Francisco «el Roto», llega con esfuerzo a la Plaza Mayor y toma asiento en un banco de piedra junto a la casona de los Cueto, donde disfruta de los tímidos rayos de sol que el incipiente día le regala.
La primavera, poco a poco, se abre paso y va dejando atrás un invierno de frío y nieve, de la misma forma que lo hace la paz después de años de dura contienda.
El veterano guerrillero es consciente del poco el tiempo que le resta y quiere disfrutarlo en aquel punto neurálgico de su Ciudad Rodrigo natal, dedicado a la vida contemplativa.
Cada día le cuesta más arrastrar sus machacados y sexagenarios huesos por la empinada pendiente que sube desde el caseto en el que malvive, a orillas del río Águeda, hasta la Puerta de la Colada, por donde cruza al interior de la muralla.
Más de dos kilómetros de recinto amurallado que guarda celosamente un rico patrimonio que se va restableciendo de los daños ocasionados por las distintas artillerías y que también esconde inconfesables secretos de crueldad y guerra, cuyas heridas, no tan evidentes a los ojos, quedarán grabadas en el alma de muchos de sus habitantes.
Un baluarte que Francisco «el Roto», primero defendió desde dentro contra la invasión francesa, y dos años después, desde fuera, junto al ejército aliado anglo-portugués, para expulsar a los ocupantes.
El primer asedio tuvo lugar en 1810, cuando las tropas napoleónicas, comandadas por el mariscal de campo Michel Ney, en su camino hacia Portugal, sitiaron la estratégica fortaleza.
Francisco, que todavía no era «el Roto», formaba parte de unos de los tres batallones de voluntarios de Ciudad Rodrigo que, junto a la guardia de la ciudad y tres escuadrones de regulares, integraban la escueta resistencia a las órdenes del mariscal Andrés Pérez de Herrasti.
Dos semanas resistieron el tren de artillería francés, ubicado en el vecino cerro del Gran Tesón, que durante el día no paraba de escupir fuego sobre la ciudad y sus moradores.
Al caer el sol, volvía a imperar el silencio y era el turno de los zapadores quienes, con alevosa nocturnidad, construían trincheras cada vez más próximas a los muros, a pesar de las continuas salidas y escaramuzas con los asediados para impedirlo.
La inminente brecha en las murallas, por la que la infantería tomaría la plaza sin mayor dificultad, propició que la madrugada del cuatro de julio, y amparados por la complicidad de una luna menguante, doscientos jinetes rompieran el cerco de las líneas enemigas rumbo a Portugal, para unirse a las fuerzas de Wellington, con el juramento sagrado de regresar algún día.
Se trataba de la caballería de Julián Sánchez, «El Charro», de la que Francisco formaba parte a pesar de la reciente perdida de un ojo.
Cuando colocaba sacos de arpillera para tapar los huecos de luz del Castillo de Enrique II, una esquirla de proyectil de mortero que había impactado contra la Torre del Homenaje, fue a parar a su rostro.
Una semana después, la ciudad capituló.
Más de cuatrocientos heroicos españoles fueron borrados del libro de los vivos y, los que tuvieron mejor suerte, enviados a un penoso cautiverio en tierras de Francia y Países Bajos, como premio por su valentía y aplomo.
A pesar de la derrota, su heroica resistencia retrasó más de un mes la invasión lusa por parte del mariscal francés, ocasionando tal perjuicio a los intereses de la Grande Armeé, que el Emperador se refirió a este conflicto como: «la úlcera española»
Durante los dos años que separaron ambos asedios, los Lanceros de Castilla, a las órdenes del líder guerrillero, hostigaron a las tropas enemigas que osaban salir a extramuros, con ataques relámpagos y desapareciendo inmediatamente entre los montes charros que conocían como la palma de su mano.
En una de esas escaramuzas, tuvieron la fortuna de capturar al general Regnault, gobernador militar francés de Ciudad Rodrigo, que había abandonado la plaza para recoger un convoy con dos mil vacas.
Entre los franceses emboscados, Francisco observó el cadáver de un joven oficial que tenía una extraña mueca. Parecía guiñarle un ojo desde el más allá. Al aproximarse comprobó que se trataba de un ojo de cristal.
—Excusez-moi Monsieur, pero tú ya no lo vas a necesitar.
Sin dudar un momento, con los sucios dedos de pólvora y sangre seca, se apoderó del botín y apartando el parche lo introdujo en su vacía cuenca.
— ¡Te queda perfecto, Francisco! — Le gritaron con sorna al notar el extraño contraste entre el ojo azul del oficial y el marrón del guerrillero.
Pero como la suerte nunca dura mucho en casa del pobre, a los pocos días recibió un disparo de fusil que le destrozó la rodilla y le costó la amputación parcial de la pierna.
Durante los meses que tardó en recuperarse, estuvo dos veces a las mismas puertas del purgatorio a consecuencia de las altas fiebres, pero es bien sabido que hierba mala nunca muere.
Germán, un guerrillero natural de Badajoz, amigo de rebautizar con cómicos motes a todos los que le rodeaban, al verlo de nuevo sobre la grupa del caballo con una pata de palo y un ojo de cristal, le gritó:
— ¡Paquito, estás todo roto! — Y desde ese día todo el mundo le llamaba «el Roto».
En 1812, las tropas comandadas por Lord Wellington, al enterarse del movimiento del ejército francés desde Portugal hacia el Levante, se dirigieron a Ciudad Rodrigo para abrir un pasillo por el oeste peninsular.
En cinco días de asedio, lograron abrir dos brechas en las murallas, y el asalto comenzó la noche del 19 de enero.
Los hombres de El Charro se integraron en la Tercera División, que entró por la más grande, situada en el noroeste de la muralla, cerca de la catedral.
Dos años después de huir de Ciudad Rodrigo cual sombras silenciosas, regresaban como orgullosos vencedores.
Puerta por puerta, buscaron a sus enemigos para cobrar su ansiada venganza.
Al entrar por el portalón al patio del Palacio de los Águilas, un soldado francés que aguardaba oculto detrás de una columna, atacó a Francisco con su sable.
El primer tajo dirigido a su cabeza lo pudo desviar con la mano izquierda.
El compañero que le seguía descerrajó un disparo al atacante que le impactó en la cadera y lo lanzó contra la misma columna en la que estaba escondido.
El Roto gritó de dolor, y con la furia de un animal herido, hundió la bayoneta en el centro del pecho del joven francés, quien murió con una mueca de dolor y espanto, ante el español de un ojo de cada color.
El sable cayó al suelo con ruido metálico, quedando al lado de los cuatro dedos ensangrentados que acababan de seccionarle a Francisco, el Roto.
La falta de la pierna derecha, del ojo y de los dedos de la mano izquierda, hizo que su apodo de guerrillero fuera de conocimiento y uso general por todos los mirobrigenses, incluso años después del final de la contienda.
Pero de eso ha pasado mucho tiempo y Francisco, que sigue igual de roto, prefiere mirar al presente con su único ojo.
La ciudad continúa lamiéndose las heridas. Poco a poco, va recuperando sus costumbres y tradiciones, como el mercado franco de los martes, con la miel y las castañas de la Sierra de las Quilamas, o el mercado de animales que se celebra por San Andrés a las afueras de la ciudad, al que el malogrado cuerpo de Francisco es incapaz de llegar.
Los viernes tienen lugar los juicios de paz, con sus alegatos y gritos. Pleitos en los que frecuentemente tiene que intervenir la autoridad real antes de que las palabras pasen a las manos en una población acostumbrada a la violencia, a tirar de la faca escondida bajo el fajín, o de arcabuces y trabucos.
Todavía hay un resentimiento latente entre vecinos, que se acusan de haber colaborado con los saqueos de las fuerzas invasoras primero y de las “salvadoras” después, señalando dónde había riquezas ocultas con las que también se habrían lucrado.
La Plaza Mayor es el corazón de la ciudad, coso taurino del revivido Carnaval del Toro y punto de reunión de adultos y niños. Un lugar de paso obligado donde se conversa sobre las cosechas y se juega a las tabas o las canicas.
Los hombres, muy reducidos en número tras años de dura contienda. Los chiquillos, numerosos, hambrientos y haraposos, pero llenos de vida.
Sentado en un banco de piedra, resguardado del sol por la sombra de la casa consistorial, escucha la algarabía de niños jugando a las canicas sobre el empedrado de la plaza.
Sus risas y murmullos pronto se transforman en insultos y gritos.
Francisco contempla con resignación que, desde la ocupación francesa y la posterior liberación por parte del ejercito de la pérfida Albión, las calles, plazas y patios de Ciudad Rodrigo se han llenado de mocosos de piel sospechosamente lechosa, ojos claros y cabello rubio.
“La maldita guerra…”, piensa.
Es inevitable que, tras la toma de una plaza a fuego y sangre, la soldadesca se emborrache y saquee las tiendas, los almacenes y las casas de la ciudad, además de cometer otros tipos de abusos.
La partida de canicas se ha tensado tanto que Francisco centra su atención en ellos.
Por un lado, hay un grupo de niños de menor estatura, con pelo moreno y tez oscura, que animan al único de su equipo que no ha perdido todas las canicas. Por el otro, un grupo de rapaces de rasgos no autóctonos, pero de habla tan castellana como una encina, animan a sus tres compañeros que van acorralando la última canica que le queda al heroico Rodrigo, que es como se llama el muchacho de pelo zaino.
Se insultan mutuamente llamándose gabachos o josefinos, se zarandean y empujan, formando un corro alrededor de los que continúan jugando la partida.
Los gritos y vítores lo transportan a otra época.
El olor a pólvora y humo regresa a su memoria.
Francisco se tensa y observa cómo la canica, disparada por una pieza de artillería desde el Gran Tesón, impacta contra la torre de la catedral, dejando una hendidura en la moldeable y dorada piedra de Villamayor.
Rodrigo responde con un certero lanzamiento que deja fuera de juego a uno de los contrincantes, haciendo volar por los aires a caballos y jinetes de la temible brigada de dragones montados de Charles Gardannes.
— No dejes que se aproximen por la retaguardia — le aconseja Francisco, señalando con el bastón la posición de una canica enemiga.
— Asegura la posibilidad de huida — continúa instruyendo al rapaz, abriéndose paso a empujones entre la chiquillería para contemplar con su único ojo el desenlace de la partida.
El muchacho busca refugio tras un adoquín levantado para evitar que el impacto de la artillería enemiga le parta su última canica, pero la mampostería, sin flancos ni terraplenes resistentes, es mal parapeto.
Cuando el mocoso hace puntería y gira su muñeca ochos grados al sur y dos al este para contrarrestar la fuerza del viento que llega desde la sierra, Francisco se santigua.
El lanzamiento abre tal brecha en el baluarte charro que hace inevitable el inminente acceso de la infantería imperial, más numerosa y mejor armada.
Los gritos y ánimos de los muchachos de pelo pajizo resuenan en la cabeza de Francisco; cuando Rodrigo, de un certero disparo, consigue eliminar a otro afrancesado, si bien esta vez su canica ha quedado a merced del siguiente lanzador.
—Todo está perdido — se lamenta Francisco, el Roto.
El impacto es brutal, y el polvo y el silencio lo envuelven todo. La canica asediada se parte en pedazos como un vaso al caer al suelo. Como las esperanzas españolas, primero frente al ejército gabacho y después frente al ejército anglo portugués, que habían llegado para salvarlos, pero tuvieron la misma crueldad y barbarie que sus predecesores.
Entonces recuerda el viejo proverbio, usado para movilizar a la población contra la invasión francesa, y acercándose a Rodrigo —cuyas lágrimas le dejan negros surcos en las mejillas—, lo agarra con firmeza del brazo y le susurra al oído: «Religión, Rey y Patria».
Para asombro y sorpresa de los pequeños combatientes, se saca el azulado ojo de cristal de la cuenca y se lo entrega con gran solemnidad.
— ¡Infante!, demuestre a estos josefinos de qué pasta estamos hechos los habitantes de la «Ciudad Antigua, Noble y Leal» Ciudad Rodrigo.
Acto seguido, les da la espalda, escuchando mientras se aleja los gritos de alegría y emoción al poder continuar la partida.
Al salir de las murallas por la puerta de la Colada, con su pata de palo marcando el paso marcial sobre el adoquinado del suelo, una canción viene a su mente:
“Cuando Don Julián Sánchez monta a caballo,
se dicen los franceses: ¡viene el diablo!
Cuando Don Julián Sánchez monta a caballo,
dicen los españoles: ¡vienen los charros!”
Era la última vez que atravesaría aquella muralla, sobre la que su sangre se había mezclado con la cal y el canto, quedando unidos para la eternidad.
La muerte le aguardaba en su caseta, a los pies del río Águeda.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Víctor Valdesueiro Bernabé (Zamora 1979) es funcionario de la Administración General del Estado. Estudió magisterio en la rama de Educación Física, aunque no ejerce la docencia. Amante de la naturaleza, la lectura y el deporte, hace dos años tuvo un flechazo con la escritura. Animado por su mujer a plasmar por escrito las historias de aventuras que contaba a sus niños antes de irse a la cama, comenzó a juntar letras. En este periodo ha ganado algún certamen de relatos y ha sido finalista en muchos más.
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