La imaginación de Vicente Muñoz Puelles se pone en marcha (no cesa) desde que una biografía, una obra literaria o un hecho relevante se cruzan en su camino. Entonces, como si los estuviera observando, los traslada al lector convertidos en sueños. No nos relajemos, los sueños no solo son tranquilos, de serenidad absoluta, los hay que vienen cargados de escatología mórbida y necrofilia.
El autor nos invita a impregnarnos del elixir de la inmortalidad en un viaje que dura desde el siglo IV a.C., con el bajorrelieve de Gradiva, hasta Freud en el siglo XX. Las aventuras de personajes imaginarios se mezclan con las andanzas de aquellos que, por sus libros, se han convertido en inmortales en un mundo idóneo para experimentar que ni siquiera la muerte es segura porque, si se esquiva mientras nos recuerdan, los escritores tendrán vida eterna a través de sus libros. El error es intentar perpetuar la vida terrenal porque, como comprueba Carl Von Cosel, la materia de la que estamos hechos se pudre.
Y es que, ante la dureza de la existencia, los libros están escritos para hacer realidad los sueños, por eso se acomodan a según qué preferencias, por eso nos estimulan a la lectura de otros, por eso «Todo libro ha de estar a disposición de cualquier lector», por eso deben ser escritos con absoluta libertad de expresión «No sólo somos libros sino también libres». Coincidimos con Vicente Muñoz y la importancia que le concede a la literatura en El decálogo de los libros al hacerse eco de lo que dijo Platón, porque «Los seres humanos pasan, pero los libros que han leído o escrito los sobreviven, incluso cuando las bibliotecas se queman o dispersan».