
Es sábado, siete de la mañana. Mi tío está esperándome abajo con el coche en marcha. Hoy vamos a observar aves.
Mi tío es un ornitólogo de primera. Hace poco que se jubiló y, como todo buen jubilado, ha buscado una afición para mantenerse ocupado. Ha decidido que esta actividad sea la observación de aves. Tras apuntarse a varios cursos del ayuntamiento sobre identificación de aves migratorias y anillamiento de limícolas, ahora es todo un experto, o eso dice, y hoy ha decidido llevarme consigo. Mi idea es aprender lo máximo posible para un trabajo que nos mandó la profesora de Biología y, de paso, pasar tiempo con él. Sé que le hace ilusión.
A las siete y media nos encontramos frente a lo que mi tío define como observatorio. Para mí, solo es una pequeña cabaña de madera, un tanto descascarillada, en medio del humedal. A pesar de ser mayo, aún hace frío a estas horas de la mañana, y la humedad penetra hasta los huesos. El sol incipiente apenas alumbra el paisaje con desgana, a través de la niebla espesa que va levantándose poco a poco.
Entramos en la cabaña y nos acomodamos en unos bancos de madera carcomida que crujen cuando nos sentamos sobre ellos. Abrimos un ventanuco y mi tío, con la ayuda de los prismáticos, comienza a describirme, en voz baja para no espantar a los animales, todo lo que se ve en un primer vistazo. Las aves, a estas horas tan tempranas, aún no han levantado el vuelo para ir en busca de comida, así que se encuentran tranquilamente posadas sobre pequeños islotes o flotando sobre las aguas en calma del humedal. Acostumbrado a la vida de ciudad, donde las pocas aves que veo son pequeños pajarillos pardos y palomas, o como las llama mi padre: ratas del aire, jamás me hubiera imaginado que hubiera tanta diversidad a solo unos pocos kilómetros de mi casa.
La pequeña laguna está rebosante de vida: cientos de cigüeñas descansan antes de emprender el vuelo para ir a alimentarse al vertedero; los típicos patos azulones y frisos se mantienen sobre las aguas como barcos a la deriva, acompañados por una decena de fochas; en las orillas de los islotes, un buen puñado de limícolas, con sus patas y picos alargados, se afanan en buscar alimento entre la arena; una pareja de garzas retoza alegremente restregándose los picos con ternura; un zampullín se sumerge en las aguas, saliendo a flote el tiempo necesario para tomar aire y volver a zambullirse… Mi tío me lo va explicando todo mientras me indica la dirección a la que debo dirigir mis propios prismáticos para no perderme detalle.
Al poco tiempo, cuando los primeros rayos de la alborada comienzan por fin a filtrarse entre las nubes, creando puntos de luminiscencia sobre el humedal como focos de un teatro iluminando a los actores, un hombre vestido con ropa de monte entra en el observatorio. Nos saluda con la mano y se sienta en la otra punta. Saca una cámara fotográfica con un gran teleobjetivo y comienza a observar el paisaje a través de ella. Me quedo absorto mirándolo unos minutos, hasta que mi tío me llama la atención. En el aire, volando de una rama a otra, ha aparecido un pequeño herrerillo, con sus característicos colores azules y amarillos.
Escucho el clic de la cámara en el preciso momento en que una sombra se abalanza sobre el incauto pajarillo. En un segundo, solo quedan de él unas pocas plumas coloridas, suspendidas, que el viento arrastra con suavidad. Hacia el horizonte se aleja un halcón peregrino con su presa entre las garras.
—Ha tenido que ser una buena foto —le comenta mi tío al hombre de la cámara.
Este sonríe amablemente y nos señala un punto entre unos islotes. Dirijo la vista hacia allí para vislumbrar, a través de las lentes de los prismáticos, una pequeña ranita saltando entre las piedras. Cuando está a punto de impulsarse con sus patas traseras para realizar otro salto, escucho de nuevo el sonido de la cámara. Una estela surge desde las aguas y engulle a la ranita. De su existencia ya solo quedan las ondulaciones circulares en el agua.
—Qué suerte está teniendo con las fotos esta mañana —observa mi tío—. ¿Me permite ver las fotografías?
El hombre, agradecido, le hace un gesto para que se acerque y le muestra las imágenes en la cámara. Yo, mientras tanto, me entretengo con una mariposa de vivos colores azul y blanco que se ha colado por el ventanuco abierto. Alargo las manos con intención de atraparla.
—¡Apártate de la mariposa! —me grita mi tío.
Asustado, me echo hacia atrás y caigo de culo sobre el húmedo suelo de madera. Escucho un clic. Veo al fotógrafo al lado de mi tío, con la cámara en dirección al lugar donde me hallaba hacía solo dos segundos. Mi tío tiene el semblante pálido y una expresión de horror en el rostro.
Busco a la mariposa con la mirada. No la encuentro, por lo menos no entera. En la esquina superior de la cabaña, una araña de patas alargadas la está devorando. La distingo por un pedazo de ala de color azulado que el arácnido aún mantiene entre sus mandíbulas.
—Sal de aquí. ¡Rápido! —me chilla mi tío con una voz histérica antes de encararse con el fotógrafo.
Huyo despavorido del observatorio, tropezando nada más salir. Caigo al suelo de arena con la cara por delante. Mi nariz comienza a sangrar. No lloro. Detrás mío, en el interior de la cabaña, escucho un forcejeo. La puerta se ha cerrado a mis espaldas por su propio peso. Aun así, los sonidos de una lucha encarnizada llegan a mis oídos. Mi tío grita, no distingo si de furia o de terror. El otro hombre también vocifera, insultando a mi tío con palabras que un niño como yo jamás habría imaginado que alguien pudiera pronunciar.
Entre lo que parecen el sonido de puñetazos, el volcar de bancos y el golpear de cuerpos contra las paredes, llego a distinguir el característico clic que ya he escuchado tres veces a lo largo de esta mañana. Un alarido, un bramido, un rugido ensordecedor resuena por los resquicios de la madera del observatorio, provocando el vuelo en desbandada de todas las aves del humedal y la paralización de mi corazón.
Después, silencio.
Un silencio que aquel paraje místico jamás había experimentado. Un silencio que me orada el tímpano y no me deja reaccionar. Un silencio que huele a miedo, a sobrenatural, a mal primigenio y desolador.
Me levanto sin saber muy bien si me he quedado sordo o si es la magia oscura que envuelve el lugar. El observatorio permanece en calma. Desde dentro surge un leve crujido apagado, extraño, como de masticación, de deglución, de diente contra diente. Abro la puerta del observatorio con cautela, temiendo lo que pueda hallar en su interior. Me quedo petrificado. La sangre abandona mi rostro. Caigo desmayado, golpeándome la frente contra el suelo.
Despierto horas más tarde en lo que parece la habitación de un hospital. Estoy tumbado en una camilla, con un gotero conectado a mi antebrazo y un peso extraño en la muñeca contraria. Son esposas. Estoy sujeto a los hierros de la camilla. Miro a mi alrededor. La estancia de paredes blancas no tiene ventanas. El mobiliario, iluminado por un único fluorescente en el techo, está constituido solo por mi lecho y por una pequeña mesa en la que se encuentran las pertenencias que llevaba encima cuando perdí el conocimiento: mi ropa, mi cartera, el móvil, las llaves de mi casa… y una cámara fotográfica de gran teleobjetivo. La cámara del hombre del observatorio.
En el exterior de la estancia, a través de la pequeña ventana de la puerta cerrada, vislumbro lo que parece un agente de policía uniformado de espaldas, hablando con un hombre con gabardina. ¿Está custodiando mi habitación aquel agente? ¿Y cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy esposado? ¿Por qué no recuerdo nada de lo ocurrido justo antes de desmayarme? ¿Dónde está mi tío? Demasiadas preguntas. Ninguna respuesta a mi alcance. ¿O sí?
Vuelvo a observar los objetos sobre la mesa. Recuerdo la reacción de mi tío después de que aquel hombre le enseñase las fotografías de la cámara. ¿Qué le habría mostrado? Con una mezcla de miedo y curiosidad, ayudándome del gotero, logro atraer la cámara hacia mí. La enciendo con la mano libre. Un indicador en la esquina superior derecha de la pantalla muestra que en la memoria hay almacenadas cuatro fotografías. Presiono el botón correspondiente y contemplo la primera imagen.
Se me cae la cámara sobre el regazo. ¡No puede ser! ¿Cómo es posible algo así? Noto que el corazón se me paraliza y mis manos comienzan a temblar. ¡No puede tratarse de una fotografía real!
La imagen muestra al herrerillo del humedal volando de rama en rama, ¡pero está mal! El herrerillo que vi era un pajarillo normal de vivos colores. El de la imagen está deformado. Tiene el pico vuelto hacia dentro y lleno de dientes; las plumas de colores rojizos y purpúreos se le clavan en el cuerpecillo haciéndole sangrar; los ojos sin párpados, de un color negro como el abismo, destilan maldad; las patas están desencajadas en un ángulo imposible, con garras enormes que le atraviesan el estómago de parte a parte. Es una deformidad de la naturaleza lo que muestra la fotografía.
No tiene sentido. ¿Qué estoy viendo? Con un estremecimiento, paso a la siguiente imagen.
En este caso, lo que debía ser una ranita se ha convertido en un amasijo de carne grotesca sin forma definida, una bola de vísceras y tripas anudadas aquí y allá. Cuatro extremidades torcidas hasta el extremo parten de un único punto del cuerpo y se dilatan hacia la parte inferior de la imagen, alcanzando el triple de la longitud que deberían tener. La cabeza se encuentra imbuida dentro de aquella masa, con un rostro de agonía como si se estuviera ahogando, como si la carne la contrajera e impidiera respirar.
Ambas fotografías muestran unos seres horripilantes que sufren por vivir.
La siguiente imagen, pues mi miedo y curiosidad se han convertido en morbo y debo proseguir, muestra un gusano blanquiazul putrefacto, con la piel cayéndosele a tiras del cuerpo, suspendido en el aire por dos alas membranosas desgarradas y sangrantes, cubiertas de un líquido espeso y asqueroso. Las patitas le atraviesan de parte a parte el torso alargado cual alfileres.
¿Qué muestran las fotografías? ¿Es el alma perversa de esos animales? ¿Su lado oscuro? ¿Una imagen del más allá? ¿Los mismos seres vistos desde otro plano? No quiero pasar a la cuarta fotografía. Estoy convencido de que en dicha imagen aparecerá mi tío. Los tres animales fueron devorados por otros tras ser fotografiados. ¿Pasó igual con mi tío? No puedo recordar lo que ocurrió antes de desmayarme en el observatorio, lo que escuché, lo que vi. No quiero, pero debo saber lo que aconteció. Debo saber cómo murió, si sufrió.
Presiono el botón.
Mi cerebro explota al contemplar lo que muestra la cámara. Es mi tío, pero no es mi tío. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Dónde está su piel? ¿Por qué le asoman huesos por sitios imposibles? Está… fusionado hacia adentro. ¿Por qué tantos ojos? Su rostro… Joder, su rostro… ¿Cómo puedo reconocer a mi tío en eso?
Todo esto es demasiado para mí. Tanta atrocidad se vuelve insoportable. Grito de horror hasta desgarrarme las cuerdas vocales. Mi mente no puede enfrentarse a ello. Simplemente, no puede. Siento un terrible dolor en el pecho. Mi cabeza está a punto de estallar.
Varios policías entran corriendo en la habitación tras escuchar los alaridos y se abalanzan sobre mí.
Ya es tarde.
Agarro con fuerza la cámara y me saco un selfi.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario

Oscar Calleja nació en Vitoria-Gasteiz en 1990. Este licenciado en Ciencias Ambientales y trabajador en Salud Pública y Epidemiología inició su andadura intentando imitar el estilo de autores de terror consagrados hasta que, tras mucho leer y formarse, ha ido forjando su propia personalidad a la hora de narrar. Varios de sus relatos han sido publicados en revistas como GTM (y locutados en los podcast Noviembre Nocturno y Cuentos de la Casa de la Bruja), El Círculo de Lovecraft, revista Dáliva, el Patreon de Ediciones el Transbordador o en la 3º Edición de los Premios Yunque Literario. Otros relatos han sido locutados en los podcast La Torre del Cuervo, Cuentos del Bosque Oscuro o Melodías o Melocuentas. Además, otro relato suyo forma parte de la antología Ciberquimérico del taller literario del Vuelo del Cometa al que pertenece y con el que ha participado en la creación de 2 librojuegos: “Cazado por el vampiro” y “Los pasos del ángel”.
Oscar Calleja (@Oscar_Calleja) / X
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