
Apareció en la cesta. Junto a los trilobites. No era muy grande. Un poco mayor que mi palma. La concha era dura, resbaladiza, roja con rayas blancas o, tal vez, blanca con rayas rojas. En realidad, llamarlas rayas sería mentir: no eran rectas, ni continuas, más bien se desdibujaban de forma irregular, como si los antiguos lo hubiesen diseñado de forma descuidada o arbitraria, dejando caer aquí y allá un poco de tinte rojo o un brochazo mal dirigido de pintura blanca. Tenía dos grandes ojos de pez, uno a cada lado del cuerpo, y una lengüeta o caperuza que, en un ejemplar normal, serviría para cerrar y sellar completamente la concha, protegiéndolo ante un peligro inminente. Solo que aquel no era un animal normal, el cuerpo blando y bulboso rematado en tentáculos de pulpo o de calamar no estaba donde debía y en su lugar sobresalían de la concha un racimo de piernecitas humanas.
Las conté, eran seis. Cada una de ellas con su muslo, su rodilla, sus gemelos, su tobillo, su pie y cinco pequeñísimos deditos. Mirándolos de cerca los deditos estaban bien formados, cada uno con su uña, sus falanges, algunos incluso con un juanete incipiente. Si pasaba un dedo con cuidado por la piel de las piernecitas podía sentir el tacto de los pelillos. No demasiados, pero sí suficientes como para notarlos. Diría que eran piernas de mujer porque me parecieron bonitas, no demasiado musculadas, y el pie que las remataba, sin duda, era elegante. Se agitaban, claro, desesperadas. Como lo harían los tentáculos normales de un nautilus fuera del agua, pero siendo piernecitas, uno podía pensar en un baile y casi parecía hermoso.
—Mira lo que he encontrado —le dije a Khlara, que estaba echando trilobites en la gran olla de agua hirviente que había sobre la cubierta.
Ella me miró sin comprender y siguió arrojando crustáceos al caldero.
—Mira. Es bien raro —insistí.
Se secó las manos en el delantal y se acercó con esa cara que me pone cada vez que le digo que tal vez deberíamos volver a intentar lo de tener hijos. La de «eres un imbécil pero no te lo voy a decir porque te quiero». Yo levanté el nautilus para que lo viese bien.
—Un nautilus, vaya cosa —dijo—, sabes que son incomestibles. Tienen un sabor demasiado intenso, como a amoniaco. Tíralo al mar. Hoy hemos venido a por trilos y langostas.
—Eso lo sé, pero mira cómo es este.
—A ver —dijo, al tiempo que me lo cogía de la mano—. ¡Ah, qué asco! ¡Tiene piernas humanas!
—Sí. ¿No son monas? —le dije mientras intentaba hacerle cosquillas en sus piececitos. Los agitaba demasiado y no tenía boca con la que reír, así que no logré saber si las tenía o no.
—No me parecen monas —dijo—, sino asquerosas. Una aberración. No es tan malo como el cerdo despertado que encontró Andhré la semana pasada, pero poco le falta.
Habíamos estado hablando en el refugio sobre aquel cerdo durante días, y aún circulaban algunos chistes al respecto. Tuve que reconocer que lo de aquel animal daba miedo.
—¡Qué fuerte lo de aquel cerdo!
—Uff, no me lo recuerdes.
—Algunas de las frases que decía incluso parecían tener sentido —dije.
—Ya, pero no.
—¡Y cantaba!
—No sabía entonar.
—Khlara, que era un cerdo…
—Un cerdo despertado, seguramente con cerebro humano, y eso que tienes ahí parece que tiene nuestras piernas. Es asqueroso.
Me encogí de hombros.
—Se supone que los cerdos solo tienen hígado humano.
—Y los nautilus solo sangre humana.
—Sí. Los cultivaban para hacer transfusiones —dije, casi recitando las viejas frases que nos obligaba a repetir la maestra en clase, cuando éramos unos críos— Si quisiéramos comerlos, tendríamos que desangrarlos bien.
—Por suerte, los nautilus tienen muy mal sabor, en cualquier caso —dijo ella con desdén.
—Las cosas que hacían los antiguos —dije con tono nostálgico, sin dejar de jugar con las piernecitas del animal.
—Se pasaron —contestó ella mientras regresaba junto a la olla.
—No sé —dije— supongo que para ellos tendría sentido.
Khlara me miró como se mira a un perro idiota que se persigue su propia cola. Un perro normal, claro, no uno de esos despertados con pene humano.
—Ya claro. Siempre andas con las mismas tonterías. Los antiguos solo sabían cagarla y bien. Ya sabes lo que hicieron con el hielo de los polos, con el aire, con los bosques. —En realidad ninguno de los dos sabía realmente qué era eso de los polos, o de los bosques. Nunca los habíamos visto. Los conocíamos por las historias de la escuela— Solo tienes que mirar fuera del barco. Ahí abajo aún se ven los restos de sus ciudades y sus carreteras. Sentido. Nada de lo que hacían tenía sentido.
—Bueno, si no fuese por el coral que crece sobre sus ciudades, no tendríamos dónde poner nuestras cestas para cazar trilos —dije para defenderme un poco.
No me contestó, se limitó a gruñir al tiempo que le arrancaba las patas a uno de los trilos más gordos de la cesta. Me quedó claro que no tenía ánimos para seguir hablando.
—Vale. Solo digo que si tuviésemos sus conocimientos, al menos podríamos usar todos esos órganos humanos que han dejado en los animales para curar a gente. Usarlos para trasplantes. ¿No es lo que hacían ellos? En lugar de tener que extraerlos y desecharlos para no comer carne humana por descuido.
—Ya, claro, ¿y esas piernecitas ridículas a qué liliputiense quieres ponérselas?
En eso tenía razón.
—Ya. Esto es solo un error.
—Un error no. Un horror despertado.
Lo miré por última vez. Seguía siendo una monería.
—¿Entonces lo tiro al mar? —pregunté.
—¿Tú estás tonto o qué te pasa? ¿Quieres que el mar se llene de nautilus con piernas humanas? ¿Y si ese defecto se pasa a algún otro animal? ¿Quieres que empecemos a encontrar langostas con manos humanas? Con lo que te gustan las patas de centollo, ¿quieres arriesgarte a no poder comértelas? Esa cosa échala en el cubo rojo, ya se la comerán los cerdos.
Con tristeza eché al nautilus, que ya se estaba ahogando, en el cubo junto al trilo con fina piel humana y la langosta de ojos azules.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario

Johan Paz (San Fernando, Cádiz, 1970)
Antiguo ingeniero de telecomunicaciones de profesión, cuentista por pasión. Más proclive a la longitud del cuento que a la de la novela, tiene pequeñas historias publicados en diversas revistas y antologías, así como varios libros autopublicados en Ebuki e Itch.io. Para saber más de él puedes seguirlo en su cuenta de Substack (https://johanpaz.substack.com/) o de BlueSky (@johazpaz.bsky.social)
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