Sales por la puerta del edificio y sorteas al borracho que duerme en las escaleras desde hace una semana. El cielo tiene un color tan confuso que no sabes si es gris, blanco o amarillo. Te pones la máscara de doble filtro y caminas esquivando a la gente que abarrota las calles.
Sacas la mano del bolsillo y te das cuenta de que las monedas no te dan para la cabina de oxígeno de la vuelta de la esquina, así que tendrás que darte prisa para llegar a la parada de autobús.
Cuando llegas, te proteges de la lluvia bajo el ennegrecido techo de hormigón y te mezclas entre la multitud que se dirige a las fábricas, donde la mayoría de los habitantes del barrio trabajan las doce horas de rigor. Tú, al igual que todos ellos, trabajas seis días a la semana en una factoría infinita donde se producen los embalajes para los envíos de medio continente.
Rezas para que la máquina que lee el código de salud antes de subir al autobús se ilumine en verde. Últimamente has estado tosiendo más de la cuenta y temes que no te permitan pasar. No presentarse en el puesto de trabajo significaría el despido automático.
Elevas el teléfono, el led verde te tranquiliza. Accedes al autobús, todos los pasajeros viajan de pie, pegados unos a otros.
Tras casi una hora oliendo a sudor y escuchando propaganda política por los altavoces, el autobús se detiene en un aparcamiento en medio de la nada. A la izquierda, decenas de chimeneas echando humo, a la derecha, tierra reseca. Enfrente, a lo largo de diez kilómetros, cientos de fábricas amontonadas al pie de la carretera.
Te pones en la cola tras los trabajadores que han llegado de otras partes de la ciudad y esperas otra hora escuchando de fondo el estruendo de la maquinaria pesada y los camiones de transporte. Finalmente llega el vehículo donde tú y veinticuatro personas más vais a ser transportados a la fábrica 301.
Pasas por el control de seguridad y te dan el mismo uniforme que el de los otros veinte mil operarios con los que compartes la inmensa nave. Son las ocho de la mañana cuando pones el dedo índice en el lector que registra tu entrada al puesto de trabajo.
Las líneas de producción son idénticas. Miras a lo lejos pero no alcanzas a ver el final. Las enormes máquinas trabajan sin parar las veinticuatro horas del día asistidas por robots de supervisión que se mueven de un lado a otro, se conectan y comprueban que todo funciona correctamente. Uno de ellos es el jefe de tu equipo. Sois quince personas que os dedicáis a limpiar, desatascar y desbloquear todas esas partes de las máquinas donde los robots no pueden llegar, un trabajo peligroso que acaba con la vida de cuarenta empleados cada semana.
El robot de supervisión, del tamaño de un humano medio e impulsado gracias a un sofisticado engranaje de ruedas, os divide en los diferentes sectores de la línea. En cuanto una de las luces de control se ilumina en rojo, debes acudir lo más rápido posible para que te indique dónde buscar.
En una jornada puedes llegar a realizar hasta veinte intervenciones cuya duración depende de la magnitud del problema. Hoy no tienes demasiado trabajo, hasta la pausa para la comida te encargan cuatro, aunque una de ellas te deja una herida en la palma de la mano. El androide sanitario la desinfecta y la venda en treinta segundos.
Son las dos de la tarde y tienes un cuarto de hora para comer. Bajas hacinado en el montacargas y sorteas las mesas del comedor hasta llegar a las expendedoras. Coges el menú simple: dos barritas de supercomida con lo necesario para sobrevivir todo un día, una bebida enriquecida. No tienen buen sabor, pero es tu único alimento, así que te las comes sin pensar.
Tratas de aislarte del alboroto, de los gritos y del ruido, y echas un vistazo a «Genuine», la red social donde se comparten vidas ficticias. Subes esa foto en la que estás sentado en la estación de metro; cuando se publica, te encuentras en una oficina de luces nítidas y mobiliario reluciente.
Tu propio teléfono te avisa de que tienes dos minutos para volver. Te apresuras para llegar a tiempo, pero tus pulmones, dañados por la pésima calidad del aire de la ciudad, no te responden. Te ahogas, buscas oxígeno alargando el cuello. El respiradero del techo del montacargas no es suficiente.
Cierras los ojos, coges una bocanada del espeso y viciado aire que te rodea. Consigues salir a empujones y te colocas entre tus compañeros y el robot de supervisión.
La tarde es mucho peor que la mañana, y aunque las primeras cinco intervenciones no suponen ningún problema, las tres siguientes se complican. Hasta que llega la intervención número trece.
La luz parpadea sobre el inmenso ventilador que refrigera la máquina de embalaje. Mide cuatro metros de ancho por cuatro de alto y está totalmente bloqueado. Tienes que colarte entre una tubería ardiendo y la pared, un hueco de poco más de treinta centímetros. Tu cuerpo delgado se contorsiona y accedes a la parte baja del ventilador. El zumbido de la maquinaria intentando rotar no te permite escuchar nada más a tu alrededor.
Enseguida ves donde se encuentra el problema. Un cartón doblado y una cinta adhesiva que se había enrollado en una de las aspas. Empiezas por la cinta, una de esas a las que llaman «ultradhesivas». Te cuesta mucho despegarla y tienes que echar mano de algunos de los productos químicos que llevas en tu cinturón.
El cartón se desplaza unos centímetros y el ventilador comienza a temblar con un estruendo ensordecedor. Cambias de posición en ese espacio claustrofóbico y alargas el brazo. Tiene que ser un movimiento rápido, seco. Las gotas de sudor recorren tu frente y se pasean por los párpados hinchados por el sueño. El calor proviene del suelo, de los disipadores llenos de polvo. El martilleo del ventilador te hace apretar los ojos.
Notas la rugosidad del cartón en las yemas de los dedos.
Un segundo.
Un sonido sesgado.
Gritas.
El ventilador comienza a girar de nuevo esparciendo la sangre por todas partes.
El desagradable regusto metálico en la boca es tu último recuerdo.
Al abrir los ojos tienes que acostumbrarte a la poca luz. Estás tumbado en una cama, miras hacia abajo. Una vía en tu brazo izquierdo, el derecho termina en una venda a la altura del codo. Alzas la cabeza y observas una sala llena de camillas con ventanas elevadas por las que apenas entra claridad. Huele a cerrado y se oyen quejidos.
El reflejo de una luz potente te hace torcer el cuello. Es el androide sanitario pasando por las camillas y tomando los signos vitales de los que yacen en ellas. La persiana que hay al fondo se eleva con un chirrido y aparece un vehículo que se adentra marcha atrás. Es una especie de camión que abre sus puertas descubriendo decenas de compartimentos estrechos y alargados.
«Desechado», las palabras retumban en tu cabeza.
«Desechado», la voz robótica del androide penetra por tus oídos.
La luz se acerca y se detiene enfrente tuyo.
Un pitido.
«Desechado».
Relato nominable al I Premio Yunque Literario
Jonathan Fragoso nace en Barcelona en 1983. Amante del deporte, su galgo y la estética ochentera, en los últimos años dedica la mayor parte de su tiempo a la literatura. Actualmente se encuentra embarcado en la que será su primera novela, Cuarto Mundo 1983. Una historia cyberpunk.
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Me ha gustado mucho, el ritmo de la narración ha funcionado, en mi cabeza, como una máquina perfecta. Los perdedores, tengan lss piezas que tengan, me interesan siempre.
Felicito al autor y apunto su nombre.
Gracias por este relato, Yunque.
Sí, es una historia que te va «aplastando» con su ritmo y su recorrido. Los perdedores siempre son los personajes más humanos y los más interesantes. Muchas gracias, María José!!
Muy bien escrito, buen tempo y final con sorpresa. ¿Qué más se puede pedir? Seguro que escucharemos el nombre de este autor en el futuro.
me ha encantado, que claustrofobia, que ritmo, que miedo.
Me permito un comentario de novata: en la ciencia ficción es todo muy tecnológico, pero leches, en el bus siguen apretados y aguantando el olor a sudor.