Un jilguero rompió el silencio, posado en una fina rama de abedul. El canto del pequeño pájaro llegó a Santiago a través del cristal de la ventana. Su traje, recién planchado, dejaba que un negro impoluto reluciera bajo el brillo del sol de la mañana. Sobre su regazo descansaba el viejo maletín de cuero que perteneció a su abuelo, cuando la vida era más humana. Los mocasines brillaban como nuevos gracias a la mano de betún que Santiago les había aplicado unos días antes, a sabiendas de su cita. Miró su reloj de pulsera, imitación de un hermoso Rolex plateado, rematado con detalles azules. La manecilla se resistía a dar las doce en punto de la mañana. Santiago se acarició el cabello negro, convertido en un gris oscuro con el paso de los años. Las arrugas marcaban su expresión severa, por la cual ocultaba sin dificultad su estado de nervios.
La sala de espera era un cuarto pequeño. Tenía un póster de un gato agazapado a una cuerda de tender que rezaba: “¡Haz lo que puedas!”. Justo enfrente del mismo, había un banco con tres asientos. A su derecha, una ventana. No era demasiado grande, pero por ella entraba una luz diurna espléndida acompañada de un bello cantar. Santiago se asomó y admiró el hermoso parque que quedaba al otro lado de la calle. Unos pocos fresnos de tronco mediano y copas anchas arrojaban una fresca sombra veraniega sobre la arena y el césped recién cortado. Junto a ellos, cobijados del sol, había tres bancos viejos de cuerpo metálico y asientos de madera. De alguna forma que no pudo explicar, el parque le traía recuerdos borrosos y obtusos. Conocía aquel remanso de paz, aunque no sabía de qué. A pesar del buen clima, no había nadie, salvo una niña. Tendría apenas siete años y jugaba con unas hermosas flores que crecían en el manto verde, dando la espalda a Santiago. Vestía un peto rosa claro decorado con lunares blancos. Su pelo rubio se recogía en dos coquetos moños. Remataba la vestimenta con unas zapatillas deportivas de suela demasiado gruesa; en su interior había unas bombillitas que se iluminaban al pisar. El hombre esbozó una sonrisa. Dudó. No sabía si lo que conocía era el parque o la niña.
La puerta se abrió a su espalda. Una enfermera entró en la sala de espera. Llevaba una bata, pantalones y zapatos blancos. En sus manos sostenía una carpeta que revisaba con atención. Alzó la mirada por encima de las gafas, repasando los asistentes en la sala e hizo un gesto a Santiago con la cabeza. Él se limitó a hacer una leve reverencia, a coger su maletín y encaminar sus pasos a la siguiente estancia. Echó un último vistazo por encima del hombro a aquel parque, a aquella niña.
Al cruzar el umbral, se sentó en unos asientos de tela azul. Eran tres y estaban dispuestos junto a una ventana que daba al exterior. En la pared contraria había un póster de un gato colgado de una cuerda. Tenía una leyenda que rezaba: “¡Haz lo que puedas!”. Bufó, burlándose de la expresión indiferente del animal ante la posible muerte que le aguardaba si caía. Por suerte, solo era un póster. Se acarició el pelo canoso antes de consultar su hermoso reloj plateado. La manecilla se resistía a tocar las doce del mediodía. Atraído por la luz, Santiago se levantó de su asiento, dejando el maletín apoyado contra la pared, para mirar por la ventana. A través del cristal, observó un hermoso parque en su estampa veraniega. Césped verde recién cortado, fresnos de frondosas copas arrojando sombra sobre la arena y los bancos y un clima fresco para tratarse del mes de agosto. En el parque no había nadie, salvo dos personas. Una pequeña niña de apenas unos siete años, con peto rosa, deportivas y un par de moños recogiendo su pelo rubio. Y, hablando con ella, había un hombre. Ambos daban la espalda a la ventana. El caballero llevaba un traje negro, tan negro que parecía absorber un poco del color del mundo. Ambos mantenían una conversación. El señor estaba encorvado. Santiago arrugó la nariz. No le daba buena espina aquella situación, pero la niña parecía cómoda. Supuso que el hombre sería algún conocido. Puede que algún familiar. La puerta a su izquierda se abrió y entró una enfermera vestida de blanco, portando una pequeña carpeta. Revisó la sala, encontrando solo a Santiago. Con un gesto, le hizo pasar a la siguiente habitación. Él recogió su maletín y cruzó la puerta, dándole vueltas a una misma idea todo el rato; aquel parque y aquella niña le eran muy familiares. Pero lo que fallaba era aquel hombre. Su presencia le descolocaba, abandonando cualquier posibilidad de volver más nítido un recuerdo que estaba sucio y emborronado.
Al pasar a la sala que le indicó la enfermera, Santiago tenía a su derecha una hilera de tres asientos baratos pegados junto a la pared. Frente a la puerta que acababa de cruzar entraba una luz solar agradable. A su izquierda quedaban una puerta nueva y un cartel de un pequeño gatito agarrado a una cuerda, cuya leyenda rezaba: “¡Haz lo que puedas!”. Santiago se sentó, con los nervios comprimiéndole el estómago. Había algo que no estaba bien, pero no supo qué podía ser. Asumió que no sería importante, solo la ansiedad provocada por su visita médica. Al fin y al cabo, estaban a punto de pasarle a quirófano. Revisó su reloj y la manecilla no conseguía tocar las doce. No se sentó. Dejó el maletín en uno de los asientos y echó las manos a la espalda, deambulando por aquella pequeña sala de espera. Había algo que seguía reverberando en su cabeza. Se planteó si había llegado tarde. Quizá se había confundido de hora o de día. Quizá ninguna enfermera vendría a buscarle. Quiso despejarse y se asomó a la ventana al fondo del cuarto, viendo un hermoso paisaje veraniego. Allí había un precioso parque de verde césped, sombra densa proyectada por las copas de unos fresnos hermosos, a cuya vera quedaban tres bancos de madera. Junto al jardín había un arenero, para que los niños jugasen. Pero el lugar estaba vacío. No había nadie alrededor. Santiago notaba que aquel parque, aquel día de verano, le eran muy familiares. Volvió a mirar el reloj, que seguía parado a las once y cincuenta y nueve. ¿Qué estaba pasando? Giró sobre sí mismo y reconoció aquella sala de espera. Aquellos bancos, las paredes de papel pintado, el maldito póster del gato. Estaba atrapado. De un momento a otro, una enfermera llegaría hasta él dándole paso a la siguiente sala, que sería exactamente igual a la anterior, por no decir que era la misma. Entonces lo supo. Supo qué era aquel parque. Supo quién era aquel hombre. Y supo, por fin, quién era aquella chiquilla.
Su hija.
La hija que desapareció años atrás. Antes de que a él le operaran de un tumor en el pecho. Por eso estaba allí, en la sala de espera. Le iban a dar paso a quirófano. Iban a extirparle un pedazo de pulmón. Una duda asaltó su mente; ¿y si murió en la mesa de operaciones? Quizás estaba muerto y por eso estaba atrapado en la sala de espera. Pero, ¿qué pintaba su hija allí, tan cerca y tan lejos de él? No importaba. Tenía que salvarla. Si su hija volvía al parque, significaría que el hombre de negro aún no se la había llevado. Aún quedaba esperanza. La puerta se abrió y entró la enfermera, con su pequeña carpeta. Sin hacer caso, Santiago cogió su maletín y apartó a la mujer a un lado, entrando en la siguiente sala.
Al atravesar la puerta, Santiago sintió que algo se le olvidaba. Pero eso era imposible. En la oficina dejó todo listo. Mari Carmen sabía que tenía una visita médica urgente y debía posponer todas sus citas. Las más acuciantes, debía resolverlas ella misma. Dentro de unos minutos vendrían a buscarlo para llevarle a quirófano y extirparle un cachito de pulmón. Quizá pudiera volver a las maratones. Le gustaba mucho correr. Dejó su maletín en uno de los asientos y se acercó a la ventana. Ante él quedaba un hermoso parque donde una niña de peto rosa jugaba con unas flores blancas. Santiago sonrió, algo confuso, pues aquello le era familiar. La niña giró la cabeza hacia detrás, mostrando su rostro a un Santiago taciturno tras el cristal. Unos mofletes sonrosados, una sonrisa tierna y unos hermosos ojos azules oscuros. No podría olvidar aquella cara ni en miles de años. Era su hija. Algo había atraído su atención. Un hombre trajeado de negro se acercaba a ella. Se ponía de cuclillas y charlaban. Aquello no tenía sentido.
Su hija había desaparecido mientras jugaba en un parque hacía ya trece años. Santiago observaba impasible la escena del rapto de su hija. La chiquilla se cogía de la mano del desconocido, con intención de abandonar el parque. Pero no. Aquella vez no. Santiago agarró su maletín y abrió la ventana, sacando los perfiles de aluminio blanco de los carriles que la apresaban en la pared. Saltó a la calle y cayó en la acera. Corrió hasta llegar a la altura de aquel hombre y su hija. El tipo se giró, desvelando que su rostro era un agujero negro y vacío que absorbía luz allá donde mirase. Un hombre sin cara. Una oquedad profunda como el infierno. Santiago le apartó de un empujón, tirándole al suelo. Con un gesto de cariño, se abrazó a su hija.
-Ya pensé que no volverías, papi. Aunque estás mucho más viejo. -La niña rio ante su propia broma de maldad dudosa.
Su hija tenía razón. El tiempo había pasado demasiado lento sin ella. Volvió a abrazarla, mientras el hombre sin rostro observaba. Ninguno le hacía caso; solo permanecían en su abrazo. Separando a su hija, Santiago cogió su maletín. Rebuscando en su interior, encontró una pequeña cajita de madera pintada de un marrón oscuro y brillante, decorada con motivos florales tallados en su superficie.
-Hoy, hace trece años, fue tu octavo cumpleaños. Te dejé aquí jugando y fui a casa porque se me había olvidado tu regalo. -Santiago le mostró la caja a su hija. -Dentro no hay nada. Íbamos a dedicar el día a meter en esta caja las cosas que más te gustaran en el mundo, para que siempre pudieras llevarlas contigo. Pero cuando volví… -Las palabras ahogaron a Santiago y sus ojos se inundaron. -Habías desaparecido.
-¡Eso es imposible, papá! ¡Mi cumpleaños es mañana! -Lucía estaba un poco enfadada. Sus mofletes ardían. ¿Cómo podía su padre olvidarse de su cumpleaños? -Te dije que no me gusta que bebas cuando venimos al parque.
Santiago la miró con sus ojos anegados por el llanto. Tenía razón. Se lo dijo muchas veces. Pero hasta que no desapareció, Santiago no lo dejó.
-Ay, qué estúpido soy. Es verdad. -Santiago se frotó los ojos. -Tengo una idea: ¿y si empezamos ya con tu regalo? Así, mañana ya tendrás tu caja llena con todas las cosas que te gustan.
El hombre sin rostro les observaba y dio un ligero respingo, como si aquella idea fuera una traba para él. Una zancadilla para algún tipo de plan universal que ya no podría cumplirse.
-Mmm… ¿Y mamá? -Lucía dudaba.
-Bueno, mamá puede ser que venga más tarde. -Santiago miró su reloj de nuevo. Seguían sin ser las doce. -No… No estoy seguro. Pero quizá podamos hacerle llegar una carta. No creo que le importe que la esperemos aquí.
-Vale… Está bien, papá. Creo que… -Lucía se llevó el dedo al mentón. -Sí. Lo he decidido. La cosa que más me gusta en este mundo eres tú, papá. Y me gustas cuando estás contento, como ahora. -Lucía sonrió.
-¿En serio? -Santiago rio y su hija le acompañó con una tímida carcajada. -Vale, me meteré en la caja, pero entonces tienes que venir conmigo. No voy a volver a abandonarte.
-¿Lo prometes?
-Claro. Lo prometo.
-¡Está bien! ¡Le enviaremos a mamá una carta para que venga con nosotros!
Ambos, padre e hija, unieron sus cuerpos en un tierno abrazo mientras encogían ante la confusa mirada del hombre sin rostro. Santiago y Lucía desparecieron en el interior de la cajita y ésta cayó dentro del maletín. De aquella forma, metidos en su nuevo hogar de madera, ambos se reencontraron en un mundo donde Lucía jamás tendría ocho años y el reloj nunca daría las doce del mediodía.
Relato nominable al IV Premio Yunque Literario
Myke Babylon.
De la Nueva Generación del 98. Escribe terror, ciencia ficción y noir. Autor de dos novelas, ‘El Enviado‘ para 2Cabezas y ‘The uncanny black Pizza: El retorno de Piña’ para Altolibros. Publica habitualmente en ‘El Tunche‘. Además escribe algo de cómic y cine.
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