Me retorcía entre terribles dolores y adicciones sin diagnosticar, hacía tiempo que no me asignaban un caso y, por si fuera poco, Londres se hallaba sumergida en la peor pandemia del último siglo. Los fallecidos se contaban por decenas de miles, cada día bailaban cifras en torno a los cuatrocientos y nada de aquello tenía el menor viso de detenerse pronto. Se impusieron medidas draconianas desde Downing Street que la ciudad asumió, no sin ciertas dudas, y el virus se expandió hasta llegar a mí. A mí, que me había confinado antes de que fuese una obligación y solamente me dejaba ver para robar el periódico y algo de pan en el piso contiguo. Fue en una de estas nocturnas incursiones cuando, mientras rebuscaba en busca de migajas, encontré un telegrama a mi nombre. La organización siempre me contactaba mediante la dirección postal del vecino, ya que yo, por varios motivos, no estaba dado de alta en aquel bloque. Me sacudí el polvo, tosí sin protegerme con el codo, miré a ambos lados y regresé al cubil ocultándome entre las sombras. El telegrama, que abrí al mismo tiempo que la última lata de alubias de la despensa, era escueto, pero no necesitaba mucho más. Yo precisaba un caso y salir de Londres, y se me había concedido. Si me hubiesen encargado descender a los infiernos a robar el tridente del demonio, ya me habría hecho con un traje ignífugo, una virgen y una cabra. No resultó difícil, bajo estas particulares circunstancias, aceptar el encargo de encontrar la Estrella del Norte.
El tren a Edimburgo fue uno de los últimos trayectos permitidos antes del cierre de fronteras. Lo que no se consiguió tras siglos guerreando por la independencia, una pandemia se lo concedió a Escocia. Atravesamos la noche dejando atrás los pedazos que se caían de Inglaterra, resquebrajada y herida de muerte, arrastrando la antigua gloria imperial humillada y sepultada bajo decenas de miles de muertos danzando sobre el desolador futuro de los vivos. No creo haber sido el único apestado que viajaba en aquel ataúd sobre raíles. Aferrándose a su corrupta corona, los ingleses enviaban al norte destacamentos enteros de afectados por el virus, un moderno caballo de Troya para hundir el barco británico causando el mayor número de bajas posible. A los proyectiles humanos que servíamos de munición contra las almenas escocesas nos llamaban enemigos, pues ya no éramos de un bando ni de otro, y yo, particularmente, era el rey de los adversarios. Jamás, ni ante las puertas del Hades, revelaría el nombre de mi organización, pero por ella vestí el manto negro de ángel de la destrucción y mi nombre, al cruzar las fronteras, fue Muerte. No todos sobrevivieron a aquel terrible trayecto nocturno, pero al amanecer, las torres picudas de Edimburgo me dieron la bienvenida y tras sus muros oculté una sonrisa desprovista de bondad, mientras reptaba hasta el punto de encuentro sacudiéndome el polvo negro de las manos. Me relamía por encontrar nuevas víctimas que arrastrar conmigo al último viaje.
Odié a los ocupantes de la imponente torre del hotel Balmoral antes siquiera de atravesar sus puertas. Confinados en el señorial ático de la torre del reloj, los nobles y los adinerados festejaban la suerte de su naturaleza celebrando fiestas y orgías mientras la muerte danzaba allá abajo en la ciudad. Creyéndose lejos de la plebe, me juré alcanzar rápidamente la cima del edificio para agarrarlos del cuello y verter el aliento de la plaga en sus aterrorizadas muecas antes de despeñarlos. Sonreía para mis adentros, disimulando la negra lágrima de hilaridad y lujuria que dejé escapar al escuchar el peculiar acento escocés de la recepcionista. En unas semanas estaba brincando sobre mí en la habitación del primer piso que me fue asignada, sus bucles rojizos atardeciendo en mi cara que amanecía en su sexo. Explorar sus recovecos y la primera planta del Balmoral me mantuvo ocupado las primeras semanas de la misión, extendiendo la muerte mientras reptaba como una araña recabando cualquier pista sobre el posible paradero de la Estrella del Norte. La organización, previsora, tenía otro topo en el equipo de recepción, un acólito más del Amo de las Sombras, que llevaba infiltrado un tiempo antes de que la pandemia estallase. Pero no era capaz de encontrarlo por ninguna parte.
Siobhain podía ser fuego rojizo en aquel invierno final de La Tierra, pero yo, Sombra Primera de las Fuerzas del Inframundo, era fuego negro que podía quemar el sol. Por diversión destrozaba siempre sus uniformes hasta reducirlos a jirones, y reía hasta el paroxismo viéndola corretear desnuda cubriéndose con las manos para llegar a la oficina de personal a vestirse sin ser vista, justo antes de comenzar su turno. Fue en uno de aquellos frenesís eléctricos cuando, con la vista fija en el pezón rosado que apenas tapaba con dos dedos, me confesó dónde se hallaba Aidan, el recepcionista huidizo. Al haber dado positivo, lo tenían confinado en una habitación apartada de la tercera planta. Para entonces, las dos primeras plantas y parte de la tercera estaban selladas, ya que varios huéspedes presentaban síntomas y la gran mayoría del personal ya no se encontraba disponible. Los enemigos habían tenido éxito y la ciudad sucumbía a la peste moderna. Nuestro Amo sonreía allí abajo en su trono, lejos de la luz del sol a la que nosotros nos mostrábamos fuera de las tinieblas. El tiempo era limitado. En cuanto Siobhain dio muestras de contagio y sus jadeos eran provocados por otra fuente, la arrastré hasta el agujero donde se escondía Aidan.
Los dos se estaban muriendo, al igual que el resto del Balmoral. La ciudad entera, ahora sellada, había dejado de funcionar y se moría. Los suministros de comida eran cada vez más limitados y los cuervos fueron los únicos que se llenaron los estómagos aquella primavera. Noticias de todas partes confirmaban la misma situación en las principales ciudades. Inglaterra cayó y Escocia la seguía. Todos los imperios habían sucumbido y la muerte danzaba en las calles sobre los cadáveres. La observaba desde la quinta planta, tan solo un techo separándome de los festejos de la torre, veía a la Muerte sobre su caballo blanco segando las flores que nacían de las bocas muertas y pensaba en lo feliz que sería Mi Señor al verlo, a miles de kilómetros subterráneos en el reino de las piedras oscuras y las tierras del desarraigo. Traíamos el Hades al mundo de los vivos y solo una cosa nos separaba del cumplimiento de la misión. Aidan y Siobhain boqueaban recostados en la misma cama, una luchando por su último aliento y el otro, ya resignado, por decirme lo que sabía. Aidan había resultado un completo inútil a ojos de la organización. En todo su periplo no fue capaz de hallar ninguna pista sobre el paradero de la Estrella del Norte, o siquiera sobre su composición. Me quité la máscara para mostrarle mis facciones demoníacas, para hacer más llevadero su paso al otro lado. La verdad es que yo tampoco tenía ni idea de lo que buscábamos, solamente sabía que era el mayor tesoro del reino y que debíamos hacernos con ello para garantizar nuestra victoria. Postrarme ante el trono de Mi Señor portando la Estrella sobre mi cabeza y gozar de su desprecio sonaba mucho más placentero que todo lo hecho a Siobhain. Ella lo había disfrutado, suponía, pero exhaló por última vez mientras Aidan trataba de comunicarme algo, y apenas presté atención al detalle. El topo no tardó en seguirla, y en su suspiro postrero logró levantar la mano y señalar hacia arriba. Miré con desprecio el techo, mostrando los colmillos ya sin ningún pudor. Cada vez más tenues, los pasos de baile se desplomaban lentamente al tañido de las campanadas del reloj. Me esperaban en la torre.
Todos los ocupantes, trabajadores y dirigentes del hotel Balmoral de Edimburgo estaban muertos. El único ser, sin determinar, de toda Escocia que todavía respiraba se adentró en la torre del reloj portando el virus y desplegando las alas negras. No sentía necesidad mayor de ocultar mi naturaleza e hice pedazos la puerta con las garras. Mis extremidades bulbosas volvieron a mostrar el pelaje negro que las recubría y dejé colgar mi grotesco pene bulboso sin la menor preocupación. Los ojos amarillos inyectados en sangre no atisbaron hálito de vida en todos aquellos cadáveres desnudos, con los brazos manchados de sangre hasta el codo, cubiertos de comida e inmundicia. La orgía terminó en sacrificio, la ciudad había fenecido y no pude encontrar en todo el ático la única cosa que necesitaba para proclamar mi victoria. Aparté los cuerpos a manotazos, desgarrándolos entre mis fauces, profanándolos. Revoloteé alrededor de la torre batiendo las alas en el viento de medianoche y la tiré abajo. Al despojarme de mi traje humano volví a sentirme libre, como en aquellos lejanos tiempos en la tierra oculta. Mis aventuras en Londres, investigando asuntos y sujeto a las leyes de los hombres, habían tocado a su fin. Volando en círculos me despedí mentalmente de todas las mujeres fatales, concejales corruptos y sindicatos del crimen en los que estuve envuelto. Adiós al sombrero, a las latas de alubias frías en el escondrijo las mañanas de invierno tratando de resolver casos. Ahora me retorcía entre la nostalgia, la euforia y el odio por no ser capaz de encontrar lo que buscaba. Y, tras destrozar la torre y el ático, dejé de llorar lágrimas de polvo negro y me frené en seco. Algo había sucedido.
Por primera vez en toda mi existencia, lloraba lágrimas saladas y transparentes. Humanas. Excretaba fluidos de hombre y no de bestia. Todas las personas, seres y demonios que había conocido pasaron ante mis ojos, recordando vivencias que creía enterradas. Mi Señor, allá abajo en El País del Eterno Olvido me resultaba cada vez más lejano. Ahora experimentaba algo nuevo. Algo brillaba arriba en la noche estrellada y dentro de mí al mismo tiempo. Nadie respiraba en todo Edimburgo, y aun así, los sentía vivos. Un torrente de recuerdos encerrados se había liberado y escapaba a mi control. ¿Qué era aquello? No podía explicarlo o justificarlo de ninguna manera, pero lo supe. Sí, lo supe mientras revivía, uno a uno y a la vez, el resplandor de la luz de los últimos días de agosto en tierras del Levante, hace una eternidad. Las noches de otoño en la montaña, construyendo castillos, leyendo sobre la conquista de Marte. Los bares donde ofrecían pescado fresco en el Atlántico. Allí sonreían sin la menor maldad y yo había ensayado esa misma sonrisa para hacerme pasar por uno de ellos, pero no lo pretendía, yo, Sombra Primera, acólito de Mi Amo, no estaba sucediendo lo que esperaba, lo que yo había creado. Un Enemigo en el tren de la muerte, que había sometido el Balmoral y hecho caer las islas británicas, era yo quien debía sentarse en ese trono y no Aquel Otro…
Y allí, cerca del cielo en la noche más negra de la humanidad, miré en mi interior y supe que lo que resplandecía allí dentro y lo que brillaba sobre mi cabeza, en el rincón más remoto e inalcanzable del universo, era la misma cosa. Un ser de los abismos, un demonio de vello negro, fauces retorcidas, alas desgarradas y pene bulboso, siervo de Mi Señor en el trono de las piedras que no resplandecen, donde robamos rosas negras del Purgatorio porque no podemos plantarlas a voluntad, con estas garras que rompen y no saben tocar sin hacer daño, no… No se nos está permitido siquiera soñar. Aquella estrella que había buscado sin denuedo, la que el Amo del Inframundo luchaba por arrebatar a los vivos, aquella siempre había estado conmigo. Ya nada importaba. Me sequé las lágrimas, sin rastro de polvo negro, y un amago de sonrisa asomó entre las fauces que habían matado dragones a dentelladas. Posado en las ruinas de la torre, la garra en el pecho, había completado mi misión. Miré en derredor la Tierra de la Muerte, esperando mi corona en mi trono, mientras el brillo de las constelaciones iluminaba mi triste figura que temblaba ante millones de supernovas recortadas contra el universo, resplandeciendo al unísono con su eterno fulgor bajo la Estrella del Norte.
Una primera versión de este relato se publicó en
Revista Plumabierta #21 en julio de 2020
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Cosecha del 87. A caballo entre el País Vasco, Escocia y la Montaña Palentina, siempre he intentado leer y escribir todo lo posible. Aunque he escrito teatro y poesía, es en los relatos cortos y artículos donde me defiendo mejor. Algunas de las revistas y publicaciones digitales en las que aparezco son: Pulporama, Plumabierta, Círculo de Lovecraft, Droids & Druids, El yunque de Hefesto, Exogénesis, Retazos de Ficción y Diario de un Confinamiento. También he participado en antologías como “De locos y sombreros” y “Al Azkena se va y punto”, y unas cuantas aún pendientes de aparición. Mi género favorito es el terror y fantasía oscura, misterio, también el realismo sucio. También me gusta mucho el cómic y libros sobre cine y música, ya que aportan un uso del lenguaje distinto a la literatura de género. Me gustaría terminar de escribir una novela e intentar publicarla, y procuro seguir la actualidad del panorama editorial para estar al tanto de todas las opciones. Últimamente he aportado relatos breves para ser radioficcionados en podcasts.
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