Todas las personas de la casa están muertas, menos yo. No es que me queje, me dispongo simplemente a escribirlo: mi mujer fue la primera en morir, de cáncer. Todavía no tengo claro qué cáncer fue, ni cómo, ni porqué. Una vez que el médico, larguirucho y granujiento, apenas recién salido de la pubertad, parecía, dijo la palabra temible, fueron unos pocos días, qué digo días: unos instantes, y ella estuvo muerta. Lo puedo encadenar así, con nueve palabras: cáncer, llanto, quimioasesinato, llanto, vómito, calva, inútil, llanto, muerte. Y eso duró, lo que he tardado en escribirlas, nueve segundos más o menos, aunque en el cómputo del reloj fueron semanas.
Mi mujer, pues, murió, pero al poco, unos días, volvió a entrar por la puerta como si tal cosa. Un fantasma, supongo. Ni los niños ni yo dijimos nada al respecto, lo aceptamos calladitos y felices: puede que pensáramos que si decíamos algo podría desaparecer, marcharse, desvanecerse, desmilagrarse.
Y todo siguió como de costumbre. Como de costumbre antes del cáncer, me refiero. Ella reía, se ocupaba de la casa y de los niños; siempre había querido ser ama de casa, desde pequeña, casarse y cuidar de la casa y de los niños. No era una retrógrada ni nada, no era una mujer machista, como la llamó su madre, tan jipi, en cierta ocasión: era feliz cuidando de la casa, haciendo la comida, barriendo y fregando, era feliz preparando la merienda a los niños. Y yo iba a trabajar, volvía a las cinco de la tarde y era feliz con ella, con ellos, sí, pero más, lo reconozco, con ella. No es que no quisiera a mis hijos, no se me entienda mal, es que con ella me siento feliz de una manera más íntima, supongo, por decirlo como me sale. A los niños los vi siempre como seres ajenos, sabía que un día no serían ya más niños, y eso me hacía mantener cierta distancia.
He dicho que todo seguía igual, que se reía, y no es mentira. Pero dormía, si es que acaso dormía, mucho menos que antes. Y pasaba eternidades tristes sorbiendo té sentada a la mesa de la cocina, mirando por la ventana. Si le preguntaba, medio sonreía mirándome a los ojos y decía no te preocupes. Yo lo achacaba a la muerte; cosas de muertos, pensaba. Y lo dejaba estar. Porque al fin y al cabo no podía pretender entenderla ahora, hubiera sido absurdo y lo sabía. Así que me ocupaba de procurar ser bueno para ella, simple y sencillo. La quiero.
Los niños tenían nueve y doce años cuando murieron, los dos en el mismo accidente. No voy a entrar mucho en eso. Fue un accidente de tráfico, además de mis hijos, murieron otros tres niños, y un conductor de autobús borracho se hizo un cortecito en la frente; como en mi país se premia la imbecilidad, ese hombre no ha ido a la cárcel, nadie se ha vengado de él, sigue cobrando su sueldo, sigue bebiendo. Cuando sucedió, me llamaron al trabajo, una agente de policía que me imaginé rubia y canija; sonaba sinceramente apesadumbrada, me acuerdo: sus hijos han sufrido un accidente, me dijo. Supe que estaban muertos, su tono hablaba por ella, y en ese momento recordé, fatalmente, que mi mujer también lo estaba, aunque seguía actuando como si no, un fantasma pertinaz, suponía. Y otra cosa recuerdo de ese momento, me di clara cuenta de que lo que yo había pensado a menudo, eso de que un día ya no serían más niños, no iba a resultar así: se habían muerto niños, y ya siempre iban a quedar niños, nunca hombres. Esto es lo que más me entristeció, sentí que había sido frío con ellos y que los había traicionado. Sentí que no había sido un buen padre.
Pasaron casi seis meses hasta que los dos pequeños volvieron. Con la misma ropa con que habían muerto, esa ropa que yo sabía que se había desechado en el hospital —porque lo pregunté, y me dijeron que la habían tirado. Jirones de ropa manchados de sangre, mucha sangre, que tiraron a la basura. Mi mujer sonrió como si ya lo supiera y simplemente lo estuviera esperando; yo sonreí de pura alegría, nunca me han gustado las sorpresas, desestabilizan, pero esta me gustó. Ella dijo: lavaos las manos. No hubo abrazos como en las películas, ninguna escena lacrimógena, solo un seguir con la rutina. Esa noche hice yo la cena, pero ellos tres comieron muy poco.
Ahora todas las personas de la casa están muertas, menos yo.
No me había dado cuenta de que ella no envejece, hasta que vi que los niños tampoco seguían creciendo. Están anclados. Sin embargo, yo muto. Somos una familia de seres divergentes, dos razas, distintos ritmos… A ellos no parece preocuparles, pienso que mi naturaleza viviente es la que me hace ocupar el pensamiento en tales menesteres.
Vivos y muertos. Realmente siempre estuvieron juntos, no debiera verlo como un problema: cuando era pequeño, en casa de uno de mis tíos, se dejaba una silla vacía a la cabecera de la mesa para el abuelo ausente, durante las comidas familiares; nadie le daba importancia, era un asunto cotidiano, el abuelo tenía su sitio, como todos los demás. Vivos y muertos. La cosa es que me preocupa que si yo muero, no sé, todo se acabe, que ellos vuelvan a la inexistencia y al olvido y yo desaparezca en vez de volver. Yo creo que no volvería, me falta algo que a ellos les sobra, aunque no tengo idea, desde luego, de cómo llamarlo. Siempre has pensado demasiado, me dice mi mujer a veces, con su habitual ternura inacabable. Y debe de ser cierto, aunque también lo es que ese pensar tanto no me suele llevar a ningún sitio, no doy con las respuestas, me limito a plantear las preguntas. Eso es, me quedo a mitad. Ya me pasaba con los puzles, y me pasa también con los libros, que los empiezo y casi nunca los acabo.
Papá, vamos a jugar a algo, estoy aburrido. Cuando el pequeño me dice esto voy inmediatamente a jugar con él, salto como con un resorte: sí, hijo, vamos a jugar, a qué quieres jugar. Él sonríe inmediatamente, también como con un resorte, una sonrisa amplia, limpia, hermosa, de niño muerto feliz. Antes, cuando todos estábamos vivos y me decía lo mismo, reconozco que muy a menudo, y en verdad sin ninguna razón, le contestaba que no, no, hijo, no tengo ganas. Siento vergüenza al reconocerlo. Entonces no temía que si se aburría pudiese morir, suponía que solo se aburriría y seguiría viviendo. Ahora pienso: si se aburre a lo mejor se vuelve a la inexistencia, al olvido, y desaparece. Y no quiero, en absoluto. Así que jugamos, el pequeño y yo, un montón, cada vez que él me lo pide. Tal vez sea reprobable —yo lo pienso reprobable— que juegue más con mi hijo muerto que vivo; pero así están las cosas.
El mayor me pide ver películas juntos, y lo mismo, voy corriendo cada vez que enciende la tele. Casi siempre vemos, en realidad, películas que me gustan, que siempre me han gustado, a mí, Harry el sucio, por ejemplo. Es divertido, y en verdad la alternativa no lo es, ¿leer? ¿construir maquetas? ¿tener amigos, ir con ellos a donde quiera que sea que van los amigos a pasar el rato? ¿qué puede ser más divertido que jugar con el pequeño, ver películas con el mayor, o sentarme junto a mi mujer a la mesa de la cocina y pasar el rato con ella mientras da sorbitos al té y miramos por la ventana?
A veces tengo ganas de morir y a pesar de ello me da miedo, como ya he dicho. Es una situación extraña, pero dichosa.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Francisco Santos Muñoz Rico cultiva la literatura a secas, aunque se le relaciona principalmente con el Terror.
Además de haber publicado varias novelas que pueden enmarcarse fácilmente en esta vertiente de la literatura (la palabra género refiriéndose a la literatura en general es bastante denostada por el autor) ha tocado la ficción rondando la novela negra (La asesina), el costumbrismo (El tesoro de la urraca), el humor (El zombi), el western más salvaje y pulp (Frank Malone busca venganza), y abundante poesía (Canciones para que no las cante Javier Bergia, Injertos, verbigracia, de editorial Open City); también escribe poemas, artículos y cuentos para diversas webs y blogs (Dentro del Monolito, Vector Renacimiento, Espiademonios, El cementerio de espadas, Tentacle Pulp…); asimismo ha participado en varias antologías de relatos (T.errores, Antolorgía, Letras Fracasadas, Transfórmate o Muere…). Lo demás, como él mismo suele aseverar, es silencio.
Fran Muñoz (@franky_le_marchant) • Fotos y videos de Instagram
https://paralipomenadefranky.blogspot.com/
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Genial.
¡Brutal! Como lectora y gallega además, he sonreído y he sentidola muerte como algo temporal que no separa tanto como parece… El dolor de los vivos tampoco se me ha escapado.
¡Enhorabuena, Franky!