Un artículo de Alberto de Prado

Al ver la referencia a El tercer hombre es posible que quien lea estas líneas haya hecho la asociación inmediata con la famosa película protagonizada por Orson Welles, en la que firmó la actuación más brillante de su carrera (con permiso de Ciudadano Kane) y que está considerada por los críticos como una de las mejores de la historia del cine de Reino Unido.
Sin embargo, el verdadero objeto de este artículo es el síndrome psicológico que recibe el mismo nombre que la película, aunque, por supuesto, habrá conexiones cinematográficas y literarias. Y atención, porque este es un tema que tiene su enjundia y aparece recurrentemente en muchos libros y películas. Permitidme relatar un suceso histórico para ponernos en situación y entrar al tema.
Año 1916. Ernest Shackleton comanda una expedición que intenta cruzar la Antártida pasando por el polo. A miles de kilómetros de la civilización, su barco, el Endurance, ha quedado atrapado por una banquisa de hielo que lo hunde lentamente. La tripulación se encuentra varada en un desierto blanco, donde el frío, el hambre y la desesperación se convierten en sus únicos compañeros.
Tras dos años aislados y en una titánica lucha contra los elementos, Shackleton y dos de sus compañeros emprenden una marcha suicida a través de las montañas de la isla Georgia del Sur en busca de ayuda. En medio del agotamiento extremo ocurre algo inexplicable: perciben una presencia, una figura invisible que los guía, los anima y les da fuerzas para seguir adelante cuando el cuerpo ya no puede más.
Finalmente, todos los miembros de la expedición lograron regresar a Inglaterra sanos y salvos. Shackleton lo relataría después en sus memorias como una experiencia casi mística, determinante para su supervivencia.
Este caso aparece citado en el libro de John Geiger El tercer hombre, como un ejemplo de alucinación por supervivencia. Pero no es el único, muchas personas que han pasado por situaciones límite, como montañeros o individuos en peligro de muerte, aseguran sentir la presencia de un acompañante invisible, reconfortante o protector, que los ayuda a salvar la situación.
¿Es posible que se trate de una intervención divina? ¿Un espíritu protector?
El fenómeno tiene una explicación científica tan interesante como cualquier relato de ficción. En una situación de máximo estrés y privación sensorial, el peligro extremo y la falta de estímulos pueden alterar la percepción y el razonamiento hasta el punto de provocar estas alucinaciones y sensaciones de presencia. Sería algo así como un mecanismo de autodefensa del cerebro que desencadena un trastorno de despersonalización y separación de la realidad. Quien lo padece se siente desligado de su cuerpo o de su entorno: una forma de afrontar el estrés y el aislamiento y evitar el colapso total.
Antes de que la ciencia viniera a poner coto a nuestra imaginación, la presencia del tercer hombre había hecho correr ríos de tinta tratando de alcanzar una explicación racional para esta presencia etérea que nos sirve de guía y salvavidas.
Ya en la antigua Mesopotamia se colocaban los sedus y lamassus a la entrada de las ciudades y los palacios para protegerlos de las fuerzas negativas. Estas imponentes estatuas, con formas de león o toro alado y cabeza humana, representaban a divinidades cuya función principal era servir de guardianes y protectores.
Si miramos a la Grecia clásica encontramos que Platón relata en sus diálogos cómo Sócrates escuchaba voces desde su infancia, una especie de señal divina que le susurraba consejos. Esta voz interior lo disuadía de tomar malas decisiones (aunque tampoco le aconsejó nunca una buena acción). Él filosofo lo asociaba con la presencia de un daimón, un tipo de espíritu que hacía de intermediario entre los seres humanos y los dioses. Los daimones no tenían siempre un comportamiento benévolo, también daban consejos equivocados y podían llegar a poseer a las personas con las que se asociaban.
Al pasar por el tamiz del judeocristianismo, los daimones acabaron dando origen a los demonios. Pero también derivan de ellos los ángeles custodios (los angelitos de la guarda, vaya), que según algunas creencias religiosas intervienen en momentos de peligro o soledad. Los ángeles guardianes del cristianismo también encuentran otro precedente en los Yazatas del zoroastrismo, entidades divinas creadas por Ahura Mazda, el dios supremo, para ayudarlo a combatir el mal y mantener la armonía.
En el mundo islámico, la experiencia del tercer hombre puede interpretarse a través de la creencia en los Malaikah (ángeles) o, más específicamente, con los Kiraman Katibin, ángeles protectores y escribas de las acciones del creyente (tanto buenas como malas). El fenómeno podría igualmente considerarse como una manifestación de la Sakina, la tranquilidad y paz divina que, según el Corán, desciende sobre los creyentes en momentos de dificultad.
Para las culturas nativo-americanas, el fenómeno del tercer hombre está profundamente integrado en su mundo espiritual, como una manifestación tangible de las fuerzas del mundo natural y espiritual. La presencia suele adoptar la forma de un espíritu guardián, que puede ser un ancestro o un animal de poder. Su cometido es guiar, proteger y transmitir su sabiduría, especialmente durante los momentos de transición, peligro o búsqueda de visión.
Muchas tradiciones nativas entienden este fenómeno como una comunicación real con una conciencia externa, una conexión plena con la naturaleza y con el río de la vida que le otorga ayuda.
Como es lógico, esta presencia casi sobrenatural no podía ser desaprovechada por la literatura, que encuentra en el tercer hombre un potente recurso narrativo y simbólico, ya sea para dar una carga de profundidad al perfil psicológico de los personajes o como forma de inducir un ambiente enigmático en la trama.
Un ejemplo de libro (nunca mejor dicho) es el empleado por Shakespeare en Macbeth con el espectro de Banquo. Solo Macbeth puede ver al fantasma sentado a la mesa, lo que podemos interpretar como una proyección de su remordimiento tras haberlo asesinado. En este caso, el tercer hombre se convierte en una presencia aterradora: la manifestación del crimen que atormenta al protagonista, una proyección del trauma generado por sus sentimientos de culpa.
Si buscamos esa visión más canónica del tercer hombre como guía o intervención divina, como presencia que ofrece consuelo, protección o clarividencia en un momento extremo de desesperación, podemos fijarnos en el personaje de Gandalf de El señor de los anillos. De acuerdo, no es un ser invisible, pero cumple con el papel en varias ocasiones, en especial al aparecer en las laderas del Monte del Destino justo cuando Frodo y Sam más lo necesitan, para transmitirles una fuerza que va más allá de lo físico.
En muchos relatos de terror gótico y cuentos de fantasmas, como en los de M.R. James o Henry James (Otra Vuelta de Tuerca), la existencia de la presencia nunca se confirma del todo. De esta forma se crea una atmósfera de incertidumbre, quedando la duda de si se trata de un fenómeno sobrenatural o de una proyección surgida de la mente perturbada del personaje (o incluso del lector). Un caso paradigmático es el de El corazón delator, de Edgar Allan Poe, en el que la voz interior del narrador —una presencia obsesiva y paranoica— lo lleva a cometer un asesinato. ¿Es todo una alucinación o es realidad?
Otra de las múltiples formas adoptadas por el tercer hombre en la literatura es la del doble siniestro o doppelgänger. El ejemplo más recurrente es el de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, en el que personalidad se desdobla en una segunda entidad capaz de materializarse como una presencia oscura que toma el control. No hay aquí un guía benevolente, sino una encarnación de los instintos más primitivos reprimidos por la razón y las normas sociales.
De manera similar, El doble, de Fiódor Dostoievski, presenta una presencia terrible. El personaje de Goliadkin es perseguido por un hombre idéntico a sí mismo que, además, encarna todo lo que él no se atreve a ser: seguro, exitoso y desinhibido. La presencia amenaza así con borrar su identidad.
No es fácil trasladar la idea de esta presencia intrigante a la pantalla, pero la magia del cine es capaz de dar forma a lo intangible. Una película que me fascina es la adaptación que hizo Tarkovski de Solaris, la gran novela de Stanislaw Lem. En ella, los astronautas de una estación espacial son visitados por “huéspedes», apariciones creadas por el planeta-océano, que reflejan los traumas y las obsesiones íntimas de quienes se ven afectados por el fenómeno. ¿Son alucinaciones, proyecciones mentales o hay algo más? La película no ofrece respuestas fáciles, y como espectadores quedamos atrapados en la misma incertidumbre que los personajes. Sin embargo, esto nos permite darle una vuelta a lo pesada que puede ser la carga de determinados recuerdos y deseos frustrados que todos llevamos a cuestas.
El concepto de la presencia inquietante puede ser llevado aún más al extremo. En El resplandor de Stanley Kubrick (o en la novela de King, tanto da), Jack Torrance oye voces e interactúa con fantasmas que podrían ser tanto manifestaciones del hotel como productos de su mente desquiciada. Si queremos un ejemplo de cómo el cine puede transformar el tercer hombre en algo tangible y aterrador, echad un vistazo a la escena del bar donde el Lloyd, el camarero, aparece como surgido de la nada.
Quizá lo más interesante del fenómeno del tercer hombre es que sigue siendo un misterio psicológico y narrativo. La ciencia lo explica como un mecanismo de defensa, pero la literatura y el cine lo han convertido en algo más: un recurso para hablar de nuestros conflictos internos, de la soledad o la culpa, y para recordarnos que incluso en las situaciones más jodidas nunca estamos del todo solos. Siempre nos tenemos, al menos, a nosotros mismos.
Un artículo de Alberto de Prado

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