Hay que leer a Chesterton. Aunque no nos guste la política. Aunque no confesemos con ninguna religión. A pesar de eso, todos deberíamos leer, al menos, uno de los ocho relatos que conforman El hombre que sabía demasiado. Son relatos independientes, pero de alguna manera, vamos siendo testigos en ellos de cómo la amistad entre Horne Fisher y Harold March va creciendo, desde que se encuentran en La cara en el blanco hasta que se separan en La venganza de la estatua. Una amistad en la que prima, sobre todo, el respeto y la confianza por lo que la fidelidad está asegurada.
Los relatos constituyen una paradoja sobre la condición de la sociedad y están construidos desde el humor y el espíritu crítico. Cada uno comienza con la exposición de un ambiente determinado en el que las intenciones que llevan los agrupados allí se verán malogradas por un asesinato. El nexo de unión de los relatos es Horne Fisher, un político que no ejerce pero sí su familia y sus conocidos. El narrador, en tercera persona, expone cada caso como un acertijo de lógica aunque Fisher se valga también, para resolverlo, de excelentes razonamientos filosóficos.
La lógica con la que el protagonista encara las desapariciones es aplastante; Chesterton se vale de ella para proclamar, ante todo, el sentido común como único recurso para mantener en paz una sociedad, algo que si en 1922 estaba en entredicho, en 2022 también.