El niño de la cabeza oblonga se acercó al grupito en torno del tobogán. La primera saeta fue directa a su corazón, disparada por la boca de uno de los cabecillas, que ufano, orgulloso, fiero y mordaz, gritó: “nos visitan, nos visitan. Es UN VISITANTE”.
Así le llamaban, visitante, o cualquier otra variante, por estrambótica o poco precisa que fuese, que rondase el término extraterrestre. Pero es que en verdad daba esa impresión: su cabeza era una broma, era un chiste grotesco, era: la de un marciano; al menos como se nos muestran, como se nos vienen mostrando, desde hace años por doquier, desde en Expediente X a Los Simpson, pasando por los testimonios reales de abducidos o contactados del mundo entero. Solo fallaba el color, no era verde para nada, sino blanquísimo, y esto, si cabe, lo hacía aún más sobresaliente entre sus compañeros, todos andaluces morenitos y rechonchos.
En resumidas cuentas, la vida de P., a sus siete años, era ya miserable. Pero de vez en vez se esforzaba en aparentar normalidad, en “no hacer caso a lo que dijeran los otros” (como le repetían en tono monocorde su madre, su padre, el sicólogo, los profesores y en general cualquiera al que alguno de estos recién nombrados, impúdicamente, contara las desventuras del joven P.), en fin, se esforzaba en “integrarse”, palabra misteriosa que, según le habían explicado, significaba todo lo contrario de lo que parecía: es decir: integrarse (en boca del sicólogo, por ejemplo, por poner una autoridad supuestamente competente) era acercarse a ese grupito de niños en torno del tobogán y de alguna manera misteriosa acabar “formando parte de ellos”. Pero la palabra íntegro, según su diccionario (era un niño raro en muchos aspectos y hasta tenía diccionario, y lo usaba), significaba algo así como “que está completo, no carece de parte alguna, nada le falta; y refiriéndose a una persona, que es intachable, recta”; para rematar, el diccionario, ese tocho que tenía, a ojos vista, más enjundia en cuatro páginas que el sicólogo en cuatro años de carrera universitaria, añadía que “tenía esta palabra dos superlativos válidos: integrísimo -poco interesante por su obviedad-, o integérrimo, proveniente del latín y de uso escaso y cultísimo”. Esto del uso muy culto le encantaba a P., que tenía esa mala costumbre de la inteligencia viva. Era curioso y muy listo, atributos que, unidos a la forma alienígena de su cráneo y al color de su piel, lo hacían indeseable para esos otros a los que pretendían sus preceptores que se “integrara”.
Ay, todas estas cosas le pasaban a P. por su cabecita en mayor o menor grado de claridad o confusión. Y a veces pensar mucho no es bueno. Aunque otras veces es lo mejor, cuando no lo único, que puede uno hacer.
Entonces integrarse al grupo era dejar de ser él íntegro, y por tanto paradójico como poco. Pero aún en el caso de que consiguiese unírseles: sería el grupo el que dejara de ser íntegro, cosa que ya era sin él, para convertirse en otra cosa, en algo deforme, mutante, extraño… para nada íntegro y mucho menos integérrimo.
Y sabiendo todas estas cosas P. se acercó al grupito y recibió la saeta: un visitante. No sabía todavía que la inteligencia poco tiene que ver con las emociones, y el pobre sufrió la burla, el rechazo, el insulto y el posterior escarnio.
No era el primer engrama de este tipo que le tatuaban en la mente ni sería el último, pero por alguna razón iba a ser el primero de que tuviera plena conciencia, y un punto de inflexión en su vida, que si bien nunca tendría claro hasta qué punto condicionó su futuro, sí supo que lo empujó por un camino muy específico: el de la aceptación de su monstruosidad, de su otredad, y el rechazo, vengativo y frío, hacia los demás, los normales, los que formaban grandes rebaños.
Hubo otras saetas, otros insultos esa mañana. También empujones, risas, golpes y desprecio, pero P. se abrió paso entre las huestes de braquiocefálicos y se logró encaramar a la escalera del tobogán. Después de subir, victorioso a medias sobre la plataforma, el viento jugando con sus cabellos ralos, bajó deslizándose con elegancia y se alejó de sus enemigos. En cierta manera sintió que los había conseguido desintegrar.
FIN
Relato Nominable al I Premio Yunque Literario.
Francisco Santos Muñoz Rico cultiva la literatura a secas, aunque se le relaciona principalmente con el Terror.
Además de haber publicado varias novelas que pueden enmarcarse fácilmente en esta vertiente de la literatura (la palabra género refiriéndose a la literatura en general es bastante denostada por el autor) ha tocado la ficción rondando la novela negra (La asesina), el costumbrismo (El tesoro de la urraca), el humor (El zombi), el western más salvaje y pulp (Frank Malone busca venganza), y abundante poesía (Injertos, verbigracia, de editorial Open City); también escribe poemas, artículos y cuentos para diversas webs y blogs (Dentro del Monolito, Vector Renacimiento, Espiademonios, El cementerio de espadas, Tentacle Pulp…); asimismo ha participado en varias antologías de relatos (T.errores, Letras Fracasadas, Transfórmate o Muere…). Lo demás, como él mismo suele aseverar, es silencio.
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Monstruosamente real y bonito. Perfecto en todo. Me ha gustado mucho.
Un relato más duro de lo que parece. Nos ha encantado.
Los extraterrestres nos roban el trabajo a los que somos de aquí, sus niños deberían ir a colegios especiales.
Creo que no hay que repudiarles, que deben integrarse. Compartir colegio con los extraterrestres es un modo estupendo de conocerles. Y falta nos hace porque, a este paso, seremos nosotros los que tendremos que ir a su planeta a «robarles» el trabajo.
Jajajaja, los extraterrestres deben robarnos el trabajo, a ver s así espabilamos!
Franky siempre me deja anonadado, además que a la segunda lectura las implicaciones se multiplican. Magnífico cuento
Veo que soy la única discrepante, extraterrestre; no me ha gustado nada, no me ha transmitido nada, aún con un tema tan profundo, como mencionáis más arriba, no me quedan ganas de mucho más.
El vocabulario me parece como muy rebuscado, técnico, no sé, no me encajan tema – narración.
Tener el valor/la fuerza de discrepar con la mayoría es bueno. A mí, personalmente, me ha gustado. Pero tu opinión es tan válida como la mía