Recordarás que hace unos meses tuve que viajar a Valencia por cuestiones de trabajo. Pensarás que salir de la rutina unos días parece divertido. Subir a un avión, alojarte en un hotel, comer en restaurantes y todo eso está bien, pero créeme, prefiero lo de antes. Es lo que tienen los ascensos, que crees acariciar el techo, cuando la verdad es muy distinta. El techo cada vez queda más alto, sube a tu misma velocidad. No sé si merece la pena, antes pasaba desapercibido y ahora tengo responsabilidades. Y lo peor, con diferencia, son los superiores. Creí que al tratarse de una multinacional tendría que trabajar con gente nueva, en otras instalaciones o yo qué sé. Pues no, sigo en el mismo despacho con los mismos capullos de antes dando órdenes.
Tras hora y media de vuelo, dirigí mis pasos a una de esas oficinas que hay en los aeropuertos, de las que tienen carteles azules y anuncian los mejores y más baratos coches para alquilar. Una joven de pelo rojizo se adelantó para atenderme. Vestía de azul. Me recordó a mi hermana cuando era joven. Papá le soltó un bofetón cuando entró en casa con el pelo teñido de rojo. De rojo puta, según él. «Pareces una zorra», le dijo. Cómo lloró. No por el dolor del tortazo, sino porque ya tenía dieciocho, novio y trabajo. Por recomendación de mamá, tuvo que volver a la peluquería. «Hija, ya sabes que tu padre es un antiguo, pero te quiere mucho». «Cuando estés en tu casa podrás hacer lo que quieras». Y lo hizo, se fue a los pocos días con su novio. Luego se dejaron; mi padre murió, mi madre la culpó de la depresión que lo llevó a la tumba y ella se mudó a otra ciudad, dejando todo atrás. Incluido a mí. La última vez que la vi vendía batidos para adelgazar. De eso hace más de diez años.
Al decir que tenía reserva de empresa, la joven me pidió el carné. Luego aporreó un teclado y se quitó las gafas de pasta negra tamaño familiar cuando empezó a imprimir los documentos que debía firmar. Por alguna razón, la velocidad de la impresora escupiendo papel me recordó a la máquina de corte circular que usan en las charcuterías. Una loncha encima de otra, y luego otra y otra. Dicen que en el súper de mi barrio un carnicero se cortó dos dedos cuando loncheaba chóped. También dicen que los dedos no aparecieron nunca, que con las prisas por llamar a urgencias y limpiar toda la sangre, un compañero metió por error los dedos en la picadora.
«Sus llaves, es el único Dacia amarillo de ahí fuera, lo encontrará al final de nuestro aparcamiento». El hombre calvo y espigado que apareció de la nada sostenía unas llaves con las puntas de los dedos. De arriba abajo iba cubierto del ridículo azul que lo inundaba todo. Al menos tenía todos los dedos en su sitio. Subí al coche, un suv de gama básica sin muchas florituras en el salpicadero. Metí la dirección del hotel en el navegador y me puse en marcha. Desde mi posición solo veía un poco de la parte delantera. Amarillo. Ideal para un supersticioso. Por suerte, ya no lo soy. Viví demasiado tiempo creyendo en cosas contrarias a la razón. Fue un infierno para mi mujer. Me dejó el día que me negué a entrar en casa de sus padres. Por entonces, estaba convencido de que nadie en su sano juicio va por ahí pasando por debajo de escaleras abiertas. Era enorme. Sus patas engomadas apoyaban fuera de la acera, mientras sus mástiles descansaban en mitad de la fachada, generando un escudo invisible de mala suerte ante la puerta. Podría decirse que los encargados de la reforma nos liberaron a los dos.
Media hora después dejé el Dacia en las inmediaciones del hotel. Situado en una de las mejores avenidas de la ciudad, se trataba de un enorme edificio gris al que un generoso día le concedieron cuatro estrellas. Viejo, aunque restaurado y con buenas vistas, la acristalada entrada tenía una de esas estúpidas puertas giratorias en las que tienes que estar atento a pasar rápido si no quieres ser arrollado. Una doble de la Susan Sarandon de los noventa esperaba en recepción jugueteando con un mechero rojo. Preguntó mi nombre, apuntó algo con un bolígrafo, dejó las llaves encima del mostrador y me advirtió que no podía fumar. Todo ello sin mirarme a la cara. La 237, comprobé al entrar en el ascensor. «Está totalmente prohibido fumar», repetí mentalmente dos veces durante la subida. Llevaba doce años sin encender un cigarrillo, desde la machacante campaña Habla con tu médico si sufres disfunción recurrente. Mi mujer se empeñó. Decía que no pasaba nada porque algunas veces fallara, que eso le pasa a todos los hombres, que la ciencia podía ayudar y blablablá. Se sentía insatisfecha, obvio, aunque nunca lo reconoció. Tal vez ahora se lo cuente a cualquiera. Una de las recomendaciones durante el tratamiento era dejar de fumar. Mis problemas sexuales no se solucionaron, pero al menos dejé el tabaco.
Abrí la puerta y me planté frente a la cama. ¿Cuántas personas habrían pasado por ella?, pensé. Parejas lujuriosas, borrachos, hombres gordos de negocios; incluso pudo ser testigo de una violación o un asesinato. La lejía lo borra todo. Tendí una toalla sobre la almohada y me tumbé. El techo estaba cubierto de unas molduras cuadradas de escayola. Cerré los ojos. Era cómoda. Ideal para pasar dos días. Qué atrás en el tiempo quedaba cuando salía de casa y dormía en una tienda de campaña o en algún cochambroso albergue. Tres meses pasé durmiendo en el coche cuando me echaron del centro. Ni siquiera mi novia de entonces se enteró de nada. Tuve que hacer un viaje de formación en el extranjero; ese fue el pretexto de mi ausencia. Casi cuatro meses, tres de ellos buscándome la vida para no morirme de hambre y de asco. La mejor terapia para dejar la coca. Jamás volví a meterme una raya.
El chirriar de unas ruedas metálicas me puso en alerta. Un hombre uniformado de mediana edad arrastró un carrito después de abrir la puerta sin permiso. «Buenas tardes», saludó. «Espero que todo sea de su agrado», añadió, apartando la campana que cubría los platos. La pajarita roja era menos ridícula que el gesto de despedida que hizo antes de caminar hacia atrás. Cerró la puerta. Me incorporé. Ninguna cabeza con la boca abierta y la lengua fuera esperaba sobre un plato. Habría sido una buena anécdota. Mucho mejor que la de Luisito. Menudo gilipollas. Un gilipollas que ahora trabaja para no aburrirse en casa. Aún no me creo del todo que encontrara un cupón de los ciegos premiado en el probador de un Zara. Seguro que compraba unos pantalones rotos de adolescente. Se hará un favor el día que comprenda que ya no es joven.
Pinché el filete con el tenedor. Al cortarlo con el cuchillo, emitió un sonido lastimero. A lo largo del corte, comenzó a brotar sangre y, como si tuviera vida propia, la zona más alejada, un pequeño saliente que rompía su geometría ovalada, se retorció. Lo que antes tocaba el plato ahora me miraba, si es que aquello era la cabeza. Solté los cubiertos y me aparté de la mesa. Aún tenía la oportunidad de conseguir una buena anécdota, pero tenía que grabarla. Solo así Luisito y sus acólitos me creerían. Él seguiría conduciendo un coche mejor que el del director, pero jamás tendría un vídeo tan espectacular. Pulsé sobre el icono de la cámara y me acerqué de nuevo a la mesa. En ese momento, el filete se lanzó con violencia al celular. Sentí la grasa caliente acariciar mi mano antes de soltarlo. Desde el suelo volvió a lanzarse, esta vez hasta la ventana abierta, por la que desapareció. Utilicé la servilleta para limpiar el teléfono. Para mi desgracia, la grabación que iba a coronarme era una mierda. Diez segundos de negro, un leve movimiento, y mi cara de idiota al cogerlo del suelo.
Saqué el carrito al pasillo y volví a tumbarme sobre la cama, mirando a la puerta. Sabía que el camarero aparecería en cualquier momento. Debí dormirme mientras lo esperaba. Lo siguiente que recuerdo es a una mujer zarandeándome por el hombro. «Póngase el cinturón, vamos a aterrizar», decía. A mi lado, un matrimonio hablaba de comerse una paella en cuanto pisaran tierra.
Seguramente no me creas si te digo que alquilé un Dacia amarillo, que Susan me asignó la 237 y que las ruedas de un carrito me jodieron la siesta.
—No he pedido nada, caballero.
El tipo de la pajarita roja sacó una libreta del chaleco. Me incorporé para ponerme a su lado.
—Pero, es la 237.
—Sí, pero le repito que no he pedido nada, mucho menos un filete saltarín.
Cuando levanté la campana, recordé a mi padre. Era el día de su entierro. Mi madre se empeñó en que abrieran el ataúd justo antes de introducirlo en el nicho. Al operario solo le faltó decir «no se ha ido con otra, vieja bruja, sigue ahí». El caso es que, al acercar la mano para retirar la campana, el brazo lo estaba estirando en vertical, en dirección a las cuadradas molduras de escayola. Seguía sobre la cama, con la toalla entre mi cabeza y la almohada.
Te preguntarás qué pasó después. No estoy seguro; tener un sueño dentro de otro sueño, en el que las cosas no tenían sentido o me estaban pasando otras que ya pasaron antes, no es fácil de concebir. Me levanté de la cama otra vez. O la primera. No encontré el carro. El reloj decía que llevaba un par de horas acostado. Al pasar por recepción ya no estaba Susan. Salí a la calle por la puerta giratoria. Me vino a la cabeza Rocky, el orondo hámster que tenía mi hermana cuando éramos pequeños. Le compró una rueda de plástico para que corriera en su jaula. Aquella ratita en miniatura era la vergüenza de los roedores, siempre terminaba cayendo de espaldas en las primeras vueltas.
Caminé por la acera con la intención de comer algo, pero mis deseos se vieron frustrados por una llamada. Era mi superior, muy enfadado, diciendo que tomara cuanto antes el primer vuelo de vuelta. Ya era de noche cuando llegué. Allí estaban mi hermana, junto al tío de la pajarita y la chica vestida de azul. A su lado, mi jefe y otro directivo escoltaban a una mujer que hacía malabares con un mechero rojo. Era hipnótico ver cómo lo pasaba entre los dedos. En la punta de la mesa, un hombre me pidió que tomara asiento. Así lo hice. El resto también hizo lo propio. Todos miraban con caras de lechuza, esperando mi testimonio. Joder, no sabía qué cojones pintaba yo allí, ni qué esperaban de mí. Hasta mi hermana, con el pelo teñido de rojo, arqueaba las cejas y asentía como diciendo: «vamos tío, cuenta lo que tengas que contar de una puta vez, que tengo que irme a vender batidos».
Me recliné en la silla. «Oiga, que no está en su casa», dijo un adolescente a mi espalda. No hice caso hasta que golpeó mi respaldo. Dos niñatos reían detrás. Todas las sillas de la sala estaban ocupadas. No contesté; miré al frente, a la pantalla que anunciaba las salidas y llegadas. Por megafonía informaron del inminente embarque para el vuelo a Valencia. Ahí supe que aún no había pasado nada.
Me levanté y caminé hasta una máquina expendedora de café. Al sacar unas monedas del bolsillo, se me cayó un llavero. Lo observé en el suelo, pero no lo reconocí como mío. Jamás usaría semejante mamotreto para una sola llave. Pensé en los adolescentes; tal vez me estaban gastando una broma. Fue al agacharme para recogerlo cuando, en su reverso, vi que tenía un número: el 237.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Vicente Ortiz
Escribo de forma intermitente desde hace unos 12 años. He ganado algún concurso de micros en La rosa de los vientos, de Onda Cero. Alguno de mis relatos están en formato sonoro en “historias para ser leídas”, “Cuentos y relatos”, “Órbita arrakis” o “Cuentos del bosque oscuro”. He participado en algunas antologías. Formo parte de Territorio Extrañer y Dentro del monolito.
Soy el autor de Relatos Extrañers
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Gracias.
Es un honor tenerte como autor. Y un lujo tenerte como amigo.
Un abrazo enorme, Vicente