Ciertos seres vivos no necesitan ver; pueden prescindir totalmente de esta facultad y aun así orientarse, alimentarse y reconocerse entre ellos. Otros, como algunos topos del Sahara, son sordos. Sin embargo, los seres humanos que nos solemos considerar a nosotros mismos el culmen de la evolución, dependemos tremendamente de nuestros sentidos. Sí, los invidentes se adaptan y tienen una vida plena y lo mismo ocurre con quien no puede escuchar sonido alguno, pero ¿acaso a alguien no le aterra imaginarse el posible aislamiento al que se vería abocado en el caso de no poder ver ni oír? Esta novela corta de David P. Yuste combina magistralmente dos terrores distintos: el atávico al mal absoluto encarnado por el diablo y otro, menos agudo y más racional, a la dependencia, la vulnerabilidad y la ruptura total con la vida que llevamos ante la privación sensorial.
Ana, la protagonista, es diagnosticada con el Síndrome de Usher. Ella misma cuenta como se fue aislando y pasó a depender totalmente de su pareja, un hombre que no pudo soportar la situación y que un día, sin previo aviso, la ingresó en un centro especializado en gente con problemas similares al suyo. El autor, con un lenguaje claro, coloquial y sin adornos consigue que el lector empatice desde el primer momento con ella, que de la lástima inicial pase al orgullo ante sus progresos y con ellos recobre la esperanza. Que se sienta en deuda con quien la ayude y guarde rencor a quien no lo hizo. Y que se angustie e intranquilice cuando el mal se haga presente.
Se trata de una narración curiosa pues nos sumerge de lleno en la lucha de la protagonista ante la adversidad, en sus procesos de aprendizaje del lenguaje dactilológico empleado por los sordociegos, en sus avances con el braille y en la intensidad de sus sentimientos hacia las personas que la ayudan a romper su soledad. Sin embargo, el terror va llegando en pequeñas dosis. Tanto es así que el lector puede incluso llegar a dudar sobre si es real lo que Ana vive en determinados momentos. Pero desde el primer susto, el miedo se queda y con cada nuevo suceso la tensión aumenta haciendo temer que no haya escapatoria.
Es cierto que, aunque el final es el debido, esta historia sabe a poco. Tal vez, después de terminar la lectura os preguntéis si vuestros ojos y oídos os estén impidiendo percibir otras realidades o si el cerebro humano, privado de los dos sentidos más importantes, funcione de distinta manera. Pero habrá algo sobre lo que no os quedará ninguna duda: nunca se debe hablar con el diablo, porque el diablo nunca olvida y jamás os dejará escapar.