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Rodeada de agua marina, en un mundo quizá infinito, caminaba como debo hacerlo, por el fondo, por encima de la arena, escondite del alimento de emergencia. Comía la muerte flotante y esos trozos grandes, pedregosos, de color verde que caen del cielo. Los dioses proveen, nada me falta, nada puede dañarme aquí a excepción de la propia divinidad que se lleva a mis semejantes; sabemos que todo tiene un precio. Crecemos rápido, la familia, nuestra propia carne y nuestras pinzas.
Mis huevos, mis hijos, eclosionarán pronto. El agua está turbia, Dios estuvo de cacería.
Siento el final en las corrientes. Mis pinzas ya están atadas. Mis hijos lejos de mí. Los dioses quisieron cambiarme de mares. Me encuentro en estrechas aguas, encima de hermanas y escasa comida. El horizonte es cercano, borroso y el movimiento casi nulo. ¡No hay agua afuera! ¡No hay piedra!
Los dioses me trasladaron de nuevo, mis ojos ya no ven, tengo hambre, la muerte me llega, el frío está desgarrando y mi cuerpo se seca ¿Qué es este ambiente? ¿Es la falta de vida a mi alrededor? El agua es un recuerdo, el movimiento se congela, se congela, se congela…
—Vamos a comer como reyes.
—Sí, coño. Hay que celebrar a lo grande las ocasiones importantes, joder. La vida viene y se va sin darte ni cuenta y yo digo, ¡Disfruta!
—Coño, claro Pepe, y qué mejor que una mariscada, si es que pudiendo ser feliz, ¿por qué no comer bien?
—¡Ay, claro que sí, Lorenzo, fiera! Verás que bien baja la langosta con el vino blanco que me trajo mi Estelita del valle cuando fue a ver a sus primos.
Pepe y Lorenzo iban paseando hacia la masía de Íñigo, deseosos por celebrar la victoria de La Roja. Las grandes ocasiones requieren langosta. Pero una de ellas tenía otros planes y las pinzas mal atadas, brindando una sutil fuga en un acto mágico de libertad. Los felices y adorables ancianos no se percataron. Solo se perdió la langosta que no cabía en la nevera portátil, la solitaria aventurada menos muerta de lo que podía parecer.
Del camino al borde, rodeado de maleza creciente y bien nutrida por los rayos solares y el rocío, fue el sitio donde se escondió nuestra marítima amiga. Queda en duda si por voluntad propia, destino o casualidades de ese misterio que es la vida.
Es aquí donde el hielo muere, marcando el paso del tiempo gota a gota. Las antenas de la langosta palpitan levemente, un halo de vida que se manifiesta, tan lejos de su casa como un pulpo de su planeta de origen. El pálpito es como una llamada a las moscas y hormigas. Sale y se pone el sol varias veces antes de que la carne esté curada para ser buena comida para todos. Los microscópicos seres montaron supurantes orgías en el interior, comieron y cagaron, parieron miles de huevos y poderosas ciudades crecieron. El olor a podredumbre que generan los microciudadanos es la campanada de salida; lo que fue atractivo es ahora irresistible.
Los endémicos insectos se acercan al festín, celebrando la derrota roja, la victoria de la rapiña. Es el turno de los monstruosos gigantes en comparación de los huéspedes, quienes son devorados sin opción defensiva alguna. Ahora formarán parte de un nuevo y mucho más cálido hogar o morirán.
La armadura carmesí pierde opacidad y transpira, ya no hay carne, el almuerzo terminó, y las antenas se secaron.
La noche llega, y solo el viento ocupa el exoesqueleto de la langosta. Nuevos entes sienten interés por esos restos abandonados. Esta vez, más extraños y misteriosos.
Las almas de cualquier ser vivo perduran más allá. A veces, y solo a veces, son conjuradas. Glotonas serpientes muertas, insectos extraviados en telarañas abandonadas, miles de gusanos cortados por maquinaria agrícola, pájaros convertidos en juguete de felino, y otros animales considerados plaga, envenenados para mayor gloria de la planta alimento. Crecen y deforman, se unen. Alcanzan el poder de un alma atormentada, ansiando de nuevo un cuerpo.
Esa carcasa de rojiza transparencia se convierte en una logia negra, el punto de comunión.
Renace un ser capaz, moviéndose en la nocturnidad, en busca de todo lo etéreo del cual solo algunos ocultistas son conocedores. La falta de flexibilidad no parece limitarla, sí lo hace, en cambio, el astro rey, que la paraliza, allá donde sea bañada por su luz. Así es como fue encontrada, como una estatua. Impregnada de vida interna, intuida. Un lector cualquiera podría haberla encontrado en uno de sus paseos. Cada página girada al viento provocaba esos segundos de vuelta al planeta primigenio; tiempo suficiente para notar su presencia. El espíritu durmiente en el esquelético crustáceo. La leyenda perdura cuando el día siguiente desaparece. Incautos podrían ser atacados por esa extraña criatura que se mueve como una sombra en la oscuridad, en la piel de un muerto acuático. Siempre se aspira a algo más… lejos, grande, poderoso.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
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Soy Omduart, humilde escritor reacio a clasificarse. Cocinero profesional para evitar el hambre y, actualmente, algo parecido a un ermitaño de bosque.
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