Salimos de Tenochtitlán en los primeros días de marzo. Seis monjes y la impedimenta viajábamos en un carro tirado por mulas. El guía y dos soldados abrían la marcha y un sirviente y dos soldados más, a caballo, la cerraban. Parábamos una vez al día, al atardecer, para hacer la única comida caliente y dar descanso a las bestias. El cuarto día de viaje encontramos un buen lugar para el vivac y salimos, como siempre, en busca de leña para la hoguera.
Me alejé del campamento más de la cuenta siguiendo una trocha que supongo hicieron los animales de la selva. Tan ensimismado estaba que solo levanté la vista cuando noté que la algarabía había desaparecido por completo. No se oía el cantar de los pájaros, ni el bullicio de los monos, ni el zumbido de los insectos, ni el más leve rumor de las hojas con el viento…, tan solo el abrumador silencio.
Miré alrededor y distinguí entre los árboles un tenue resplandor amarillento y me dirigí hacia él olvidando la leña y a mis compañeros. Algo extraordinario y ajeno dictaba la dirección de mis pasos.Caminaba en la selva con la seguridad del que conoce el camino y, en un breve lapso de tiempo, me encontré al borde de un claro iluminado por un fuego. El lugar resplandecía, cada árbol, cada piedra, cada minúscula mota de polvo se derramaba en colores, limpios y nítidos, como si todo hubiera sido lavado recientemente por la lluvia. Y el silencio persistía.
Sorprendido de mi propia audacia, entré en el lugar sin recelo.Me senté junto a la hoguera que ardía en el centro, y permanecí inmóvil, hechizado por la danza del fuego. Silencioso, desde las sombras del bosque, emergió un guerrero. Sé que lo era, no porque viese sus armas ni ninguna otra cosa que lo distinguiera, sino porque todo su ser así lo expresaba. Cada uno de sus gestos era natural, fluido, flexible, preciso y certero. Era, sin duda, la estampa afilada y alerta de quien batalla a diario con la más feroz combatiente, la eterna acechadora, la inmortal muerte.
Se sentó a mi lado y atizó el fuego y yo perdí la medida del tiempo. No hubo en aquel instante más quejas ni más lamentos, desaparecieron mis ansias y mis anhelos. Se terminaron mis dudas. No hubo más miedo. Mi búsqueda terminó en aquel momento. Me sentí pleno, completo, como un lago desbordado de paz y conocimiento. Sin palabras me dijo que debía irme, me levanté y volví por el sendero.
Una espantosa visión me esperaba en el campamento: cabezas decapitadas, intestinos esparcidos y pechos abiertos. Los hombres y las bestias estaban muertos. Fue tan grande mi dolor que perdí el conocimiento. Regresé a Tenochtitlán enfebrecido y enfermo. Aquel guerrero salvó mi vida y ahora soy un hombre distinto viviendo en mi mismo cuerpo. Han pasado veinte años y al fin llegó el momento, por lo que dejo este escrito como confesión y testamento. Reniego de dios y la iglesia pues solo deseo volver junto al guerrero.
En tierras de Nueva España, en el año de Nuestro Señor de 1525, Yo, Alonso Beltrán, monje de la Orden de San Francisco.
Relato nominable al I Premio Yunque Literario.
Sonia R. Altable, alias Morrigang.
Nací en Aguilar de Campóo, Palencia, hace más de cincuenta años. En aquellos tiempos, nevaba muchísimo y los niños podíamos, y queríamos, jugar en la calle, ir a pescar cangrejos, ir a recoger flores silvestres para hacer diademas, e ir a dar de comer a las cabras y a los conejos; fui una niña asilvestrada. En las montañas de mi infancia me enamoré de las tormentas, de los lobos y de las águilas, a las que veía planear sobre las corrientes de aire cálido durante el verano. Un libro de mi padre, «Las mil mejores poesías de la lengua castellana», fue mi primer contacto con la poesía, y a él le debo también el gusto por la literatura. Mi mundo está entretejido con otros: el de los sueños y el de los muertos, con los que interactúo constantemente y que, precisamente por ese contacto, jamás me siento sola. Escribo siguiendo impulsos, de forma anárquica, sin método. Si considero que algo merece la pena, lo pongo por escrito en el formato que salga.
Twitter: @Xenomorfa2
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