Muchos se preguntan qué pasó con la esfinge después de que el héroe de Tebas, Edipo, la derrotase, acertando su enrevesado acertijo. ¿Volvió bajo las faldas de Equidna, la madre de todos los monstruos? ¿Murió, castigada por los dioses o acribillada por un sinfín de héroes?
Yo fui el último humano en verla y esta es su historia.
En aquel entonces, yo era un simple pastor beocio que vivía al amparo del Teumessus, la montaña más grande y escarpada de la zona. Mi rebaño se veía obligado a pacer en las peores zonas porque mi padre hacía unos años que había enfermado y estaba encerrado en casa. No podía dejarlo allí ni conducir a mis ovejas demasiado lejos. Cada noche, debía volver para administrarle cataplasmas y bálsamos aromáticos.
La montaña rugía, sí, rugía y, a medida que te acercabas a ella, la pesadumbre, el horror y el miedo comenzaban a flagelarte. Curiosos y valientes intentaron descubrir de dónde procedían los gritos, hasta que todos coincidieron en lo mismo. De la gruta maldita.
Una cueva profunda, oscura y tenebrosa, de la que surgían penas, lamentos y gritos escalofriantes. Algunas leyendas aseguraban que allí vivía una sacerdotisa maldita por la diosa Hera, otras decían que era una entrada directa al inframundo, pero nadie sabía la verdad. Nadie tuvo, jamás, los arrestos necesarios para entrar.
Fui el primero.
No lo hice por valentía ni en busca de la gloria imperecedera. Tampoco era un loco ni un suicida ni alguien impío. Siempre fui una persona temerosa de los dioses y devoto como el que más. Fueron los acontecimientos. Me obligaron a hacerlo.
Los aullidos comenzaron a llevarse unas cuantas de mis ovejas. Al principio era una cada mes, más tarde una a la semana, hasta que al final terminé perdiendo un animal cada día. ¿Que cómo supe que fueron los rugidos y no los lobos o los ladrones de ganado? Porque encontré los huesos de mis corderos esparcidos por los alrededores de la gruta maldita.
Me armé de valor, y de un buen garrote y, tras poner a buen recaudo las ovejas que me quedaban, me adentré en la montaña. La pena y el temor me invadieron. Me costaba caminar e incluso respirar. Tan solo la certeza de que si no hacía frente a mi amenaza, terminaría muriéndome de hambre, y el apoyo de mi padre, me obligaron a seguir hacia delante. La cueva se presentó ante mí, más lúgubre y tétrica de lo que jamás hubiese podido imaginar. Verla no fue lo peor. Sí oír los rugidos. Cortantes, dolorosos, capaces de romper a un hombre por la mitad. Entré, anegado en lágrimas y con los oídos sangrándome. Solo presenciar aquello iba a cambiarme la vida por completo.
Ante mí, rota por la pena y el llanto, se exhibía la última esfinge. Una leona alada con rostro y pechos de mujer. Resquebrajada por un dolor inenarrable. Los pómulos y las costillas marcadas, las alas tan finas y endebles como papiros egipcios y las zarpas resquebrajadas. Aun así, su aura era tan potente que me dejó petrificado. Se me cayó el arma de las manos. Se giró, furibunda, al darse cuenta de mi presencia. Abrió sus fauces y me gruñó apenas a un par de dedos de mi rostro. Me oriné encima, sintiendo el olor a sangre de mis propias ovejas.
—¿Cómo osas importunarme en mi duelo, muchacho? ¿No sabes quién soy? ¿Acaso he caído tan bajo que ya ni los mortales más patéticos me temen? —No supe qué responder. Tampoco podía hacer nada—. Está bien, te formularé un acertijo—se aventuró a decirme con una pequeña chispa divertida en su mirada—. Si lo resuelves, te dejaré marchar. Si fallas, te engulliré. —Me costaba sostenerme en pie—. ¿Qué tienen en común el atleta, el rey, el mentiroso y el mendigo?
Era la primera vez que me enfrentaba a una pregunta semejante. No tenía ni idea, aunque en un parpadeo lúcido conseguí responder:
—El alma.
La esfinge me observó fijamente antes de comenzar a reír.
—Has fallado. Alma, dos piernas, orejas…debes ir un poco más allá. Todos los humanos poseéis, en principio, esas cualidades. —Me sentí morir. No pude, ni siquiera, dedicarles una plegaria a los dioses—. Hacía tiempo que no me divertía tanto. Te dejaré vivir, si prometes regresar mañana. Si no lo haces, te buscaré por tierra, cielo y mar.
No dormí en toda la noche, apenas probé bocado y el día pareció hacerse más corto. Antes de darme cuenta, estaba de nuevo en la gruta, haciendo frente a la misma pregunta.
—La vida —respondí en aquella ocasión.
Volví a fallar, de nuevo. La esfinge rio, aludiendo mi error al mismo raciocinio de la vez pasada. Todos los seres vivos tenían vida. Ella buscaba algo más concreto que no era capaz de vislumbrar. Cada uno de mis fracasos pareció ir fortaleciéndola. Tuve que regresar todas las noches durante más de una semana. El monstruo felino, velada tras velada, recuperaba su otrora perdido esplendor. Sus garras eran más afiladas y brillantes, su rostro más hermoso, sus alas más espectaculares y su pelaje más sedoso. Se alimentaba de mi pesar y de mis derrotas. Comenzó a sobrevolar la ciudad y a cazar ejemplares de otros rebaños para permitirme subsistir. Necio de mí, llegué incluso a imaginar que quería ser mi amiga. Craso error. Las esfinges no conocen la amistad.
—Hoy será tu última oportunidad, chico —me amenazó—. Si no eres capaz de darme una respuesta correcta esta noche, tendré que devorarte. Ha dejado de ser divertido jugar contigo. Ya conoces la pregunta, ¿qué tienen en común el atleta, el rey, el mentiroso y el mendigo?
La esfinge había dejado de ser el monstruo lastimero que conociera. Era un espécimen hermoso y terrorífico a partes iguales. Sí. Ya lo tenía.
—El ego.
Mi rival se quedó atónita. Perpleja.
—¡No! —exclamó. —¿Cómo has podido?
Se rasgó las mejillas con sus garras, aulló con tanta fuerza que caí de espaldas. Salió volando, destrozándose las alas contra las paredes rocosas de su prisión. La perseguí, temeroso de que acudiese a mi casa en busca de venganza. No. La derrota había consumido sus últimas esperanzas. Presencié su final. Se arrojó en picado contra un precipicio. Triste final para una criatura tan bella.
Mientras regresaba a mi hogar, medité sobre mi respuesta. “¿Qué tienen en común el atleta, el rey, el mentiroso y el mendigo?” Que todos creen ser los mejores. El atleta se considera invencible, el rey, todopoderoso, el mentiroso, incapaz de ser descubierto y el mendigo, ultrajado por los acontecimientos y el devenir. Egos demasiado altos, egos compartidos en distintos cascarones. Fue el ego, y no las ovejas las que nutrieron a la esfinge.
Ojalá no sea demasiado tarde, ojalá aprendamos de ella. Sacrifiquemos el ego en pos de una mejor sociedad.
Relato nominable al III Premio Yunque Literario
Daniel Ortiz Mata es un apasionado de la historia. A pesar de su juventud, ha participado con notable éxito en diversos concursos literarios, llegando incluso a obtener el segundo premio de novela corta de Calamonte con El Auriga de Micenas.
Ha publicado Los hijos de Prometeo una novela histórica ambientada en el año 482 a.C. en la que nos hace partícipes del enfrentamiento entre dos sociedades secretas y cuyo desenlace resultará determinante para el futuro de occidente. Actualmente se encuentra inmerso en la promoción de El arca de Villamanta, un apasionante thriller arqueológico.
¿Te ha gustado este relato? ¿Quieres contribuir a que nuevos talentos de la literatura puedan mostrar lo que saben hacer? ¡Hazte mecenas de El yunque de Hefesto! Hemos pensado en una serie de recompensas que esperamos que te gusten.
También puedes ayudarnos puntualmente a través de Ko-fi o siguiendo, comentando y compartiendo nuestras publicaciones en redes sociales.