En tu casa hay un cementerio. Dentro de sus muros. Bajo su tejado. Ocupa lo que podría haber sido una habitación cualquiera, aunque es bastante más grande, porque los cuerpos se entierran en horizontal y hace falta espacio para que entren todos, para encajarlos en el suelo como en un puzzle. Lo único que no tiene, como es lógico, es una superficie solada; de lo contrario no habría forma de poder cavar la tierra. Siempre ha estado ahí, desde que tú recuerdas. Según entras a la casa por la entrada principal, la última puerta a la izquierda, al final del pasillo. Cuando eras más pequeña pensabas que todo el mundo tenía a sus muertos enterrados dentro de sus casas. Te parecía lógico y normal; ¿por qué se iban a sacar fuera a la intemperie y a la soledad los cuerpos que en vida han formado parte de la familia y se les ha querido y se les ha respetado? Luego aprendiste que tú eres la única que tienes un cementerio dentro de su casa, y que es por eso que no lo contáis por ahí y que nunca vienen visitas ni tus amigas pueden pasarse a jugar. Porque, aunque la última puerta a la izquierda del final del pasillo se cierra con llave, la casa siempre tiene un olor particular; por mucho incienso y palosanto que se queme, o por muchas flores que se corten y se coloquen en las esquinas. Un aroma dulzón, como a fruta pasada; como a tripas fritas en su jugo; como a humedad negra y a entrañas de cerdo a medio cocer.
No se entierran mucho los cuerpos. Apenas se les cubre con una ligera capa de tierra, porque cada año, por la fecha de su sepultura, se les descubre, se les limpia y se les prepara para sentarles a la mesa a celebrar su aniversario con la familia. Desde que ya no está tu hermana mayor, tú eres la encargada de preparar a los muertos. Lo sabes todo acerca de los diferentes tipos de cepillos y herramientas para cada orificio, para cada superficie, para cada hueso. Conoces bien a los ocupantes de los cuerpos más recientes, los que viven en la carne y órganos que aún persisten, que todavía huelen. Los bichos que se comen a los muertos surgen a través de todo trozo blando, de cada agujero, por cualquier intersticio. Algunos aparecen por sí solos y otros los colocas tú, según deban comerse un ojo, un intestino, unas uñas. Para eso los guardas bien ordenados en multitud de frascos de cristal en las estanterías de las paredes de la habitación-cementerio. Moscas azules, verdes, escarabajos enterradores, larvas en diversos estadios; todos perfectamente clasificados, mantenidos y conservados. Te encanta hacer experimentos y poner diferentes gusanos en distintos orificios pequeños y húmedos y ver cómo se comen luego unos a otros, peleando por ser la especie que se lleve la mejor parte de la cena.
Hoy te toca acicalar el cuerpo de tu hermana; mañana hace un año de su enterramiento, y aunque murió varios días después, esa no es la fecha que importa. Cortas las bridas que inmovilizaron su cuerpo y te dispones a limpiar los huesos, a peinar los cabellos que quedan, a vestirla con ropa de flores y puntillas. Te empeñas mucho y dedicas todas las horas del día a que quede inmaculada, bella en su terrorífica mueca que no puedes forzar a cambiar o la mandíbula podría romperse. Pero así está bien, piensas. Es hermosa en su ademán de agonía, en su grito eterno. Recuerdas el día en que salió elegida. A veces la gente fallece por sí misma y a veces la familia decide que ha llegado su hora. Por año nuevo os reunís todos y votáis. Es el juego de la tierra, así lo llamáis. Si el año anterior no ha habido defunciones por causas naturales, ese día cada uno de vosotros vota por su favorito, para que ocupe un lugar en la habitación de la última puerta a la izquierda del final del pasillo. Es obligatorio escribir un nombre. Siempre hay un ganador. Siempre hay que tener la tierra preparada para el día en que esa persona cumple años dentro de los doce meses siguientes, pues es el día en que será sepultada. No todos aceptan su destino ni van contentos a tumbarse en el hueco cubierto con las primeras larvas, las que comienzan a agujerear la piel y la carne más blanda. A veces tenéis que mantener encerrado al ganador del juego de la tierra hasta que llega su día. A veces eso es mucho tiempo. Para eso tenéis otra habitación con otra puerta, al final del pasillo a la derecha. Para la espera.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Miren Sorgina compagina su trabajo de ingeniera y profesora universitaria con la escritura. Si bien hasta ahora ha escrito más para sí misma y para poder dar rienda suelta a sus demonios internos, es desde hace poco que ha decidido darse a conocer al público y está preparando un libro de relatos que espera que pronto vea la luz.
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Aplausos
Me parece muy original y perturbador, mantiene el interés y se me hace corta. Enhorabuena
Muy bueno!!
Me ha encantado, ¡enhorabuena!
Aplausos y ovaciones.