.
***
En el garaje, el padre de Thomas, aún conmocionado por lo ocurrido, observó cómo se llevaban a su hijo. Estaba ansioso por seguirlos al hospital, pero sabía que todavía quedaban preguntas por responder.
El agente que había hablado con el niño regresó, con el ceño ligeramente fruncido mientras revisaba lo que estaba escrito en su bloc de notas.
—¿Qué pone? —preguntó el padre, inquieto, deseando marcharse cuanto antes.
—¿Por qué no le echa un vistazo y me dice si esto tiene sentido para usted? —respondió el agente, y le tendió la libreta.
El padre de Thomas miró lo que su hijo había escrito. Abrió los ojos de par en par. El mensaje había sido garabateado toscamente, con letra infantil, en grandes letras mayúsculas:
EL HOMBRE DE LA PISCINA ES UN TOMADOR

Queremos darle las gracias a Philip Fracassi por su generosidad.
A Román Sanz Mouta por hacerlo posible.
A Héctor R. Asperilla por su maravillosa ilustración.
A José Luis Pascual por su atenta corrección y sus consejos.
Traducción, David M. Hefesto.

Philip Fracassi es un guionista y escritor nominado al Bran Stoker y al British Fantasy Award por sus colecciones de relatos Contemplad el vacío, Bajo un cielo lívido y No One is Safe! Entre sus novelas, que ya se han traducido a varios idiomas, destacan A Child Alone with Strangers, Gothic, Los chicos del valle y La tercera regla de los viajes en el tiempo. Sus relatos han aparecido publicados en numerosas revistas y antologías como Best Horror of the Year, Nightmare magazine, Interzone y Southwest ReSusview.


Buen trabajo de todos por conseguirlo, traducirlo, corregirlo y publicarlo. Me ha mantenido en vilo todo el rato y con un final que no esperaba.
Muchas gracias, por tu lectura y por tu apoyo. Estas iniciativas merecen la pena por lectores como tú.