Los disparos suenan en cuanto uno de los agentes fronterizos grita: Guns! Se acercan al auto a tiro limpio, haciendo fintas para evitar el fuego enemigo. Las balas entran al vehículo estacionado a través de los cristales de las puertas traseras. Antes de que los ocupantes puedan saltar al asfalto, los uniformados ya se han colocado, al avanzar, junto a las puertas delanteras.
En esa posición ultiman a los hombres.
Ambos chequean el pulso en los cuellos de los baleados. Sí: muertos. ¿O no? Los agentes cruzan sus miradas de gafas oscuras de un costado del auto al otro: uno de aquellos desdichados boquea con los ojos entornados. Tose cuando la sangre se derrama por su boca, con estertores ahora por el ahogamiento. La sangre también se le escapa por todos los agujeros en su cuerpo, igual que al otro.
Cuando el moribundo deja de moverse, los uniformados se yerguen y van a su camioneta de patrullaje, donde las luces estroboscópicas esparcen sus colores rojo y azul en el entorno campestre de esta tarde de verano, calurosa, que pugna por retirarse para no ser testigo. Tras colocarse guantes de cirugía, del asiento trasero bajan un par de fusiles de asalto AR-15, una bolsa de polietileno negro y un paquete de droga. Las armas las ponen en idéntico asiento del sedán detenido por ellos algunos minutos antes y el saquito, bien cerrado, lleno de pastillas de fentanilo, lo esconden bajo el asiento del chófer. Cierran las puertas.
Se miran por un par de segundos. El más alto, rubio, en cuya camisa tiene una tira cosida en la que se lee «Davis», sonríe. El otro, moreno, cuya identificación en la camisa dice «Hernandez» —así, sin acento—, sonríe.
Cada uno mete una mano en la bolsa plástica y saca una pistola. Hernandez pone una de ellas en la diestra del chófer sin identidad en su ropa, mientras Davis hace lo mismo con el pasajero. El moreno tira del brazo del cadáver, lo saca por la ventanilla, y se agacha junto al auto. No más que dos segundos le toma apuntar y disparar; la bala penetra por el parabrisas de la camioneta del servicio de protección fronteriza y destroza la cámara montada dentro.
Davis le hace una seña a su compañero, quien asiente y procede a hacer una llamada por radio.
El acto es multitudinario, con mayor asistencia de la prevista. Uniformes, trajes y ropa común de civil se mezclan en el público y el estrado. Es que ningún patriota puede perderse la oportunidad de mostrarle su admiración a los héroes. Los vítores se multiplican y las banderitas tricolores se agitan en cuanto el orador anuncia a Davis y Hernandez, quienes entran risueños, altaneros, ciudadanos, conscientes de que representan todo lo que se revuelve y arrastra en aquellas mentes.
Entre unas cortinas en uno de los extremos del escenario, inadvertido para el equipo tras bambalinas, invisible para todos los presentes porque ha sabido ocultarse, alguien de altura promedio, ajeno a la alegría del tumulto, observa la escena.
Los agentes condecorados echan su discursito por turno. El rubio es el más apasionado y quien mejor aviva la fuerza del sentimiento «cero tolerancia» que los une a todos. La euforia se torna en aullidos de manada en cacería cuando el odio se enardece con frases de reafirmación patriótica y epítetos ofensivos que erupcionan por la garganta del racista, enrojece su tez blanca y arranca destellos de láser a lo Superman de sus ojos azules —y hasta hacen brillar los negros ojos de tiburón de su compañero—, al gritar: «No dejaremos que los ilegales vengan a violar a nuestras mujeres y niños, a robar nuestras pertenencias, a matar a nuestro prójimo. No los dejaremos que amenacen nuestra libertad, nuestra justicia, nuestro modo de vida americano».
Sin prisa, el mudo espectador saca la mano que calentaba en el bolsillo derecho de una sudadera de color oscuro, muy vieja y deteriorada, y la levanta hasta casi la altura de su rostro. Una magnífica fosforera brilla entre sus huesudos dedos. El centro de la caja de oro macizo lleva incrustada una semiesfera de superficie teselada con triángulos muy pequeños, rodeada por un anillo de diminutos diamantes. El hombrecillo mueve su mano de forma que el dúo de laureados se multiplique y se refleje en cada triángulo.
Con delicadeza, hace girar el anillo con una de sus negras y largas uñas. Los diamantes ruedan…, suavemente…, durante algunos segundos, en tanto la velocidad angular disminuye… hasta detenerse. Entonces, con un clic, la tapa dorada se abre de golpe, para dejar en libertad una delgada y bien formada llama, que durante su corto tiempo de vida ilumina los rasgos de la oculta cara del hombre: hondos surcos horadados en una piel casi pétrea, donde dos rojizos ojos penden sobre una enigmática y fantasmal sonrisa. La tapa cae a su posición inicial, por lo que de nuevo su cara queda envuelta en la penumbra que crea el gorro de la sudadera.
Dos semanas después la camioneta de patrullaje con Hernandez al timón vuela hacia un punto en la frontera. Otro agente, de raza negra, va a su lado. La noche anterior, Davis le dijo al agente de ascendencia latina que uno de sus informantes le había puesto al corriente sobre el cruce de varios ilegales que habían burlado la vigilancia desde Texas hasta Alabama. Los compañeros acordaron verse en un lugar muy cerca de la frontera estatal, desde donde irían al encuentro de los inmigrantes.
La estratagema para eliminarlos sería la misma. En el asiento trasero varias armas de corto y largo alcances descansan junto a dos sacos de mariguana obtenidos mediante un acuerdo con el narcotraficante floridano que trabaja para Hernandez.
El negro es otro aspirante a héroe. Había estado comentando sobre la suerte de aquellos dos al poder dar un servicio con ganancia de mérito y fama, además. Como eran afines, Hernandez le contó de la operación y le dio la opción de volverse otro héroe de la comunidad, otro preferido de la gobernación. Con una posibilidad tan fácil de convertirse en una personalidad y sobresalir, por supuesto que el hombre aceptó.
La camioneta se mueve al linde del bosque y se detiene. Los oficiales no usan sus linternas de servicio al bajar, sino sus teléfonos celulares para alumbrarse el camino, porque la noche ha caído sobre ellos. Hernandez va comunicándose por texto con su colega rubio, quien le ha pasado su ubicación exacta mediante una aplicación de posicionamiento global.
Una luz se enciende y apaga un par de veces a unos quince metros adelante. Hernandez saca su linterna y devuelve la contraseña. Con él al frente, alumbrando el camino, los agentes redoblan el paso.
El repentino estallido de luz que ciega a los hombres los obliga a detenerse. Antes que su instinto ponga sus manos en las culatas de sus pistolas, sendos cañones se pegan a sus nucas. Otras manos los desarman. Con golpes tras las piernas les hacen caer de rodillas. Varias voces con acento hispano en su inglés les conminan a levantar los brazos y entrecruzar los dedos sobre sus cabezas. Casi les cercenan las muñecas y tobillos con las esposas plásticas del tipo que ellos mismos emplean. Los arrastran unos pocos metros hasta detenerse.
—Apaguen esos faroles —ordena alguien en español.
Con solamente las luces delanteras de tres autos —una camioneta de la agencia de protección fronteriza entre ellos—, los recién llegados pueden ver al grupo de tez morena que los rodea y les apunta con fusiles de asalto AR-15. También su compañero rubio se ha hecho visible: de rodillas, atado, con un pedazo de cinta adhesiva en su boca; las muñecas le sangran del tiempo que las ligaduras las han estado apretando.
Quien parece ser el jefe hace una seña y uno de sus secuaces le arranca la ancha franja gris de la boca a Davis.
—Si tienen algo que ventilar, háganlo ahora —propone el hombre en el centro del círculo hecho por una decena de sus congéneres.
Davis comienza a escupir amenazas contra sus captores, basadas en su condición de oficial del país, su color y su ciudadanía.
—¡Cállate, estúpido!
Es el negro quien detiene aquella verborrea. Lo hace con acusaciones contra quienes lo han embaucado al llevarlo a una emboscada. El atacado trata de defenderse, pero Hernandez interviene para reclamarle y pedirle explicación. Davis, sin embargo, aún malhumorado, no esclarece nada, sino que se disculpa y pasa a justificarse, «porque él mismo ha sido traicionado».
La discusión entre los uniformados entretiene al grupo armado, hasta que el cabecilla hace una seña con la mano. Alguien cerca del rubio le propina un culatazo en la boca que le parte las encías y los labios, y lo envía al suelo, escupiendo sangre.
—Mejor les explico yo mismo —anuncia el jefe.
Con pesar, la pareja escucha la parte desconocida de la historia sobre un hombre que esperaba a sus hermanos, quienes habían cruzado la frontera después de haber sido procesados para ser admitidos en el país como inmigrantes legales. Los colaboradores del cartel en las autoridades migratorias ya les habían dicho que se sabía la verdadera identidad de los jóvenes asesinados, pero las direcciones de quienes debían investigar engavetaron el caso tras la presentación de los «héroes».
Por lealtad al cartel, aquel hombre, que no era más que el «informante» de Davis —a quien el narrador se refiere como «Pedro»—, no develó la verdad a los medios, ni hizo denuncia a la policía, ni consiguió abogados para pelear el caso. La familia en México hizo lo mismo, sobre todo cuando el cartel comenzó a ampararlos y ayudarlos.
—Pedro no traicionó a su gente, sino que engañó a aquel gringo imbécil, hijo de la chingada —sentenció el jefe, y soltó una risotada que hizo eco en el resto.
No hay lealtad entre los ladrones.
La afrenta requería escarmiento. Tres extranjeros han dejado sus fusiles de asalto por machetes. Mas, el cabecilla bate su mano en el aire con el índice levantado.
—No, no, no los despedacen —ordena—. Pa’ estos «güevones» tengo algo bien sarcástico, «güey». Métanlos así mismo en la «troca».
Cuando los cargan y meten dentro del vehículo de Davis, los condenados entienden que sus uniformes, chapas y pistolas no tienen ningún valor para los narcos, no constituyen ninguna barrea intimidatoria que detenga el plan que tienen para ellos. Por eso, hablan al unísono para alertar, llamar a juicio, negociar, y rogar por clemencia.
Tres hombres cortan las ligaduras de los agentes y se apartan con rapidez del auto cuando cierran sus puertas. Otro lanza al asiento trasero del auto las pistolas reglamentarias de los uniformados. Todo el mundo levanta su fusil de asalto al ver a su dirigente hacerlo. Apuntan a la camioneta. El jefe grita:
—Guns!
No transcurre un segundo antes que el aire se llene con la orgía del traqueteo de los fusiles, el olor de la pólvora, los chasquidos de las balas contra la carrocería, los cristales y los cuerpos de los hombres en la camioneta, y los alaridos de muerte de los ajusticiados. Sin demora, un narco enciende el trapo que cuelga de la boca de llenado de gasolina del vehículo oficial, mientras los otros se montan en sendos todoterrenos.
Únicamente tras la explosión, la banda se retira. Lo mismo que el desconocido del teatro, con la risa escondida en el fondo del gorro de su sudadera.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Me llamo José Mario Hernández González, y nací en Ciudad de la Habana, Cuba. Publiqué en el libro del Instituto de Cultura Peruana en 2006 y en el de la Fundación Cuatrogatos en 2017, ambos en Miami. En 2018, recibí mención en el IX Concurso literario de ciencia-ficción y fantasía «Oscar Hurtado 2018», y publiqué con la Revista «Demencia».
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