Mientras leía este ensayo recapacitaba sobre cómo funcionan nuestras ciudades y sus habitantes. A poco que ahondemos da miedo pensar que muchos de aquellos que aspiran a representarnos no sólo no han aprendido a argumentar siquiera sino que se niegan a prepararse. ¿Cómo van a luchar por conseguir derechos elementales para todos, los que están dominados por el odio? ¿Los que se dejan llevar por el ansia de poder?
El autor llega a la conclusión de que vivimos en una sociedad infeliz porque no trabajamos para la común unidad sino para uno mismo, porque no buscamos asentar unos valores sino que priman los de usar y tirar. Hoy lo que se hizo o dijo ayer pertenece al pasado, hay que superarlo. Los niños y adolescentes se dejan llevar por la notoriedad del momento; lo ven habitualmente en las redes y piensan que siguen a un vencedor y que haciendo lo mismo que él tendrán éxito. Es curioso, pero casi todos los que cuentan con más seguidores son los que no hacen nada que suponga un esfuerzo para el bien común. Esto es lo que prima en la sociedad actual y es difícil ser feliz cuando no hemos trabajado para serlo. Eduardo Infante recuerda la definición de felicidad que da Aristóteles y llega a la conclusión de que «Lo propio del hombre, lo que lo dignifica del resto de los seres vivos, es la capacidad para razonar su acción […] solo aquellos seres que pueden ofrecer razones pueden actuar movidos por razones».
Eduardo Infante nos recuerda que la felicidad hay que perseguirla durante toda la vida y es un camino fatigoso no apto para influencers que no nos pueden anunciar algo bueno, sino que ellos mismos son el anuncio; los influencers se deshumanizan al convertirse en publicidad y los seguidores también.