Acabé el texto como pude. Me dolía la cabeza, la mano me temblaba y aquella máquina odiosa llevaba horas apagándose de golpe, destruyendo mi avance. Pero no importaba, ya era libre. Guardé el archivo en mi carpeta, la que rezaba ‘51927.6149.AZZ’. Al abrirla, contemplé todos los textos que había escrito para A.R.T.I.S.T.A., la inteligencia artificial programada por los entes gubernamentales que gestionaban los poderes estatales. Compuse cerca de sesenta escritos en apenas tres años. Algunos eran más largos, de unas treinta mil palabras, como una novela corta, otros, muchos, eran relatos de entre mil y tres mil palabras. Era mi vida. El texto que estaba a punto de guardar era uno de los mejores de toda mi carrera. Revisé el email que me enviaron para encargarme el relato y abrí el archivo adjunto de A.R.T.I.S.T.A.. En aquellos documentos se especificaban punto por punto las necesidades que el relato debía presentar para ser considerado como apto; género, subgénero, cantidad exacta de palabras (en aquel caso, 1825), número de personajes, posibles descripciones físicas y emocionales de los mismos, las relaciones entre ellos y algún dato que el mecenas podría haber especificado o no. En la mayoría de casos, aquellos documentos que llegaban por email eran una escaleta. No se quería que nuestra imaginación volara más allá de los límites que el pdf técnico exigía. Normal, así la productividad era mucho mayor. Guardé el archivo, lo subí a la nube y envié el email informativo a A.R.T.I.S.T.A. para que supiera que disponía del texto en su base de datos. Me levanté del trono de trabajo metálico, frío y gris. Estiré la espalda y miré a mis compañeros. La sala era una enorme explanada cuyos límites no se alcanzaban a ver desde mi posición. Diminutos espacios de trabajo acotados por unas paredes de aluminio cromado que nos aislaban los unos a los otros. Enmarcando nuestras pequeñas cajas metálicas había una cristalera que daba a la calle de la gran y única ciudad. Recorrí los metros que me separaban del ventanal y me asomé para ver mi hogar: enormes moles de metal se alzaban hasta el cielo, con luces parpadeantes para que los velociclos voladores supieran por dónde conducir. Nada más. Dirigí la mirada hacia abajo y me deslumbró el metal de las pasarelas cromadas; lo que antes fue tierra o asfalto o adoquines, ahora no era más que aquella horrible aleación que abrasaba mis pupilas. Los pasillos no tenían más de dos metros de ancho y estaban divididos a la mitad por líneas dibujadas en el suelo. Un carril para cada sentido. Según me contaron hombres y mujeres mayores que yo, aquel sistema se utilizó en otras épocas para distribuir el tráfico de algo llamado ‘coche’. Un artefacto de metal que recorría el suelo sobre dos, tres, cuatro o más ruedas, dependiendo del vehículo. Me resultaba fascinante. Los coches contaban con ventanas que daban al exterior, que no era en absoluto cromado. Se podía ver el mundo tal y como era. Árboles, briznas de hierba, campos de trigo, montañas, ríos, casas bajas,… Vida. Niños jugando, parques, el sol, la brisa,… Leí mucho acerca de aquella época en la que todo era distinto. En lo más profundo de mí, sentía curiosidad. Me habría gustado experimentar aquellas sensaciones. Pero la realidad es que aquella vida era una condena. El sol producía cáncer, los coches producían cáncer, los productos químicos de los alimentos producían cáncer, los trabajos físicos destrozaban los cuerpos a lo largo de los años, el estrés, la presión,… No. Esa vida era una locura. Por no hablar de las bacterias, los insectos, las enfermedades o los animales. Aquel mundo era mucho más peligroso y la vida era un riesgo en sí mismo. Mi hogar es estéril, el cielo es negro para que el sol no pueda matarnos, no existe el hambre gracias al pienso gubernamental, no hay enfermedades ya que todos vivimos bien hasta nuestra hora de la muerte, determinada por el Estado en la número 394.200, es decir, unos cuarenta y cinco años. Mi realidad es mucho menos hostil, más segura y productiva.
Un pitido estalló en mi cabeza; A.R.T.I.S.T.A. me había escrito en respuesta. Al parecer ya había leído el texto y deseaba implementar algunos cambios. Me palpé la sien para informar de que estaba en una de mis distracciones contractuales permitidas, limitadas a dos pausas de tres minutos en la jornada de diez horas de trabajo intensivo. Volví a la mesa y abrí el email. A.R.T.I.S.T.A. consideraba que el texto se atenía a las condiciones estipuladas en el documento, pero notó mis descripciones y diálogos ‘demasiado lúcidos, interesantes o risueños’. Debía involucrarme menos emocionalmente, era un error que había detectado desde hacía tiempo. Mis textos eran buenos, pero a veces me invadía un sentimiento nervioso. Una especie de euforia creativa que me llevaba a saltarme alguna de las pautas de A.R.T.I.S.T.A. y no era algo que pudiera tolerar. Envié una disculpa por mi actitud y abrí el archivo del relato. Antes de corregirlo, cometí el error de leerlo.
Como dije antes, era mi mejor escrito. Aquellas descripciones eran prístinas, hermosas y concienzudas. Los diálogos fluían íntimos y reales al mismo tiempo. Era un texto ideal. No entendía por qué A.R.T.I.S.T.A. quería que manipulara aquel relato. Me mordí el labio, nervioso. No debí haberlo hecho, pero escribí de nuevo a A.R.T.I.S.T.A. explicándole mi punto de vista; no había nada que alterar, era genial tal cual estaba. Durante los posteriores treinta segundos tras enviar el email, me acordé de algo que los hombres y mujeres más mayores habían comentado alguna vez acerca de aquella época pasada llena de montañas, asfalto y coches. Al parecer, para hacer sus vidas más livianas, aquellas personas vivían amarradas a algo que llamaban ‘sueños’, ‘deseos’ o ‘esperanza’. Tenían algo llamado ‘fe’, que les inspiraba y les hacía creer que, a pesar de que todo pudiera ir mal, siempre había posibilidades de darle la vuelta. Eran miserables, pero creían en algo que los mantenía vivos. Al principio me parecía estúpido. No hay nada en lo que ‘creer’. No hay nada tan abstracto. Es absurdo. Las cosas existen o no. No hay un término medio, una especie de limbo filosófico en el que haya cosas que puedan o no existir. Todo era blanco o negro. Pero, entonces, recibí la respuesta de A.R.T.I.S.T.A.; se había tomado la libertad de reescribirlo para extirparle las partes más exaltadas. Me agradecía la argumentación, pero también me recordaba que era inútil. Las pautas eran las pautas. O se cumplían o no. Abrí el relato manipulado y lo leí de principio a fin. No me hizo sentir nada y se suponía que así debía ser, pero noté cómo mi estómago hervía.
Entonces, lo comprendí. Me había cabreado por primera vez en mi vida. Notaba como la sangre se calentaba dentro de mis venas y mi primer impulso fue tan violento como para darle mil golpes a la pantalla de la máquina de escribir. Pero me contuve. Mi jornada tocó a su fin y me acerqué al ventanal de nuevo, para observar la ciudad. En aquel momento comprendí lo que era el deseo, lo que era anhelar y lo que significaba tener un sueño. Desearía mantener aquel relato intacto, me habría gustado arrancar aquel texto de las garras de A.R.T.I.S.T.A. y publicarlo bajo mis términos. Que mis compañeros lo hubieran leído para transmitirme su opinión sincera, fuera positiva o no. Soñé durante mis horas libres de aquella jornada con haber entendido lo que era un ‘libro’, lo que habría sido acudir a una charla distendida en algo que antes se conocía como ‘cafetería’. Me habría encantado que alguien me hubiera preguntado por mi siguiente trabajo. Hace cien horas conocí el deseo y, desde entonces, no puedo quitármelo de la cabeza. Escribo esto a menos de diez minutos de mi hora 394.200 y solo diré que no me arrepiento de saber lo que es creer en mí y en mi obra.
Relato nominable al II Premio Yunque Literario
Mike Babylon.
De la Nueva Generación del 98. Escribe terror, ciencia ficción y noir. Autor de dos novelas, ‘El Enviado‘ para 2Cabezas y ‘The uncanny black Pizza: El retorno de Piña’ para Altolibros. Publica habitualmente en ‘El Tunche‘. Además escribe algo de cómic y cine.
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