Ocho cuentos por los que no ha pasado el tiempo. Será porque la música que los envuelve es eterna. Será por la poesía que rezuman sus frases. Será por las metáforas, siempre presentes. Será por la elipsis de sus sintaxis, que no simplifica el texto sino que refuerza el contexto y la situación de lo narrado. Será porque la inseguridad, concepto atemporal unido al hombre, se proyecta en sus protagonistas. Será porque la fantasía se mezcla con la realidad para difuminar sus fronteras. Da igual. Siempre es el momento idóneo para leer a Julio Cortázar.
Los cuentos son más que eso, son novelas cortas, esferas perfectas por las que hacer viajes temporales que coinciden en un final aniquilador. En algunos, los triángulos sentimentales funcionan en espejo, en otros basta la pareja, o el propio protagonista que se percata de sus problemas, para ser conscientes de que no podremos funcionar sin violar la monotonía establecida. Cada vez que intentemos cambiar algo surgirán nuevos desórdenes que nos llevarán a la evasión. La tensión provocada por terrores cotidianos, que no son sino el pesimismo ante la uniformidad social, es la consecuencia de la soledad. La fuerza del narrador, que se desdobla a veces en tres personas en un mismo párrafo, consigue despertar la ansiedad en el lector.
La voz de Cortázar se abre paso a través del narrador y, nosotros, no tenemos claro el curso que tomará la historia pues, en el día a día la realidad se convertirá en fantasía y lo normal pasará a insólito. Lo real pretérito y lo ficticio futuro se unirán en un surrealismo presente y continuo donde vemos reflejado nuestro fracaso.
Al leer estos cuentos tenemos la seguridad —fatídica— de que solo la rutina mata la magia de lo desconocido, magia que se mantiene en lo escrito.